sábado, 30 de septiembre de 2017

(Día 500) Fin de la guerra: Huáscar es apresado. Terrorífica represalia de Atahualpa sobre los vencidos. Cieza ve providencial la despreocupación que ambos tuvieron sobre las andanzas de los españoles.

     (90) Había que vencerle a Huáscar con el último aliento, o morir. Justo al amanecer, cuando más cansado estaba el enemigo por la orgía que siguió al triunfo, llegaron los de Atahualpa sobre ellos igual que una enorme avalancha. La sorpresa y el desconcierto fueron totales. Y Quizquiz actuó como lo hizo Cortés y lo iba a hacer Pizarro. Huascar, al ver las fuerzas quiteñas, se puso la armadura de oro y subió a una cima para ver el combate. Quizquiz observó un destello del precioso metal, fue hacia él con un grupo de soldados, cayeron sobre los orejones que le hacían guardia al monarca y se apoderaron de él. Cuando lo supieron las tropas, los de un bando se enardecieron, y los del otro quedaron completamente desmoralizados, huyendo despavoridamente los que pudieron para no ser ejecutados.
     La noticia se expandió rápidamente por el imperio y toda la estructura política regentada por Huáscar se desmoronó. Los generales quiteños entraron victoriosos en su capital, Cuzco, y la venganza que aplicaron fue espantosa. La mayor parte de la familia real de los incas, los sacerdotes, las vírgenes dedicadas al culto del sol, los nobles de la corte, los jefes del ejército y los altos funcionarios del gobierno de Huáscar fueron exterminados sin piedad. Los guerreros cáñaris y chachapoyas que lucharon al lado de Huáscar fueron atormentados y en su mayor parte eliminados. La ira de los vencedores llegó al extremo de profanar en la plaza principal del Cuzco las momias de los reyes incas, exceptuando la de Huayna Cápac. Se impuso el terror más cruel, eliminando cualquier intento de rebelión, y Atahualpa fue proclamado único inca y señor de todo el Tahuantinsuyo (el imperio), con la aclamación general de los cuzqueños.
     Dicho lo cual, voy a resumir parte de los mismos acontecimientos con las sabrosas palabras de Cieza, que se informó ‘periodísticamente’ con testigos de los hechos. “Después de una victoria, iba Atahualpa en seguimiento de sus enemigos; sabía día a día, y aun por horas, todo lo que había pasado en la guerra que tuvieron los españoles con los de la isla Puná. Admirábase de cómo podían prevalecer siendo tan pocos contra tantos. Pensaba que era flojedad de los suyos y no esfuerzo de los nuestros, y no quiso dejar su guerra para volver contra ellos; lo hizo guidado por Dios, pues su entendimiento se cegó en lo que más le iba. Los capitanes del rey Huáscar se volvieron a juntar para con lealtad morir a su servicio. Ceguedad de unos y de otros porque, por permisión divina su señorío se acababa y ninguno de los dos iba a gobernar, sino gente tan extraña y apartada de su memoria como lo estaba España del Perú. Sabido por Huáscar cómo su enemigo había salido vencedor, tanto enojo recibió que, según me contaron indios viejos que con él estaban, quiso ahorcarse. Sus consejeros le dijeron que se dejase de lloros y que procurase la destrucción de Atahualpa. Así lo hizo con un nuevo llamamiento de gente,  mientras su enemigo iba caminando hacia el Cuzco muy alegre y arrogante por las victorias pasadas, matando con gran crueldad a muchos a los que odiaba porque eran del bando de Huáscar. Así anduvo (Atahualpa) hasta que llegó a Cajamarca”.


     (Imagen) Pone los pelos de punta la crueldad de aquellos emperadores. Allí sí que se podía exclamar aquello de ‘¡Ay de los vencidos!’.  Eran las reglas del juego en su sociedad, refinada pero salvaje, y un inca vencedor se ensañaba triunfante con el derrotado sabiendo que, si ganaba el contrario, sería él quien pasaría a ser un despojo patético. Así andaban, entre el cielo y el infierno. Espanta la fiereza de Huáscar y Atahualpa, y los dos dan lástima en su miserable final. La llegada de la cultura europea fue una tragedia para los nativos (sobre todo por ser sometidos), pero no para sus futuras generaciones, puesto que salieron de un estancamiento histórico (sus imperios no evolucionaban, como ocurría con los egipcios) y asimilaron, mediante el mestizaje, los grandes avances técnicos y humanos de sus invasores. La leyenda negra solo puso de relieve, de forma interesada, la parte negativa (que existió), pero la objetividad exige una visión de conjunto y la honradez de manifestarla.


viernes, 29 de septiembre de 2017

(Día 499) Victorias y derrotas mutuas entre Atahualpa y Huáscar, en las que las represalias fueron terribles. Huáscar se decide a ponerse al frente de sus tropas, tiene casi vencido a su enemigo pero se duerme en los laureles.

     (89) A partir de la pintoresca fuga de Atahualpa, la guerra fue cada vez más feroz, alternándose las victorias y las derrotas. Luchaban por el control del imperio, sin poder imaginar que tenían un enemigo común mucho más peligroso, como un virus letal de apariencia insignificante. Tampoco los españoles eran conscientes de ser ellos los verdaderos protegidos del dios Sol: se limitaban a seguir adelante con la terrible angustia a lo desconocido, pero determinados a vencer o morir.
     El que estaba entonces al frente de las tropas de Huáscar era su hermano Huanca Auqui. Después de su victoria, había rodeado al ejército derrotado, pero Atahualpa, con una multitud de indios exultantes, rompió el cerco, se unió a sus generales Caracuchima y Quizquiz, y logró que el enemigo huyera hacia Tomebamba, donde fue estrepitosamente vencido. Atahualpa entró rutilante en la ciudad. Lleno de cólera por la traición de su cacique Ullco-Colla, quiso castigar a los cáñaris por haber combatido a favor de Huáscar. Asaeteó a los principales jefes y exterminó a todos lo que habían luchado contra él, matando también a sus esposas y a sus hijos, y ordenó que se sacasen sus corazones y fueran esparcidos por las tierras cáñaris. Huáscar interpretó la derrota como una incompetencia de su hermano Huanca Auqui y de sus capitanes; irritado, los envió al Cuzco vestidos de mujer, obligándolos a que se presentaran así al llegar. Huanca Auqui, muy molesto por esta humillación, quiso mostrar que no era un cobarde, se preparó de nuevo contra las tropas de Atahualpa y, en un ataque por sorpresa, las derrotó.
     Aunque Atahualpa estaba dispuesto a concertar la paz, la actitud de Huáscar, que se consideraba el legítimo heredero de todo el imperio, fue inflexible: la lucha debía continuar hasta un desenlace definitivo. Era un enfrentamiento en el que cada bando tenía el refuerzo de diversos pueblos indígenas sometidos a su autoridad. Huanca Auqui incorporó a su ejército a 10.000 chachapoyas y se lanzó al ataque, pero fue derrotado nuevamente, esta vez por Quizquiz, uno de los grandes generales de Atahualpa. Salió tan mal parado que hubo de huir hacia el Cuzco. Yendo de camino le llegaron nuevos refuerzos, y se dirigió, deseoso de vengar tanto fracaso, a Cajamarca, tomada por Quizquiz. La batalla fue brutal y equilibrada, pero sufrió un descalabro más. Huáscar, loco de ira por tanto desastre, mató en venganza a todos los quiteños que habían llevado al Cuzco el cadáver de Huayna Cápac, y abominó de quienes le habían aconsejado la guerra. Nombró como nuevo general a Mayta Yupanqui; se produjo una de las batallas más sangrientas de América y nuevamente perdió frente a Quizquiz.
     Huáscar decidió que la guerra continuara, pero, además, estando él presente cerca de sus soldados. Aumentó su número, y con Mayta Yupanqui al frente, consiguieron dos victorias seguidas. Pero se durmieron en los laureles como Aníbal, dedicándose a celebrarlo a lo grande. En una rápida maniobra, se juntó todo el ejército de Atahualpa con sus tres grandes generales al mando, Quizquiz, Curicuchima y Rumiñahui.


    (Imagen) La guerra entre Huáscar y Atahualpa estaba siendo atroz y una práctica bélica de primer orden para las dos enormes huestes. El mérito de Pizarro y sus hombres fue doble: los ejércitos incas no solamente era multitudinarios, sino que, además, llevaban varios años de durísima experiencia en las terribles guerras de los dos bandos, los de Huáscar y Atahualpa. Los guerreros eran bravos, sin miedo a la muerte, y muy curtidos en las estrategias de lucha. Los españoles también, pero tenían un problema muy serio: la escasez de hombres, cuyo número resultaba ridículo en comparación con el de los enemigos. Sin embargo, contaban con otras bazas: los perros de ataque, los caballos, la artillería y la técnica militar europea. ¿Algo más? Pues sí, lo más importante: la fe en los milagros y, sobre todo, la astucia. Una astucia asimilada con el ejemplo de otras conquistas de las Indias, especialmente la de México. Había que descabezar el ejército inca apresando a su emperador. Objetivo sumamente difícil, pero el único capaz de derrumbar a las tropas indígenas.


jueves, 28 de septiembre de 2017

(Día 498) Mientras los españoles avanzan, Atahualpa y Huáscar están en la fase final de su guerra. El enfrentamiento estaba muy equilibrado. Atahualpa es apresado, pero se fuga.

     (88) En este punto, Cieza, acertadamente, deja a los españoles con sus cuitas, sueños e insensato avanzar  hacia la boca del león, para explicarnos someramente las zozobras que tenían en ese mismo momento los propios incas con su guerra civil, en la que las reglas del juego fueron mucho más crueles que las del mundo cristiano. Pero habrá que hacer un poco de historia anterior para entender cómo evolucionó el conflicto desde el principio. Empezaré haciendo un resumen de lo que escribe el historiador ecuatoriano Jorge Salvador Lara. Después recogeré en pocas palabras la versión de Cieza.
     Al quedar dividido el imperio inca por el fallecimiento del gran Huayna Cápac, a Atahualpa le correspondió Quito, siendo bien aceptado por el cacique tributario de la zona, pero el sucesor de este, Ullco-Colla, era secretamente partidario de Huáscar, quien dominaba en el Cuzco y aprovechó esta alianza para socavar el poder de su hermanastro enviándole tropas de protección al cacique rebelde. Fue el inicio del conflicto entre los dos. Atahualpa consultó la situación con sus tres mejores generales (que siguieron creando problemas a los españoles después de ser apresado su emperador): Quizquiz, Caracuchima y Rumiñahui. La respuesta la dio en nombre de todos Caracuchima, y lo hizo delante de las tropas, arengándolas para que se dispusieran a combatir con valor porque “los cobardes en su  mismo escondrijo hallan la muerte, y el que es valeroso, haciéndole frente, la espanta”.
     El que inició el ataque fue Huáscar, con tropas de su general Atoco y del cacique quiteño Ullco-Colla. Atahualpa reaccionó con rapidez, pero su ejército fue derrotado. Reorganizó a sus hombres, impidiendo la desbandada, logró frenar a Atoco, se reunió en Ambato con Caracuchima, y poniéndose al frente de sus guerreros, se lanzó furioso contra el enemigo. Tras un día entero de lucha feroz, consiguió la victoria. El  número de los muertos fue enorme. Apresó a Atoco y a Ullco-Colla, ejecutándolos en Quito. O sea que, de momento, empate.
     La verdadera intención de Atahualpa era, simplemente, gobernar lo que le correspondía por herencia, y trató de negociar la paz con Huáscar, pero le negaron toda posibilidad: los cuzqueños querían aniquilarlo. Con gran rapidez, puso en marcha su ejército y se enfrentó a las tropas enemigas junto al río Tomebamba. Hubo un terrible combate que duró dos días y terminó con su derrota, dándose la triste circunstancia de que el mismo Atahualpa cayó preso (probablemente porque luchaba con gran valor al lado de sus hombres). A pesar de  que los vencidos tuvieron muchas menos bajas que sus contrarios, quedaron completamente desmoralizados por la ausencia de su líder. Tampoco el ejército de Huáscar, terriblemente mermado, pudo sacar ventaja de la victoria con rapidez.
     En una peripecia novelesca, una muchacha india pudo visitar a Atahualpa en su prisión, entregándole una barra de metal con la que el gran cacique, horadando la pared, logró escapar. La euforia de sus tropas fue enorme, aumentada, además, porque se inventó el fabuloso cuento de que el dios Sol lo había convertido en serpiente y pudo huir por un agujero. Todos sus guerreros quedaron convencidos de que la gran divinidad estaba de su parte, y no pensaron en otra cosa sino en organizarse para darles el golpe definitivo a sus enemigos.


     (Imagen) La carga de los poderosos suele ser muy pesada y estar sazonada con grandes dramas. Que se lo digan si no a Shakespeare. Y más todavía cuando ocurre en imperios de culturas poco dadas a las maneras suaves. Huayna Cápac fue uno de los más grandes emperadores incas. Expandió su dominio conquistando Quito. En el Cuzco, centro del imperio, nació su hijo Huáscar, pero le gustó tanto el nuevo territorio que trasladó allá su sede, donde tuvo a su hijo Atahualpa de una princesa quiteña. Cuando murió, en 1525, Huáscar fue proclamado señor de todo el imperio con el apoyo de la nobleza y contrariando la voluntad de su padre, que había reservado la zona de Quito para Atahualpa, quien no renunció a su derecho,  e incluso, estallada la guerra, decidió apoderarse de todo. Nunca pudieron imaginar que habría otro fatal protagonista: Atahualpa derrotó a Huáscar, Pizarro, a los pocos días, a Atahualpa, quien, preso, ordenó primeramente la muerte de Huáscar (cumpliéndose la orden), pero poco después fue ejecutado por los españoles. Va de curiosas y terribles carambolas.


miércoles, 27 de septiembre de 2017

(Día 497) Fundaron San Miguel, la primera población española de Perú. Quedaron allí los más debilitados. El resto, unos 170, siguieron adelante: solos contra el mundo.

     (87) Fue, para variar, una inyección de optimismo. Estaban a punto de encontrar lo que buscaban, aunque poco sabían de su enorme importancia ni de que se iban a enfrentar a una apuesta en la que las probabilidades de ganar casi se reducían a cero. Vivían el día a día y empujados por la determinación. Estaban disfrutando, cosa rara, de un situación favorable; uno de esos momentos en que podían transformarse de guerreros en fundadores, porque, si conquistaban, era no solo por ansias de honor y de riqueza, sino también para establecerse y crear una red administrativa que ensanchara el dominio español, sin olvidar que tenían un sincero deseo de cristianizar a los nativos. Tampoco se puede olvidar que, a pesar de sus abusos sobre los indios, les daban automáticamente el rango de súbditos del emperador (con los mismos derechos y obligaciones legales que cualquier castellano) si aceptaban un acuerdo de paz: “Pizarro, como vio que ya se comenzaba a dar en la buena tierra, determinó dejar asentada alguna población de cristianos, y como se hubiese andado hasta el valle de Tangarará, fundó en él la ciudad de San Miguel. Quedaron allí por vecinos los españoles que estaban más flacos y los oficiales del rey; por teniente del gobernador quedó el contador Navarro”. Se ve que los oficiales del rey en raras ocasiones luchaban, aunque no sería muy tranquilizador quedarse allí perdidos hasta que la tropa volviera (si había suerte). Cieza no lo comenta, pero toda la ceremonia religiosa estuvo a cargo del dominico fray Vicente de Valverde. También estaba allí el cronista Juan Ruiz de Arce, y, con su afición a observar las costumbres de los indios, nos aporta un comentario que resulta importante para comprobar que el pueblo inca no tenía entonces las crueles costumbres de los aztecas mexicanos: “Solían estos indios de Tangarará, en tiempo antiguo, hacer sacrificios de personas, pero, viniendo conquistando aquella tierra Huayna Cápac, después que los conquistó les mandó que no sacrificasen a más personas, que si quisiesen sacrificar a sus ídolos, que sacrificasen ovejas (llamas), y así las sacrificaban”. También hay un comentario interesante del cronista Pedro Pizarro: “El Marqués don Francisco Pizarro fundó la población de San Miguel haciendo los repartimientos, habiendo grandes discusiones sobre a quién correspondería Tumbes: cupo al capitán Soto porque todavía estaban incrédulos de lo que más adelante había, y así se volvió Francisco de Ysasaga a Santo Domingo prometiendo su caballo  a quien le alcanzase la licencia, y la tuvo”. Tiene varios matices el párrafo. La gente no confiaba en la riqueza del Perú, y valoraban solo lo ya conseguido; lo más codiciado era Tumbes, y se lo asignaron a Soto para suavizar el escozor de haberle birlado la capitanía general; muy harto tenía que estar Ysasaga para dar algo tan valioso como un caballo a cambio del permiso de vuelta a casa. Por su parte, Cieza, remata lo que venía contándonos con una frase que, bien considerada, pone los pelos de punta: “Con el resto de la gente, que serían ciento setenta españoles, Pizarro determinó pasar adelante”. Solos contra el mundo.


     (Imagen) Normalmente las expediciones de Indias no se limitaban a explorar, sino que era también un objetivo prioritario fundar poblaciones. Se hacía de forma protocolaria, con un trazado cuadriculado, levantando una iglesia y otros edificios públicos, sin que faltara la horca. A veces eran casi un símbolo porque empezaban con muy pocos vecinos. Pizarro, por las dificultades especiales de su campaña, tardó más de lo normal en establecer una población. Pero llegó el momento, y así nació el 15 de agosto de 1532 San Miguel de Piura, la primera entidad española del Perú. Eso le obligó a disminuir su tropa dejando en el lugar a varios de sus soldados con otra gente civil, como los funcionarios del rey. Dice el cronista Xerez: “Repartió Pizarro entre las personas que se avecindaron tierras y solares, porque como los españoles tengan a los indios en administración, son bien tratados y los adoctrinan en nuestra fe”. Fue plantar una pequeña semilla, pero se ha convertido en la actual Piura. No importaba que Pizarro fuera analfabeto: sabía dirigir a los hombres y rodearse de un equipo muy variado. De esa manera pudo ser gran capitán, gran administrador y gran gobernador de ese Perú que entonces se llamaba oficialmente Nueva Castilla.

martes, 26 de septiembre de 2017

(Día 496) El irascible Hernando Pizarro patea a un espía de Atahualpa. El temor a los españoles se iba extendiendo. Las noticias de las riquezas del Cuzco animan a la tropa. Soto y Belalcázar abortan un ataque de los indios.

     (86) Se había quedado al mando en Poechos Hernando Pizarro, “como capitán general que era” dice el cronista Pedro Pizarro con su costumbre de dejar en segundo plano a Almagro. Y nos cuenta un incidente: “Aconteció que Atahualpa, teniendo noticia de los españoles, envió a Poechos a un orejón para que disimulando viese a los cristianos y conociese qué gente era. Llegado el indio, los caciques se alborotaron y dejaban de servir como solían a Hernando Pizarro. El orejón, tomando (disfrazado con) el traje de los indios tallanos y un cesto de guabas, fue a llevarle aquel presente a Hernando Pizarro, fingiendo que iba a disculpar al cacique de Poechos por no haberle servido. Llegado que fue, Hernando Pizarro se levantó my airado, lo derribó en el suelo y le dio muchas coces. El indio se tapó para no ser conocido”. No deja de ser un detalle más del ‘estilo’ de Hernando Pizarro. En ocasión posterior, el mismo indio le aclaró el incidente a Francisco Pizarro.
     Cieza habla de que cada vez tenían más noticias esperanzadoras del Cuzco y otras poblaciones incas y del temor que dejaban los españoles a su paso: “Se decía que en el Cuzco, Bilcas y Pachacama había grandes edificios de los reyes, muchos de los cuales estaban chapados con oro y plata. Pizarro le hablaba de esto a los suyos para que se esforzasen; llegaron a Solana y decidieron quedarse unos días. Los naturales habían tenido noticia de lo mal que les iba a los que querían oponerse a los cristianos. Temiendo los caballos y el cortar de sus espadas, determinaron que sería más seguro tomarlos por amigos, aunque fuese con fingimiento. Pizarro trató honradamente a sus caciques. Ordenó, so pena de castigo, que ninguno de los españoles fuese osado de hacer molestia a los que, saliendo de paz, hiciesen con ellos alianza”.    
     Pizarro mandó que Soto y Benalcázar fueran con sus hombres a descubrir en la sierra, porque “los indios afirmaban que la grandeza de los pueblos estaba allí”. Llegaron a un lugar llamado Caxas: “Vieron grandes edificios y muchas manadas de ganado, hallando tejuelos de oro fino (láminas pequeñas), que fue con lo que más se holgaron; había tanto mantenimiento que se asombraron. Decían los indios que los cristianos estaban locos, pues habían oído que eran crueles, soberbios, lujuriosos y haraganes. Y platicaron entre ellos de los matar, y así salieron contra Soto. Los que estaban con él vinieron a las manos con los indios, de los cuales mataron muchos. Hirieron a un cristiano llamado Ximénez; el que lo hizo, pagolo, porque con golpes de espada le hicieron pedazos. Los indios, espantados, se mostraron tan tímidos que, faltándoles el brío con que entraron en la batalla y volviendo las espaldas, comenzaron a huir; algunos fueron presos. Y Soto, con los cristianos, después de haber robado todo lo que pudieron (Cieza no anda con eufemismos), dieron la vuelta adonde habían dejado a Pizarro, que ya había mandado a por los españoles que habían quedado en Tumbes. Vio Soto el camino real que llamaban de Huayna Cápac, que atraviesa toda la tierra, de lo que se asombró contemplando el modo con que iba hecho. Dieron cuenta al gobernador de lo que habían visto, y los indios presos contaron mucho de la guerra que había entre Huáscar y Atahualpa; decían que este iba caminando hacia Cajamarca. Con estas noticias y con lo que habían visto, los nuestros estaban bien alegres y creían que había más de lo que los indios decían”.


     (Imagen)  Así como los viajes anteriores de Pizarro fueron de tanteos y sufrimientos continuos (exceptuando parte del segundo, que casi parecía una turné turística), sin olvidar la peripecia del que hizo a  España para ‘seducir’ al rey, el tercero, el que estamos viendo, va a ser con diferencia el más difícil. Se van dando cuenta de la inmensidad del imperio inca, de lo avanzado de su cultura y de su fuerza militar, plenamente conscientes de su propia pequeñez y aferrándose ciegamente a su fe en Dios. Esa minúscula tropa no dará un paso atrás, ni siquiera ante la vista del terrorífico ejercito de Atahualpa, y llegará, después de vencerlo, ¡hasta el Cuzco! La isla Puná y Tumbes fueron un infierno. Ahora están en la zona de Piura, donde van a fundar la primera población española en territorio incaico. Tienen pistas imprecisas sobre Atahualpa, pero pronto sabrán que el destino los va a juntar en Cajamarca. Y allá, durante unas pocas horas, el mundo se parará.


lunes, 25 de septiembre de 2017

(Día 495) La moral de la tropa decrece y Pizarro da licencia a algunos remolones para que se marchen. Pizarro envía a Soto a conseguir información sobre Atahualpa. Durísimo castigo de Pizarro a unos caciques que planeaban matar a unos españoles solitarios.

     (85) Bye, bye, Tumbes y la decepcionante experiencia. Habían permanecido en el poblado cuatro meses y, como suele ocurrir, los sinsabores fueron minando la moral: “Muchos españoles murmuraban de la tierra por la poca confianza que tenían de lo de delante; hubo algunos que pidieron licencia para volver a Nicaragua o a Panamá. También dos frailes de San Francisco, como no viesen cercanas las tierras de Perú, pidieron licencia para volverse a Nicaragua (y Cieza les ‘sacude’), de que tienen bien que dar a Dios cuenta, pues si quisieran predicar y convertir, había la necesidad que el lector puede ver. Y Pizarro diósela a todos (no quería a remolones)”.
      Llegaron hasta un lugar llamado Poechos. Pizarro tenía mucho interés en fundar una población (la primera del Perú) y, en  cuanto empezó a ver tierras propicias, le mandó a su hermano Hernando Pizarro que volviera a Tumbes para traer a los españoles que se habían quedado allí. Tardó 30 días en regresar, llegando algunos por tierra y otros por mar. El cronista Xerez hace un comentario que nos muestra a Almagro obsesionado con la estafa que le habían hecho los Pizarro: “Estos navíos eran venidos de Panamá con mercadurías pero sin gente, porque el capitán Diego de Almagro se quedó allá haciendo una armada para venir con propósito de poblar para sí (fue un arrebato pasajero)”. Habla después de algo que, extrañamente, Cieza pasa por alto: “Pizarro partió luego de Poechos río abajo. Llegado donde un cacique llamado Chira, halló ciertos cristianos que ya habían desembarcado, los cuales se le quejaron de que el cacique les había hecho mal tratamiento. El Gobernador se informó de los indios naturales, y halló que el cacique y sus principales tenían concertado matarlos. Pizarro los prendió y confesaron su delito. Luego mandó hacer justicia, quemándolos a todos menos a Chira porque pareció no tener tanta culpa y porque estas poblaciones, sin cabeza, se perderían. De manera que la junta urdida para venir contra los españoles se deshizo, y de allí adelante todos sirvieron mejor”. La versión de Pedro Pizarro completa detalles importantes. Primero vuelve a ‘machacar’ en las sospechas sobre la fidelidad de Hernando de Soto: “En Poechos, Pizarro tuvo noticia de que Atahualpa iba a Cajamarca haciendo la guerra a su hermano Huáscar, y envió a Hernando de Soto con algunos soldados para que se enterasen de quién era Atahualpa. Ido Hernando de Soto, tardó más tiempo del que le fue dado, lo cual dio sospecha en el real de que hubiese hecho lo que  en Tumbes pretendió (o sea: presunción de culpabilidad)”. En ese mismo momento llegó Hernando, el hermano de Pizarro, y poco después volvió Hernando de Soto con su encargo bien cumplido: “Trajo noticia de Atahualpa, con lo cual recibió la gente algún consuelo, aunque no faltaba miedo por los muchos guerreros que tenía”.
     A continuación, el cronista Pedro Pizarro completa lo ocurrido en el poblado del cacique Chira: “Sucedió que a ciertos españoles que estaban en La Chira, los indios de aquella provincia acordaron matarlos, lo cual se descubrió por una india que Palomino tenía, y mandaron mensaje a Pizarro para que les enviase socorro”. Pizarro corrió en su ayuda, fue a La Chira, interrogó a los caciques y  comprobó que era cierto su plan para matarlos: “Por todo ello, condenó a muerte a trece caciques y, dándoles garrote, los quemaron”.


     (Imagen) A pesar de su dureza, los líderes españoles evitaban hacer algo que la tropa considerara excesivamente cruel. Había un código moral no escrito. Ni Pizarro ni Cortés mataban por placer, sino como medio necesario para sus objetivos. Solían ser bastante comedidos con los derrotados, sin ensañarse. Pero, por ejemplo, no perdonaban la muerte de un español que estuviera de paso, masacrado fuera de la batalla, para que sirviera de escarmiento y mayor seguridad en sus andanzas por tierras tan hostiles. Así, por ejemplo, muchos mexicanos nunca le perdonarán a Cortés lo que hizo en Cholula. Pero él vio claramente que los cholultecas, unidos a numerosas tropas de Moctezuma, los iban a aniquilar, y, con la ayuda de los tlaxcaltecas, atacó como un rayo: fue una tremenda carnicería, y hasta tuvo que frenar a los tlaxcaltecas para que dejaran de matar a sus odiados enemigos de Cholula.


sábado, 23 de septiembre de 2017

(Día 494) Había dos Juan de la Torre, el bueno y el cizañero. Fue este quien difamó a Soto. Pequeña reseña de las personalidades, tan diferentes, de ambos.

     (84) Me quedaría con mal cuerpo si no rompiera una lanza a favor de Hernando de Soto. El ‘chivatazo’ que le dieron a Pizarro de que se le quería ‘alzar’ tuvo que ser un infundio. Soto fue uno de los mejores capitanes de las Indias y pieza clave ejerciendo su puesto de mando en la gran hazaña de derrotar a Atahualpa, cumpliendo como el mejor en todo momento a pesar de  que Pizarro, contra lo prometido, lo dejara en un nivel inferior al de su hermano, el soberbio Hernando Pizarro. Hasta el mismo cronista Pedro Pizarro, que siempre barre en beneficio de sus parientes y que ‘alegremente’ nos acaba dar como cosa cierta el intento de rebeldía de Soto, lo define en su crónica con cualidades muy positivas: “Hombre pequeño, diestro en la guerra de los indios, valiente y afable con los soldados”. No hay más que recordar la terrible etapa final de su vida, cuando andaba por las orillas del Misisipi, para saber que sus hombres lo adoraban.
     Pero había un dato desconcertante. Quien le habló mal de Soto a Pizarro fue Juan de la Torre, nombre que parecía corresponder a uno de los mejores y más fiables compañeros de Pizarro, y nada menos que de la heroica ‘cofradía’ de los trece de la fama que quisieron quedarse con el gran capitán para vencer o morir con él.
     Por pura casualidad, he encontrado un curioso trabajo firmado por el investigador peruano J. A. Lavalle que lo aclara todo. Acompañaban a Pizarro dos Juan de la Torre, el bueno buenísimo y el ‘atravesao’, que fue quien ‘malmetió’.
     Ya puestos, tendrá su interés conocer algo más de las biografías de los dos soldados, puesto que, miserias aparte, tanto el uno como el otro formaron parte de la gloriosa tropa de aquellos héroes que sufrían lo indecible y llevaban siempre pegada al cuerpo la sombra de la muerte.
     El Juan de la Torre incondicional compañero de Pizarro, en las buenas y en las malas (¿qué cosa peor que quedarse a sufrir con él y otros doce en la espantosa isla la Gorgona?) había nacido en Villagarcía de la Torre (badajoz) en 1479 (edad parecida a la de Pizarro) y murió en Perú en 1580 (¡con 101 años!). En tan larga vida, le pasó de todo. Fue, sin duda, hombre cordial puesto que sufrió lo suyo por las desavenencias entre Pizarro y Almagro, ya que apreciaba a los dos. Como casi todos los que participaron en la conquista de Perú, había tenido previamente una larga experiencia militar bajo las órdenes del duro Pedrarias Dávila. Lástima que no le diera por escribir sus memorias, ya que participó, de principio a fin, en toda la ajetreada aventura de Perú, con vivencias tan trágicas como la de luchar en el bando de los fieles a la Corona mientras un hijo suyo lo hacía al lado del rebelde Gonzalo Pizarro, los cuales, tras su derrota, fueron decapitados juntos. En cualquier caso, Juan de la Torre fue uno de los pocos afortunados que sobrevivió a la conquista con dinero y prestigio, y quizá el único tan longevo.
     Del ‘otro’ Juan de la Torre (nacido en Madrid), el difamador de Soto, hay pocas referencias históricas, pero son suficientes para dejar al descubierto su pésima catadura moral. Los cronistas Cieza y Herrera lo sitúan como manipulador de turbios asuntos. En 1544, en plena guerra civil, el virrey Blasco Núñez de Vela le ordenó a Juan de la Torre ir con Vela Núñez (hermano del virrey) a cerrarle el paso al rebelde Gonzalo Pizarro. Pues bien: primero intentó asesinarlo, y después se lo entregó a Gonzalo, quien lo decapitó (como hizo después con el propio virrey). También delató en Quito a Pedro de Tapia para apoderarse de su hermosa mujer. Más habría que contar, pero lo remataremos con algo de un gusto muy ‘refinado’: se paseaba por las calles de Lima llevando en la gorra a guisa de plumaje barbas arrancadas al cadáver del virrey Núñez de Vela. Así, pues: visto para sentencia.


     (Imagen) De no ser por la prudencia de Pizarro, una falsa denuncia de rebeldía le habría costado la cabeza a Hernando de Soto. Veamos un caso típico: el de Cristóbal de Olid, nacido en la bella Baeza (Jaén) hacia 1488. Fue, junto a Pedro de Alvarado y Gonzalo Sandoval, el mejor capitán de Cortés. Lamentando su suerte, dijo de él Bernal Díaz del Castillo, compañero suyo: “Si como era esforzado, tuviera consejo, fuera muy más temido”. Le faltó sentido de la medida y cayó en la tentación de saltarse la autoridad de Cortés. Su historial militar fue impresionante. Durante toda la campaña de México tuvo la alta graduación de maestre de campo. Cortés lo envió a Honduras para rechazar a un competidor. Lo derrotó, pero, ante la lejanía del ‘jefe’, no pudo resistir la tentación de convertirse en amo y señor de aquella tierra. Sospechándolo Cortés, envió a un capitán para  someterlo. Olid lo apresó, y volvió a cometer un error: por exceso de confianza, el capitán lo apuñaló gravemente. Tras huir al bosque, fue capturado y ahorcado por traidor.

viernes, 22 de septiembre de 2017

(Día 493) Pizarro sale de Tumbes dejando allá a los enfermos, y tiene la generosidad de permitir que se queden también cuatro españoles que se lo ruegan. El cronista Pedro Pizarro hace un comentario crítico sobre Almagro y otro sobre Soto.

     (83) Pizarro se dispuso a partir: “Tomó consejo con Hernando Pizarro, Hernando de Soto, Cristóbal de Mena y otros principales (nos deja clara la jerarquía) que sería bien, puesto que los de Tumbes se les mostraban amigos, dejar allí a los cristianos enfermos, para salir a la sierra con menos dificultades, lo cual aprobaron todos. Quedaron en Tumbes veinticinco españoles, y entre ellos los oficiales reales y Francisco Martín de Alcántara (hermanastro de Pizarro por parte de madre). Por capitán y justicia nombró Pizarro al contador Antonio Navarro. Otros cuatro españoles pidieron licencia para permanecer allí. Diósela libremente diciendo que no había de llevar ninguno contra su voluntad ni dejar de pasar adelante aunque se viesen solos sus hermanos y él. El orejón que envió Atahualpa de Cajamarca  adonde los cristianos, sin que pensasen sino que era uno de los indios que andaban sirviéndoles, contó cuántos eran los españoles y los caballos, dándole aviso de lo que vio y de que, juntándose muchos, les sería fácil matarlos a todos, pues eran tan pocos”. 
     Recojo ahora otros dos ‘latigazos’ que suelta el cronista Pedro Pizarro hablando de la estancia en Tumbes, se diría que como relaciones públicas al servicio de la memoria histórica del gran Pizarro, uno contra el futuro prestigio de Almagro, y el otro contra el de Hernando de Soto. El primero (quizá bastante ajustado a la verdad): “El Marqués don Francisco Pizarro mandó poner una cruz donde vivían indios amigos para que nadie tocase allí, porque en el pueblo que venía de paz ningún español era osado de entrar en casa de indio a tomarles nada, so pena de destierro o ejecución. Y esto se guardó hasta que don Pedro de Alvarado pasó a estas partes; la gente que trajo venía malvezada de Guatemala, y ellos fueron los inventores de ranchear (saquear) cuando Almagro los llevó a Chile, como adelante se dirá”. El segundo (más dudoso): “Como Tumbes estaba alzado, mandó el Marqués al capitán Soto que, con sesenta de a caballo, fuese en busca de Chilimasa, el señor de Tumbes, y así lo hizo. Y andando en su busca, el capitán Soto trató un medio motín contra el Gobernador fingiendo ir a cierta provincia hacia Quito, y porque algunos no vinieron en ello y Juan de la Torre y otros se le huyeron y vinieron a dar aviso al Marqués Pizarro, se solapó fingiendo otras cosas. El Marqués lo disimuló, y de allí adelante, cuando Soto salía a alguna parte, enviaba con él a sus dos hermanos Juan Pizarro y Gonzalo Pizarro”. Por lo menos, podría haber hecho alguna mención a que Hernando de Soto estuviera ‘quemado’ por la faena que le habían hecho los Pizarro.
     Dice el cronista Francisco de Xerez que la población de Tumbes tenía un aspecto desolado debido a las bajas que sufrieron sus habitantes luchando contra los de Puná y “a una gran pestilencia que en ellos dio”. Para variar, esto no pudo estar relacionado con los virus llevados desde Europa, pero la epidemia, que, al parecer, tuvo su origen en el Cuzco, fue tan letal que acabó también con la vida de Huayna Cápac y de gran parte de sus soldados; muchas crónicas posteriores se refirieron a este desastre. 


     (Imagen) No es extraño que entre gente tan ambiciosa y competitiva como eran los capitanes de las Indias se dieran casos de rebelión para desplazar a sus superiores. Cuesta creer que Hernando de Soto intentara tal cosa. El rumor, al parecer envenenado, le llegó a Pizarro, pero no lo creyó del todo y reaccionó con prudencia; de hecho, Soto volvió de su salida de campaña con un buen botín para toda la tropa. ‘Alzarse’ suponía una sentencia de muerte y hubo casos muy sonados, como el de Francisco Hernández de Córdoba, ejecutado por Pedrarias Dávila (quien ya había decapitado a Núñez de Balboa fabricando una acusación falsa de alzamiento), y los del demente Lope de Aguirre, Gonzalo Pizarro y Jorge Robledo, todos ajusticiados, dándose también algunas paradojas: Cortés fue un ‘alzado’, se libró de la muerte por su glorioso éxito en México, y sin embargo, eliminó sin piedad por traidor a uno de sus mejores capitanes, Cristóbal de Olid. Y el triste Diego de Almagro, quien más que rebelde fue un estafado, terminará su vida sometido al ignominioso garrote vil.


jueves, 21 de septiembre de 2017

(Día 492) Los de Tumbes apresan a dos españoles y los matan con extrema crueldad. Matan a otros tres a traición. Al llegar Pizarro a Tumbes y enterarse, se enfurece y ordena un ataque masivo a los indios. Los caciques se rinden.

     (82) Sin ningún temor, Pizarro dio orden de que la tropa se embarcara para llegar a Tumbes. Iban de avanzadilla Hernando de Soto y el capitán Cristóbal de Mena (cuyo nombre va sonando y habrá que ‘retratarlo’ más adelante) en dos balsas diferentes, y, en otra, un tal Hernando con un jovenzuelo. “Llegaron los primeros este Hernando con el mozo; hallaron en la costa muchos de los de Tumbes, y con engaño los llevaron como que los querían aposentar. Los tristes fueron sin ningún recelo adonde los llevaron, y luego, con gran crueldad les fueron sacados los ojos, y estando vivos, los bárbaros les cortaban los miembros, y teniendo unas ollas puestas con gran fuego, los metieron dentro y acabaron en este tormento”. Hernando de Soto se libró por los pelos: sus remeros indios saltaron a tierra y huyeron, lo que le alertó de un posible ataque, y se refugió protegido por la oscuridad de la noche. Otros tres se salvaron de milagro: Francisco Martín de Alcántara, hermanastro de Pizarro, un tal Alonso de Mesa y el propio cronista Pedro Pizarro, que así lo cuenta: “Al partir de la isla Puná algunos de Tumbes que estaban con nosotros, se ofrecieron, con idea de traición, a llevarnos en las balsas y las metieron en unos islotes, donde bajaron los españoles a dormir, y sintiéndolos dormidos, los mataron después, lo cual les aconteció a tres españoles; y a Francisco Martín, hermano del Marqués don Francisco Pizarro, a Alonso de Mesa, vecino del Cuzco y a mí nos ocurriera lo mismo si no fuera porque Alonso de Mesa estaba muy enfermo de verrugas y no quiso salir de la balsa; como le daban grandes dolores, estaba despierto, y visto lo que los indios hacían, dio voces, a las cuales Francisco Martín y yo despertamos, atamos al principal y a otros dos indios, y así estuvimos toda la noche en vela”.
     Pizarro llegó con el grueso de la tropa el día siguiente, y, al conocer lo sucedido, se le encendió la ira por la traición y por la crueldad de aquellas muertes, mandando a sus capitanes que fueran contra los indios. Cieza vuelve a hacer una crítica a los españoles, que, como siempre, aunque humana, parece  exagerada y poco realista: “No les faltó voluntad de atacar a los tumbesinos, espantándose de que matasen a dos cristianos, y ellos no tenían en nada matar a cien mil de los indios”. Me cuesta creer que mataran ‘alegremente’. Tanto Cortés como Pizarro fueron duros, pero no más allá de lo que creyeron necesario para su objetivo de conquista. El mismo Cieza lo está probando con lo que cuenta a continuación. Los indios huyeron, se dieron cuenta de que lo tenían todo perdido con el ‘rodillo’ de la tropa española, y suplicaron paz. Pizarro podía haber optado por someterlos a sangre y fuego. Pero su sensatez era muy superior a su ansia de represalia: “Los caciques enviaron mensajeros, implorando a Pizarro su favor con grandes gemidos, prometiéndole que tendrían alianza perpetua y sin cautela con los españoles. A Pizarro pareciole que, aunque la paz de los de Tumbes fuese por no verse matar, que sería bien asentarla con ellos, pues los había menester para que les diesen guías y ayudasen a llevar el bagaje”. Pizarro accedió diciendo que lo hacía por el buen trato que les habían dado cuando anduvo por allí con ‘los 13 de la fama’, aunque advirtiéndoles que no rompiesen de nuevo la paz. Enterados de la respuesta, los caciques se atrevieron a presentarse ante Pizarro y le agradecieron su buena voluntad, con lo que se tornaron a aliar.


    (Imagen) Fueron muchas las semejanzas de la campaña de Pizarro con la de Cortés, cuya estrategia principal, el apresamiento del emperador, le copió. La diferencia más importante fue, sin duda, la participación de los indios. Pizarro iba ‘pacificando’ los poblados según avanzaba, pero nunca tuvo la ayuda de los nativos para vencer al todopoderoso Atahualpa. En ese sentido, su mérito es mucho mayor que el de Cortés. Habría que haberle visto avanzar con tan pocos hombres quitándose de la cabeza la dimensión de aquella locura y confiando en un milagro divino. Cortés fue tan afortunado, a pesar de las enormes dificultades, que llegó a tener entre los mexicanos aliados inquebrantables contra la tiranía de los aztecas. Los tlaxcaltecas, con su cacique Xicotencatl, le resultaron tan fieles que siguieron luchando a su lado después de que fuera terriblemente derrotado en Tenochtitlán. Ni siquiera él esperaba tanta lealtad. El mitificado Chilimasa fue muy poca cosa al lado de estos otros protagonistas.


miércoles, 20 de septiembre de 2017

(Día 491) Incorporado Hernando de Soto, parte Pizarro para Tumbes, con la idea equivocada de que lo van a recibir bien. Los tumbesinos deciden luchar.

     (81) No se olvide que también Pizarro respetó a Pedrarias, aunque tuvo que esquivarlo para que no le ‘robara’ la campaña de Perú. El irascible viejo sabía apreciar las cualidades de sus soldados y muy pronto le otorgó a Hernando de Soto el rango de capitán, algo muy prestigioso en el campo de batalla extendido por todo el territorio de Indias. Su compañero de armas, el cronista Pedro Pizarro, que escamoteó la ‘faena’ que los Pizarro le hicieron los Pizarro, lo describió así: “Era hombre pequeño, diestro en la guerra de los indios, valiente y afable con los soldados”. Participando en las constantes expediciones del duro gobernador Pedrarias, Hernando de Soto se enriqueció, tuvo barcos propios y siguió prosperando con el tráfico de esclavos. Ya vimos que él y sus socios Hernán Ponce de León y Francisco Compañón los tenían en sus barcos en Nicaragua cuando Nicolás de Ribera y el piloto Bartolomé Ruiz les propusieron que se unieran a la campaña de Pizarro. Todos eran viejos conocidos  de las andanzas guerreras por Centroamérica. Es evidente que cada gobernación reunió a su propia gente para seguir con la expansión de los descubrimientos por las zonas que le correspondían administrar. México se conquistó con hombres de Santo Domingo o Cuba, principalmente bajo la jurisdicción del notable gobernador Diego Velázquez de Cuéllar; Pizarro reclutó, en su mayoría, conquistadores de la gobernación de Pedrarias Dávila, todos viejos amigos que conocían la vida y milagros de cada uno de ellos. Hemos visto ahora a Hernando incorporándose a la tropa de Pizarro, y chasqueado por faltarle a la promesa de hacerlo general. Iremos anotando sus brillantes pasos en Perú, que abandonó tras la muerte de Atahualpa, volviendo rico a España. Consiguió, como hemos visto, una licencia para explorar en Florida. Descubrió el gran río Mississippi y, en sus orillas, la muerte (año 1541) le impidió triunfar a lo grande. Pero eso fue otra (impresionante) historia.
     Cieza nos está esperando para seguir llevándonos de la manita por las maravillas y los horrores de la aventura peruana: “Como Hernando de Soto llegase con la gente dicha, Pizarro determinó salir de la isla Puná, pues tanta rebeldía había en sus naturales, e ir a Tumbes, tierra de sus amigos, adonde creyó que serían bien hospedados y proveídos”. Con ese ‘creyó’, ya nos está anunciado Cieza una ‘tormenta’. Los de Tumbes entraron en un mar de dudas y la tormenta estalló. Lo explica maravillosamente, pero habrá que limitarse a entresacar algunos párrafos: “Habían los principales de Tumbes andado con los españoles en la Puná, donde Pizarro les había entregado más de trescientas personas que los de la isla tenían cautivas y consentido el daño que allí hicieron, que fue mucho, sin les estorbar, creyendo que en ellos tendría amigos fieles para lo de adelante, pero los de Tumbes temieron el hospedaje de tal gente. Unas veces les parecía bien llevar adelante la amistad trabada, sin mezcla de engaño, pero algunos decían que de los incas habían de ser muertos y castigados con grandes penas los que de ella se hubiesen mostrado favorables, y que, además, los españoles no daban amistad con igualdad, sino que habían de señorear, pues tenían en tan poco sus personas. De manera que se vinieron a conformar en procurar la muerte de los españoles”.


    (Imagen) Pizarro y sus hombres salieron de la isla Puná, en la que se habían aprovechado los tumbesinos de su fingida amistad con los españoles para sacar horrendo provecho de la dura derrota que sufrieron los isleños, sus eternos enemigos. Si algo queda claro es que el cacique tumbesino Chilimasa fue de una refinada y eficaz astucia al conseguir que Pizarro obligara a los punaes a devolverle los indios que tenían presos, e incluso a poner en sus manos a varios caciques suyos para ejecutarlos. Era mucho el odio que les tenía por una crónica enemistad y porque los punaes acababan de arrasar Tumbes. Poco se sabe de los orígenes de los tumbesinos, expertos navegantes y vasallos de los incas, cuya raza es la de los tumpis. Bastará la batalla que van a tener con los españoles para que  Chilimasa quede elevado a mito local, siendo recordado en Tumbes como uno de sus principales héroes en un original, impresionante y bello monumento del más puro estilo indígena.


martes, 19 de septiembre de 2017

(Día 490) Hernando de Soto se incorpora a las tropas de Pizarro, quien no le concede el cargo prometido; aun así, fue su mejor hombre. Con Soto llega su amante, Juana Hernández, la primera española en Perú.

     (80) Cuenta algo Cieza que le va dando más base a la sospecha de que la figura de Hernando Pizarro iba a resultar funesta para el porvenir de la campaña de Perú: “En este tiempo de lucha de los españoles con los de Puná, llegó Hernando Soto con caballos y gente de Nicaragua. Fueron bien recibidos del gobernador, pero no le dio el cargo de general (era cosa prometida), porque lo usaba Hernando Pizarro y, de quitárselo, fuera mal contento, mas nombrolo capitán. Soto encubrió lo que de ello sintió”. Una auténtica chapuza, amparada miserablemente en un hecho consumado. Lo que obliga a considerar que también lo que le habían hecho a  Almagro fueron puras ‘jugarretas’. Quizá el único punto débil de Francisco Pizarro fuera su hermano Hernando, quien, a pesar de su valía militar, va mostrándose como un tipo nada recomendable.
    También el cronista Pedro Pizarro menciona la llegada de Hernando de Soto, pero omite la ‘faena’ de su primo, aunque se fija en otro aspecto deprimente: “Llegó Hernando de Soto con los suyos, de lo cual el Marqués y los que con él estaban recibieron mucha alegría, aunque ellos ninguna por haber venido, porque, como habían dejado el paraíso de Mahoma que era Nicaragua, y hallaron la isla alzada y falta de comida, y la mayoría de la gente enferma, y no oro ni plata, todos se holgaran de volverse, si el capitán Soto, de vergüenza, no lo dejara, y los soldados por no poder (habría sido una deserción)”. El cronista Diego de Trujillo también anota la llegada de Soto, aunque con poco detalle, pero aporta un dato verdaderamente sorprendente: “Con Hernando de Soto vino la primera mujer que vino a este reino; se llamaba Juana Hernández”. No entra en detalles, pero el hecho cierto es que Juana era la amante de Soto y tuvo que echarle mucho valor para acompañarle a aquel infierno; no es extraño que fuera un caso único.
     Durante la campaña de Perú, vamos a ver el gran protagonismo de Hernando de Soto, sin duda el mejor hombre de Pizarro, aunque, al final, harto de todos los hermanos, volvió rico a España en 1535, se casó con Isabel de Bobadilla (hija del nefasto Pedrarias Dávila) y se entregó después en cuerpo y alma a una aventura que acabó con su vida en Florida. Pizarro, para suavizar el golpe de no darle lo prometido, le otorgó la categoría de tercero en el mando, un puesto por debajo de Hernando Pizarro, y le concedió importantes beneficios económicos. Las grandes cosas que hizo en Perú, ya las veremos. Pero ahora ‘toca’ hacer un pequeño inciso para trazar sus andanzas anteriores.

     Hernando de Soto nació en Jerez de los Caballeros (Badajoz) hacia el año 1500. En el mismo sitio que Vasco Núñez de Balboa. El hecho de que llegara a Indias en la armada de Pedrarias (año 1514) le permitió conocer a su paisano en Santa María la Antigua, la gloria de su gran hazaña descubriendo el Pacífico, y su trágico fin cuando Pedrarias lo decapitó. Resulta curioso que, a pesar de la mala baba de Pedrarias, Hernando se convirtió en uno de sus protegidos, permaneciendo a su servicio  durante muchos años con total fidelidad.


lunes, 18 de septiembre de 2017

(Día 489) Un supuesto mensaje de Bocanegra dice que hay grandes tesoros en Perú. Duras batallas con los indios de Puná. Los indios ni siquiera respetan el deseo de paz del cacique Tumbalá.

     (79) Pedro Pizarro cuenta también una anécdota que repiten otros cronistas: “Aquí, en esta isla, se hallaron tres indias que habían sido criadas de Morillo y Bocanegra, dos españoles que se quedaron cuando don Francisco Pizarro fue a España a pedir la gobernación. Entre la ropa de ellas se halló un papel en el que decía Bocanegra: ‘Los que a esta tierra viniéredes sabed que hay más oro en ella que hierro en Vizcaya’. Leído el papel, la más gente creyó ser echado adrede por el Marqués don Francisco Pizarro para animar a la gente, porque venían muy descontentos de no haber hallado otro Coaque (donde habían cogido un buen botín)”. Pizarro acaba de mencionar a alguien de quien todos se olvidan, Morillo, otro de los españoles ‘perdidos’, al que habrá que añadir a los que siempre se recuerdan, Molina, Ginés y Bocanegra.
     Pero, antes de que los españoles partieran dejando libre a Tumbalá, se había producido un tremendo enfrentamiento. El hecho de que Pizarro, tras derrotar a los indios de Puná, hubiera ordenado la muerte de todos los caciques apresados (menos Tumbalá), confiando, además, la ejecución a sus odiados enemigos tumbesinos, provocó una desaforada rebelión en la isla. Para sorpresa de Pizarro, nada la frenó, ni siquiera la baza de un Tumbalá preso. Sigamos a Cieza: “Los indios determinaron de morir en el campo o, con la muerte de los españoles, vengar la que dieron los de Túmbez a sus caciques. Y así salieron con súbito furor y, llegando a vista de los españoles, de los cuales se habían desmandado tres o cuatro codiciosos a buscar oro entre los muertos, los mataron cruelmente. Pizarro animó a su gente con palabras de capitán esforzado, como él fue y de ánimo grande. Los caballos fueron puestos en orden; los nuestros se mezclaron entre ellos alanceando y cortando con las espadas, tanto que el campo estaba lleno de sangre. Los indios se acuitaron, pareciéndoles que repugnaba a toda razón que tan poquitos hombres prevaleciesen contra los millares que ellos eran. No hicieron otro daño que herir a dos españoles y tres caballos”.
     Nos puede parecer un chiste lo que cuenta después Cieza, pero no se trata de una broma suya, sino una muestra fiel de las profundas creencias religiosas de aquellos españoles: “Como Pizarro viese que tantos indios habían muerto y  morirían en aquella guerra, doliéndose de la perdición de sus ánimas, pues es notorio que iban todos a parar en el infierno, con mucha tristeza que de ello sintió, dijo a Tumbalá: ‘Por qué has causado tanto mal, pues no te quise matar por la dignidad del señorío que tienes, y no ha manado de tu voluntad mandar a los tuyos que dejen las armas y querer nuestra amistad’. Y para que el daño  no fuese adelante, le pidió que mandase a los indios que dejasen sus armas y viniesen a sus casas”. Tumbalá le respondió con sus propias quejas (motivos no le faltaban), pero cedió: “Le dijo que, sin embargo, por hacerle placer, enviaría a mandar a los indios que dejasen las armas y viniesen en buena confederación y amistad. Pizarro se alegró, porque no deseaba conquistar derramando sangre”. Pero fue inútil: “Cuando los indios oyeron lo que Tumbalá mandaba, se indignaron contra él, diciendo que no tendrían paz con quien tanto mal les había hecho, de lo que Pizarro recibió enojo. Mandó a Juan Pizarro, su hermano, y a Sebastián de Benalcázar (que empieza a mostrar su creciente protagonismo) que fuesen por la isla con alguna gente que hiciesen guerra a los isleños, mas los indios se metieron por ciénagas tembladeras, donde estaban seguros de no recibir daño”. Eran indios bravos que llegaron a resistirse a Huayna Cápac y a su hijo Atahualpa, al que, cuando lo apoyaron, fue voluntariamente.


    (Imagen) Pizarro, harto de estar en Puná e impaciente por avanzar, abandonó la isla, aunque después fue totalmente sometida. Pero el año 1541 se produjo un levantamiento general de los indios, tan osado que ‘liquidaron’ a las autoridades españolas, ejecutando, entre otros, nada menos que al obispo Vicente de Valverde. La victoria, como  siempre les ocurría a los nativos, resultó fugaz: en 1542, el capitán Diego de Urbina los aplastó e hizo ahorcar a los principales caciques rebeldes. Es muy probable que uno de ellos fuera Tumbalá, porque su hijo Tomalá aparece pronto como sucesor suyo en el cacicazgo. Además, Diego de Urbina, hizo que, tras bautizarlo con el nombre de Diego Tomalá, asimilara perfectamente la cultura española. Tanto, que llegó a luchar en las guerras civiles contra el rebelde Gonzalo Pizarro, siendo premiado por el rey. La isla de Puná tuvo también que resistir muchos ataques de los piratas europeos.


sábado, 16 de septiembre de 2017

(Día 488) Ante la prueba de que los de Puná van a atacarlos, Pizarro manda apresar a Tumbalá y a los demás caciques. Respeta la vida de Tumbalá, pero pone a los otros en manos de los de Tumbes, quienes los matan cruelmente.

     (78) Francisco Pizarro fue siempre el indiscutible máximo líder  de toda la campaña de Perú, pero de vez en cuando daba la nota inoportuna Hernando, muy orgulloso de su pasado y de ser el auténtico cabeza de familia de los Pizarro. Y de estos chispazos vendrían después terribles tormentas. Queda por añadir que, como ‘los enemigos de mis amigos son mis enemigos’, me resulta tendenciosa la versión que da de este conflicto el cronista Pedro Pizarro, aunque lo vivió en directo: “Sucedió que el tesorero de Su Majestad, Riquelme, vista la tierra cuán pobre era y enferma hasta entonces, y por otras cosas que él fingió haberle movido, acordó huirse de la tierra, se concertó con un arráez (patrón de barco) de un navichuelo, y una noche se embarcó y se fue. Sabido, pues, por el Marqués, se metió en un navío y fue tras él, le alcanzó y volvió”. Pues vale: ni la más mínima alusión al encontronazo con Hernando Pizarro; solo una velada alusión a “otras cosas que él fingió…”.
     Los indios de Puná, muy irritados por la presencia de los españoles, se fueron preparando para luchar. Una vez más Pizarro recibió el aviso de un intérprete, y en esta ocasión se lo tomó en serio: “Mandó que toda la tropa estuviese apercibida para lo que viniese y que fuesen los suficientes y le trajesen preso a Tumbalá con los otros caciques que hallasen con él; y sin que se pudiesen ausentar, tomaron los que hallaron, que pasaban de dieciséis, y Tumbalá entre ellos (para llevarlo a cabo, fue necesario luchar duramente con los indios de Puná, que mataron el caballo de Hernando Pizarro y a él le travesaron una pierna; entre los caciques presos, estaban también dos hijos de Tumbalá). Pizarro les habló con enojo, pues por tantas vías habían procurado matar a él y a los suyos sin les haber tomado sus mujeres ni otra cosa que lo que les daban de su voluntad, lo cual había disimulado las veces pasadas. Y diciendo esto, mandó que Tumbalá fuese mirado con cuidado, porque por ser el principal no quería que muriese, y los demás los entregaron en manos de los de Tumbes, sus enemigos, los cuales los mataron con gran crueldad, sin haber cometido otro delito que querer defender su tierra de quien se la quería usurpar”. Es sorprendente Cieza. Tiene más razón que un santo, pero su postura es una incongruencia total con la mentalidad de su tiempo, y hasta una contradicción consigo mismo, que también fue soldado. Las Indias fueron un mundo cruel, del que eran responsables desde el rey hasta el último conquistador, con la misma crueldad (probablemente hasta menor) que cualquier otro reino de aquella época embarcado en luchas territoriales, cuya justificación nadie se planteaba, o si se hacía, era trampeando.     
     Podemos comparar lo que cuenta Cieza con la cruda versión del cronista Pedro Pizarro: “Los indios de Tumbes, sabido el apresamiento de Tumbalá y sus caciques, vinieron de paz fingida para vengarse de los de la isla de Puná, a causa de que entre ellos había habido grandes guerras y los de Puná habían destruido y quemado Tumbes, y rogaron al Marqués Don Francisco Pizarro que les diese al cacique Tumbalá y sus principales para matarlos, diciéndole que ellos serían muy amigos de los cristianos si esto se hiciese. El Marqués, por tenerlos por amigos y que estuviesen de paz cuando a Tumbes pasasen, les dio a algunos de los principales, los cuales mataron en presencia de los españoles cortándoles las cabezas por el cogote. Al cacique principal no se lo quiso dar, antes después lo soltó cuando de allí nos partimos”.


     (Imagen) El doble juego de Tumbalá, el cacique de Puná, le costó caro, pero fue, como dice el cronista Xerez, después de una sangrienta batalla: “Había muchos indios puestos a punto de guerra”. Pizarro se adelantó apresando  a Tumbalá y lanzándose al ataque: “Mataron a alguna gente y los demás indios huyeron”. Los españoles pasaron la noche de guardia: “Antes de amanecido, venía mucho número de indios con sus armas. Nos mandó Pizarro que acometiésemos con mucho ánimo, y al acometer fueron heridos muchos cristianos, pero los indios fueron desbaratados. Les hicimos guerra por la isla veinte días, quedando bien castigados”. El pánico de Tumbalá, preso, tuvo que ser enorme, pero Pizarro le perdonó la vida, librándolo del odio de los de Tumbes, a quienes, sin embargo, les entregó varios caciques de Puná y los decapitaron.


viernes, 15 de septiembre de 2017

(Día 487) Pizarro consigue, de momento, que los de Puná y Tumbes hagan las paces. Tumbalá invita a una cacería trampa a los españoles, a los que no se atreve a atacar porque estaban prevenidos. Problemas con el tesorero Alonso de Riquelme.

     (77) Juan Ruiz de Arce aporta un dato que describe con detalle la mala relación que había entre los de Puná y los de Tumbes, así como la actitud pacificadora de Pizarro: “Dos meses antes que nosotros llegásemos, Tumbalá había ido a asaltar a Tumbes, que estaba de allí a diez leguas por mar. Diose tan buena maña, que de aquella vez apresó, entre hombres, niños y mujeres, cinco mil. Estos tenían por esclavos. Después, Chilimasa, el señor de Tumbes, sabiendo que estábamos en la isla de Puná, vino secretamente y se metió en nuestro real y dio razón de quién era, de lo que nos holgamos mucho porque habíamos de ir por su tierra, aunque nos valiera más no ir (por lo que luego pasó). E otro día vino Tumbalá y los hicimos juntar para hacerlos amigos. Les rogamos a uno ya otro que la guerra fuese pasada, lo que nos haría muy gran placer, y, si no, que, al que fuese rebelde, le haríamos la guerra a fuego y sangre. Ellos lo tuvieron por bueno. Luego mandó Tumbalá a sus principales que trajesen toda la gente que tenían de Tumbes, y así se la dieron a Chilimasa, se embarcó y fue a su tierra”.
     Después hubo una serie de malentendidos y sospechas que provocó varios enfrentamientos de los de Pizarro con los de Puná, mientras los tumbesinos que allí estaban, y que aparentaban fidelidad incondicional a los españoles, se aprovechaban de las circunstancias. Tumbalá invitó a los españoles a una cacería, pero nuevamente Felipillo le dijo a Pizarro que era una celada: “El Gobernador no quiso dejar de ir ni dio por entero crédito a las palabras del intérprete, pero mandó a los españoles que fuesen apercibidos para guerra y  no para ver caza”. Los indios se dieron cuenta de la intención de los españoles y se limitaron a cazar, pero la conspiración estaba en marcha y se preparaban con otros aliados para un ataque masivo.
     Fue entonces cuando ocurrió una anécdota significativa sobre el carácter poco diplomático de Hernando Pizarro. Escribe Cieza: “Dijéronme que hubieron tales palabras el tesorero Alonso de Riquelme y Hernando Pizarro, que Riquelme, muy sentido, se embarcó en un navío diciendo que volvía a España a dar cuenta al rey de cosas que convenían; Francisco Pizarro recibió pena de ello y mandó a Juan Alonso de Badajoz que volviese hasta la punta de Santa Elena, donde le alcanzó y volvió consigo, y lo reconcilió con su hermano”. Alonso de Riquelme tuvo una larga participación en la conquista de Perú, incluso en las posteriores ‘guerras civiles’, y mucho protagonismo político. Su conflicto con Hernando Pizarro se había producido por razones administrativas enredadas con otras cuestiones personales. En todas las expediciones de Indias, además de algún religioso, iban tres funcionarios del rey para controlar aspectos legales y los bienes conseguidos: un tesorero, un veedor y un contador. Es posible que Hernando intentara esquivar la supervisión del tesorero en algún reparto de los botines, aunque Riquelme era, ya de por sí, un hombre tortuoso. Muy grave tuvo que ser la cosa para que intentara marchar a España y dar cuenta al rey de lo que estaba sucediendo.


     (Imagen) El conflicto que enfrentó a los Pizarro con el tesorero Alonso de Riquelme es un buen ejemplo de una dificultad añadida que tenían los conquistadores: la de los funcionarios reales, totalmente necesarios para el control administrativo, pero dados con frecuencia a muchos abusos de autoridad. El historiador peruano Raúl Porras consideró a Riquelme “el más aguzado cuervo de la conquista”. Llegó a Indias nombrado regidor de Tumbes e, incluso, gobernador interino en caso de fallecimiento de Pizarro y Almagro. O sea: por todo lo alto. Parece ser que hizo muchos manejos para dejar a los Pizarro desacreditados ante los soldados. Francisco Pizarro llegó a procesarle en Tumbes después de este incidente, pero, una vez más, tuvo que rebajarse a pedirle disculpas, sabiendo que le podía hacer mucho daño con tendenciosos informes dirigidos al rey.


jueves, 14 de septiembre de 2017

(Día 486) Pizarro es avisado de una ‘encerrona’ del cacique de Puná, Tumbalá, pero este consigue confiarlo y los españoles pasan a la isla. Su larga estancia en ella va creando entre los indios un clima de rebelión. Confirmación de la muerte de Alonso de Molina mientras vivía con los indios.

     (76) La situación se fue complicando gradualmente y desembocará en la primera batalla de gran calibre. Cieza dice que fueron los intérpretes indios (entre ellos estaba Felipillo) quienes avisaron de la celada y da una doble motivación: porque eran tumbesinos, enemigos de los de Puná, y porque, “siendo lenguas, jubilados (¿descansados?) y tan bien tratados, no quisieron perder tal dignidad”. Pero, cosa muy típica de la imparcialidad de Cieza, va a dudar de la veracidad de los intérpretes e, incluso, admite que fuera culpa de los españoles que comenzara la lucha. Pizarro, que ya le había dicho a Tumbalá que iría a visitarlo, tomó nota del aviso de los intérpretes: “Mandó que ningún español pasase a la isla sin su mandado. Deseaba que llegase su hermano, el capitán Hernando Pizarro, que había quedado atrás con alguna gente. Vista la flojedad de los cristianos para visitarle, Tumbalá fue a verle a Pizarro, “y, con disimulación grande, le dijo que por qué no pasaba con los cristianos como antes se había concertado. Pizarro le respondió descubriendo lo que sabía; que por qué eran tan mañosos y cautelosos queriéndoles matar sin él ni sus cristianos haberles hecho enojo ni daño; que supiesen que Dios todopoderoso estaba con ellos y los libraba de sus mentiras y traiciones.  Tumbalá le respondió que aquello era mentira y que alguno, por se congraciar con él, lo había dicho: porque él nunca tal pensó, ni acostumbró matar a sus huéspedes y amigos. Pizarro, como vio hablar al cacique tan de veras, creyó que lo que le habían dicho los intérpretes debió de ser consejo de ellos mismos, porque en verdad son muy alharaquientos (exagerados). Pizarro mandó a los suyos que pasasen yendo todos recatados (Ruiz de Arce dice que, por si acaso, Pizarro lo retuvo como rehén a Tumbalá). Los isleños los recibieron bien, teniendo, según cuentan algunos, ruin propósito contra los españoles, que estuvieron allí más de tres meses; otros salvan a los indios, porque dicen que los nuestros se hacían señores de lo que no era suyo, con otras cosas que la gente de guerra suele acometer, lo que fue causa de que del todo fuesen aborrecidos de los indios de la Puná, que quisiesen antes morir que ver lo que veían. Y también habían venido de Tumbes muchos de sus enemigos, y a su pesar estaban en su isla con el favor que tenían de los españoles. Es fama que Tumbalá y sus aliados determinaron matar con engaño a los cristianos”.
     Diego de Trujillo, que escribía muy bien pero, lamentablemente, publicó una crónica demasiado escueta, ‘sazona’ con una anécdota la llegada a la isla: “Desembarcamos en un pueblo que se dice El Tucu. Atravesamos la isla hasta un pueblo que se dice El Estero, donde hallamos una cruz alta y un crucifijo pintado en una puerta. Y luego salieron de la casa más de treinta muchachos diciendo: ‘Loado sea Jesucristo, Molina, Molina’. Y esto fue porque, cuando el primer descubrimiento, se le quedaron al Gobernador dos españoles en el puerto de Paita, Molina y Ginés, a quien mataron los indios porque miró a la mujer de un cacique. Y el Molina se vino a la isla de Puná, al cual tenían los indios por su capitán contra los chonos y los de Tumbes, y un mes antes que nosotros llegásemos, le habían muerto los chonos pescando en el mar, sintiéndolo mucho los de Puná su muerte”.


     (Imagen) Ya vimos cómo Alonso de Molina renunció a su gloria de ser uno de los trece de la fama y a la conquista de Perú, quedándose en lo que creía un paraíso. Se encontró una guerra infernal, y al parecer luchó al lado de los indios de Puná contra los de Tumbes, muriendo en combate. Eran batallas que se reproducían desde tiempos muy antiguos, las típicas de vecinos mal avenidos. Todos estaban sometidos al imperio inca y, cuando empezó la guerra fratricida entre Atahualpa y Huáscar, participaron también en bandos contrarios, aunque para los historiadores resulta confuso lo que ocurrió. Los de Puná se unieron a las fuerzas de Atahualpa, pero no debió de ser cosa fácil porque el gran rey inca, en un ataque para forzarlos a seguirle, resulto herido en una pierna. Los de Tumbes acataron como señor a Huáscar. Los cronistas mencionan con frecuencia a los dos grandes caciques que gobernaban entonces. En la ecuatoriana isla de Puná estaba Tumbalá. En Tumbes, que hoy es territorio de Perú, mandaba otro cacique que ha pasado a la historia de este país como un personaje mítico por su espíritu independiente, Chilimasa. Entre uno y otro tuvieron que maniobrar con los ojos bien abiertos Pizarro y sus hombres para no ser liquidados.


miércoles, 13 de septiembre de 2017

(Día 485) Una sed terrible hace que Pizarro esté dispuesto a darse la vuelta. Quien se sobrepone es Hernando Pizarro. Tras una exploración de Ruiz de Arce (entre otros), los de Pizarro llegan a la isla de Puná y sospechan que el cacique les prepara una trampa.

     (75) Precisamente, lo que acabo de decir ayudará a entender lo que les ocurrió a los españoles después. La isla de Puná está muy cerca de la costera población de Tumbes y sus habitantes eran enemigos entre sí en esta guerra de los incas, los de Puná  al servicio de Atahualpa, y los de Tumbes, al de Huáscar. Los españoles se estaban acercando por tierra a esa zona (los enfermos iban en las embarcaciones). Avanzaban, como siempre, pasando mucha miseria, y el cronista-testigo Trujillo nos muestra un terrible momento de desmoralización de Pizarro (caso único en él) que fue superado por el coraje de su hermano Hernando: “Caminábamos por unos secadales sin agua por la costa del mar. El Gobernador envió a Diego Maldonado a descubrir agua porque, por falta de ella, ya la gente iba para morir. Y el Gobernador estuvo determinado de se volver atrás, pero Hernando Pizarro dijo que no, aunque muriesen todos (un gran tanto a favor del bravo Hernando). Y la gente que iba delante descubrió una laguna chica de agua verde, y allí nos remediamos de agua, aunque unos puercos que Hernando Pizarro traía de Panamá la pasaron de tal arte, que era barro lo que bebíamos, si no fueron los que primero que llegamos con Diego Maldonado”.
     Sigamos con Cieza: “Pizarro venía con los suyos hasta que llegaron a la punta de Santa Elena, lugar conocido a los que hemos andado por esta tierra. A los españoles no les parecía bien lo que veían, ni creían que fuera verdad lo que Pizarro y Candía y los otros dijeron que vieron (en el viaje anterior). Esto se debe a nuestra condición tan hirviente que lo queremos ver luego, y aquellos ya lo tenían por tarde el no topar las tinajas y los cántaros (con plata y oro) que luego hubieron de ver. Pizarro los animaba, y siguieron la marcha descontentos, por lo que mandó a Diego de Agüero y a cinco o seis que fuesen la costa adelante para que viesen por dónde se podría llegar a la ensenada de Guayaquil”. Uno de los que recibió el encargo fue el peculiar Juan Ruiz de Arce. Así lo cuenta: “Llegamos a una punta, a la cual pusimos el nombre de Santa Elena. Decían los indios que llevábamos que había dos jornadas de allí a la isla de Puná (al parecer, uno de ellos era el intérprete tumbesino Felipillo).  Quedóse allí el Gobernador con toda la gente y fuimos cinco españoles a ver si era así. Llegados al puerto (frente a la isla), nos llevó el guía hasta la isla, y no entramos en ella para que no nos hiciesen los indios alguna bellaquería. Había cien indios con comida que nos estaban esperando. Luego nos despedimos y mandamos al cacique que tuviese comida para cuando viniese el Gobernador, y muchas barcas para que pasásemos aquel brazo de mar que cercaba la isla. Y al otro día volvimos todos y hallamos mucha gente de la tierra con mucha comida y muchas barcas para nos pasar (era una invitación de Tumbalá, el cacique principal de Puná), aunque tenían pensado que, después que estuviésemos en medio del brazo de mar que cercaba la isla, cortasen las sogas con que iban atadas las barcas (los troncos de las barcas), echándose ellos a nado. Y estaba allí un indio de la ciudad de Tumbes (Felipillo) y avisonos de la traición que tenían ordenada”.


     (Imagen) Van apareciendo nombres de soldados con vidas apasionantes, como Diego de Agüero. Desde la salida de España todos ellos comenzaban una aventura trepidante. Pero hoy solo nos queda espacio para hablar de Diego Maldonado. Nació hacia 1504 en Dueñas (Palencia), población cuajada de historia y muy ligada al secreto con que llevaron su amor de novios los reyes Isabel y Fernando. Maldonado estuvo con Pizarro en la victoria sobre Atahualpa y continuó siempre a su lado demostrando su valía en aspectos muy diversos. Fue también buen administrador, ostentando durante un tiempo la alcaldía de Cuzco, y sacó tanto provecho de las encomiendas recibidas como premio, que prosperó como pocos, hasta el punto de ser conocido en aquel círculo de potentados como Maldonado el Rico. En las guerras civiles se mantuvo fiel a los Pizarro, con mucho riesgo, pero no le quedó más remedio que darle la espalda al menor de los hermanos, Gonzalo, porque, de no hacerlo, también él habría perdido la cabeza.