(51) - Docena campanada, y aquí me tienes,
implacable cronista.
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Pues ya lo siento, sensible reverendo, porque tenemos que seguir con el museo
de los horrores vaticanos. Hay una escena demencial, bastante conocida, que se
produjo el año 896. El papa Esteban VI había llegado a acumular tanto odio
hacia su predecesor, de nombre Formoso y ya difunto, que incoó un proceso
contra él, con toda la parafernalia de un juicio puntillosamente ajustado al
procedimiento legal, hasta el extremo, absolutamente ridículo y siniestro, de
sacar de la tumba su cadáver (donde llevaba ocho meses enterrado), vestirlo con
los lujosos hábitos que lució en vida y
sentarlo en el trono que había ocupado. No faltó la parodia de un abogado
defensor. Se le acusó de los mismos crímenes que tendrían todos los presentes
en su propio currículo, callando la verdadera causa de aquel circo de payasos,
la lucha entre bandos. Una vez condenado, lo desnudaron, le arrancaron los tres
dedos de la tradicional bendición papal, lo entregaron al populacho y acabó
siendo arrojado a las aguas de Tíber (tradicional vertedero de crímenes
romanos). Pero poco después, también Esteban fue apresado y estrangulado. El
espectáculo siguió de lo más emocionante: en seis años hubo siete papas y un antipapa, “lo mejor de cada
casa”, con algo de estabilidad posterior, pero al precio de tener que aguantar
al papa Sergio, calificado de maligno, lascivo y feroz. El primero de los
grandes historiadores papales, el cardenal Baronio, en un intento desesperado de
entender por qué Dios había permitido que existiera semejante pontífice (y, sin
duda, con una fe a toda prueba) dijo que “se había soltado a tal monstruo
contra la Iglesia para demostrar la fuerza sobrenatural de sus cimientos, ya
que ninguna otra estructura habría resistido semejante asalto desde dentro” (se
le olvidó pensar en la mansedumbre de las “ovejas”). Baronio hablaba así solamente
del pasado, porque vivía también en una época podrida pero ya refinada (finales
del siglo XVI), en la que el crimen era una de las bellas artes y se practicaba
con elegancia y discreción.
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Sé buen hijo y pasa pronto de mí este cáliz, porque está ya en peligro mi
serenidad cuántica, y no sé si podré beberlo entero.
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Aún te falta por ver hoy, querido Sancho, el cuadro del juicio de Formoso. Si superas la
macabra y tragicómica escena, lo que queda te resultará hasta divertido. A
domani, caro e sensibile ectoplasma.
El
pintor Paul Laurens, en el siglo XIX, representó así el espeluznante y ridículo
juicio que le montó su sucesor al cadáver del papa Formoso, desenterrado para
la ocasión y arrojado después a ese sepulcro líquido que fue el río Tíber.
Espero que mi pequeñín me siga queriendo a pesar de la historia de los
clérigos.
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