jueves, 29 de octubre de 2015

(51) - Docena campanada, y aquí me tienes, implacable cronista.
      - Pues ya lo siento, sensible reverendo, porque tenemos que seguir con el museo de los horrores vaticanos. Hay una escena demencial, bastante conocida, que se produjo el año 896. El papa Esteban VI había llegado a acumular tanto odio hacia su predecesor, de nombre Formoso y ya difunto, que incoó un proceso contra él, con toda la parafernalia de un juicio puntillo­samente ajustado al procedimiento legal, hasta el extremo, absoluta­mente ridículo y siniestro, de sacar de la tumba su cadáver (donde llevaba ocho meses enterrado), vestirlo con los lujosos hábitos que lució en vida  y sentarlo en el trono que había ocu­pado. No faltó la parodia de un abogado defensor. Se le acusó de los mismos crímenes que tendrían todos los presentes en su propio currículo, callando la verdadera causa de aquel circo de payasos, la lucha entre bandos. Una vez condenado, lo desnudaron, le arrancaron los tres dedos de la tradicional bendición papal, lo entregaron al populacho y acabó siendo arrojado a las aguas de Tíber (tradicional vertedero de crímenes romanos). Pero poco después, también Esteban fue apresado y estrangulado. El espectáculo siguió de lo más emocionante: en seis años hubo  siete papas y un antipapa, “lo mejor de cada casa”, con algo de estabilidad posterior, pero al precio de tener que aguantar al papa Sergio, calificado de maligno, lascivo y feroz. El primero de los grandes historiadores papales, el cardenal Baronio, en un intento desesperado de entender por qué Dios había permitido que existiera semejante pontífice (y, sin duda, con una fe a toda prueba) dijo que “se había soltado a tal monstruo contra la Iglesia para demostrar la fuerza sobrenatural de sus cimientos, ya que ninguna otra estructura habría resistido semejante asalto desde dentro” (se le olvidó pensar en la manse­dumbre de las “ovejas”). Baronio hablaba así solamente del pasado, porque vivía también en una época podrida pero ya refinada (finales del siglo XVI), en la que el crimen era una de las bellas artes y se practicaba con elegancia y discreción.
     - Sé buen hijo y pasa pronto de mí este cáliz, porque está ya en peligro mi serenidad cuántica, y no sé si podré beberlo entero.
     - Aún te falta por ver hoy, querido Sancho,  el cuadro del juicio de Formoso. Si superas la macabra y tragicómica escena, lo que queda te resultará hasta divertido. A domani, caro e sensibile ectoplasma.


 El pintor Paul Laurens, en el siglo XIX, representó así el espeluznante y ridículo juicio que le montó su sucesor al cadáver del papa Formoso, desenterrado para la ocasión y arrojado después a ese sepulcro líquido que fue el río Tíber. Espero que mi pequeñín me siga queriendo a pesar de la historia de los clérigos.


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