(78) Francisco Pizarro fue siempre el
indiscutible máximo líder de toda la
campaña de Perú, pero de vez en cuando daba la nota inoportuna Hernando, muy
orgulloso de su pasado y de ser el auténtico cabeza de familia de los Pizarro.
Y de estos chispazos vendrían después terribles tormentas. Queda por añadir
que, como ‘los enemigos de mis amigos son mis enemigos’, me resulta tendenciosa
la versión que da de este conflicto el cronista Pedro Pizarro, aunque lo vivió
en directo: “Sucedió que el tesorero de Su Majestad, Riquelme, vista la tierra
cuán pobre era y enferma hasta entonces, y por otras cosas que él fingió
haberle movido, acordó huirse de la tierra, se concertó con un arráez (patrón de barco) de un navichuelo, y una
noche se embarcó y se fue. Sabido, pues, por el Marqués, se metió en un navío y
fue tras él, le alcanzó y volvió”. Pues vale: ni la más mínima alusión al encontronazo
con Hernando Pizarro; solo una velada alusión a “otras cosas que él fingió…”.
Los indios de Puná, muy irritados por la
presencia de los españoles, se fueron preparando para luchar. Una vez más
Pizarro recibió el aviso de un intérprete, y en esta ocasión se lo tomó en
serio: “Mandó que toda la tropa estuviese apercibida para lo que viniese y que
fuesen los suficientes y le trajesen preso a Tumbalá con los otros caciques que
hallasen con él; y sin que se pudiesen ausentar, tomaron los que hallaron, que
pasaban de dieciséis, y Tumbalá entre ellos (para llevarlo a cabo, fue necesario luchar duramente con los indios de
Puná, que mataron el caballo de Hernando Pizarro y a él le travesaron una
pierna; entre los caciques presos, estaban también dos hijos de Tumbalá). Pizarro
les habló con enojo, pues por tantas vías habían procurado matar a él y a los
suyos sin les haber tomado sus mujeres ni otra cosa que lo que les daban de su
voluntad, lo cual había disimulado las veces pasadas. Y diciendo esto, mandó
que Tumbalá fuese mirado con cuidado, porque por ser el principal no quería que
muriese, y los demás los entregaron en manos de los de Tumbes, sus enemigos,
los cuales los mataron con gran crueldad, sin haber cometido otro delito que
querer defender su tierra de quien se la quería usurpar”. Es sorprendente
Cieza. Tiene más razón que un santo, pero su postura es una incongruencia total
con la mentalidad de su tiempo, y hasta una contradicción consigo mismo, que
también fue soldado. Las Indias fueron un mundo cruel, del que eran
responsables desde el rey hasta el último conquistador, con la misma crueldad
(probablemente hasta menor) que cualquier otro reino de aquella época embarcado
en luchas territoriales, cuya justificación nadie se planteaba, o si se hacía,
era trampeando.
Podemos comparar lo que cuenta Cieza con
la cruda versión del cronista Pedro Pizarro: “Los indios de Tumbes, sabido el
apresamiento de Tumbalá y sus caciques, vinieron de paz fingida para vengarse
de los de la isla de Puná, a causa de que entre ellos había habido grandes
guerras y los de Puná habían destruido y quemado Tumbes, y rogaron al Marqués
Don Francisco Pizarro que les diese al cacique Tumbalá y sus principales para
matarlos, diciéndole que ellos serían muy amigos de los cristianos si esto se
hiciese. El Marqués, por tenerlos por amigos y que estuviesen de paz cuando a
Tumbes pasasen, les dio a algunos de los principales, los cuales mataron en
presencia de los españoles cortándoles las cabezas por el cogote. Al cacique
principal no se lo quiso dar, antes después lo soltó cuando de allí nos partimos”.
(Imagen) El doble juego de Tumbalá, el
cacique de Puná, le costó caro, pero fue, como dice el cronista Xerez, después
de una sangrienta batalla: “Había muchos indios puestos a punto de guerra”.
Pizarro se adelantó apresando a Tumbalá
y lanzándose al ataque: “Mataron a alguna gente y los demás indios huyeron”.
Los españoles pasaron la noche de guardia: “Antes de amanecido, venía mucho
número de indios con sus armas. Nos mandó Pizarro que acometiésemos con mucho
ánimo, y al acometer fueron heridos muchos cristianos, pero los indios fueron
desbaratados. Les hicimos guerra por la isla veinte días, quedando bien
castigados”. El pánico de Tumbalá, preso, tuvo que ser enorme, pero Pizarro le
perdonó la vida, librándolo del odio de los de Tumbes, a quienes, sin embargo,
les entregó varios caciques de Puná y los decapitaron.
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