sábado, 10 de octubre de 2015

(18) - Aquí estoy, entrañable luchador. Te queda poco para terminar tu reparto de octavillas por el Valle de Mena. No es nada fácil “hacer ver” a la gente la importancia de nuestro libro.
     - Hola, querido padrino. Aunque todo falle, yo seguiré disfrutando de tus visitas. No importa demasiado que la propaganda sea un brindis al sol. No saben lo que se pierden de su propia historia.
     - ¡Éste es mi chico! No hay prisa; la semilla irá fructificando. Empecemos, pues, a hablar de mi vida en la catedral. Les toca el turno a los arzobispos que tuve. Dice alguien que el primero fue don Pedro González de Mendoza, el number one de los clérigos poderosos de todos los tiempos (sólo estuvo a su altura el Cardenal Cisneros, muy superior a él en el aspecto ético). De los hijos de don Pedro, decía la reina Isabel que eran “los lindos pecados del Cardenal”. Pero, cuando yo llegué a Sevilla, en 1490, ya no estaba allí, sino que le había sucedido en el cargo su sobrino, don Diego Hurtado de Mendoza. Ya sabes que en aquellos tiempos el clérigo que era de familia linajuda, de carácter ambicioso y hábil maniobrero, llegaba con facilidad, por lo menos, a obispo. Así que yo lo tuve más difícil, porque mi nobleza era de segunda categoría. ¡Los Mendoza! ¡Mamma mía! No hay más que ver el palacio que construyeron a finales del siglo XV en Guadalajara, ciudad en la que nació don Diego (pon la foto). De la categoría de la Casa del Cordón que construyeron los Velasco en Burgos, que tampoco eran mancos. De los Mendoza surgió posteriormente la tuerta y ensoberbecida Princesa de Éboli, Ana de Mendoza y de la Cerda (no hagas un chiste fácil), casada con, y luego viuda del factótum secretario de Felipe II, el portugués Ruy Gómez de Silva. Fue más terca que una reata de mulas, llevando al límite la paciencia del Rey, hasta que la encerró de por vida. Dicho lo cual, seguiremos mañana hablando de  mi relación con don Diego Hurtado de Mendoza. Tienes que descansar más: ayer vi dos erratas en tu escrito. Que la paz del Señor sea siempre contigo, mi entrañable biógrafo.

     - Y con tu compasivo espíritu.

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