viernes, 29 de abril de 2022

(1710) Lo uno por lo otro: el gobernador Ribera era un magnífico militar, pero demasiado autoritario. Tuvo enfrentamientos con el heroico Juan Rodolfo Lisperguer, en cuya familia hubo personas de gran valía y, otras, siniestras.

 

     (1310) La sociedad chilena no vio con buenos ojos este matrimonio del gobernador Alonso de Ribera, quizá porque se temiera que, al emparentar con una familia importante pero venida a menos, se dedicara a favorecerla: "Pero, aun sin este el motivo, y por la sola arrogancia de su carácter, el Gobernador debía verse constantemente envuelto en rencillas y dificultades que hicieron muy turbulenta y agitada su administración. Ribera, por sus antecedentes y por la vida que había llevado hasta que el Rey le confió el gobierno de Chile, era ante todo soldado, y poseía las cualidades y los defectos de la mayoría de los militares de su tiempo. Sus costumbres, como ya hemos dicho, eran ligeras. Amaba el lujo y la ostentación, tenía pasión por el juego y por las mujeres, le gustaba asistir a banquetes, y no temía comprometer la dignidad de su puesto en esta clase de diversiones. Al llegar a Chile, y al ver el estado de desmoralización en que se hallaba el ejército, y la manera cómo se hacía la guerra, el Gobernador no se privó de censurar la conducta de sus predecesores y de muchos de los militares que habían servido a sus órdenes. Postergó a algunos, y reservaba de ordinario las promociones y los puestos más delicados y honrosos, así como la concesión de encomiendas, para los hombres de su confianza, aunque fuesen nuevos en la guerra, y, por tanto, escasos de servicios y desprovistos de prestigio y de experiencia. Evitaba cuanto podía consultar a sus subalternos, no oía los consejos que se le daban, y siempre quería imponer su voluntad. Esta conducta le granjeaba  el desapego de muchos que no perdonaban ocasión de hacer llegar sus quejas ante el virrey del Perú e, incluso, ante el mismo monarca español. Uno de ellos fue Damián Jeria, hombre ligero y pretencioso sin duda, pero que durante nueve años había desempeñado el cargo de secretario de los gobernadores de Chile, y que, no pudiendo avenirse con Ribera, se había ido al Perú, desde donde no cesaba de dar informes muy desfavorables acerca de él (Jeria murió en Lima el año 1609)".

     El cronista chileno Diego Barros continúa recogiendo  de la época comentarios al difícil carácter del gobernador Alonso de Ribera: "Trataba mal de palabra a muchos soldados llamándolos poltronazos y bellacones, y daba a muchos de ellos palos con el bastón que solía traer en las manos, y asimismo, decía afrentosas palabras a los capitanes, ultrajando con ellas sus canas y grandes servicios hechos a Su Majestad durante los muchos años que sirvieron en la guerra de reino de Chile". Y añade por su cuenta: "Ribera, además, era desconfiado y paranoico, veía enemigos casi en todas partes, y con sobrada ligereza se predisponía en contra de ellos. Sospechando que esos enemigos verdaderos o ficticios pudieran hacer llegar sus quejas hasta el Rey, utilizó un recurso que la ley condenaba de la manera más expresa y terminante, pues violaba la correspondencia epistolar, detenía a los encargados de llevarla, y perseguía con verdadero encarnizamiento a los que habían escrito alguna carta en su contra. Fácil es imaginar la irritación que estos hechos debían de producir entre las personas agraviadas, y entre sus parientes y amigos".

 

     (Imagen) El heroico capitán JUAN RODOLFO LISPERGUER (a quien luego mataron los indios) pertenecía a una complicada familia de la que ya hablamos: "Inicialmente, mereció la confianza del gobernador Ribera, pero, dos años después, tuvieron un ruptura completa. Lisperguer había cometido un delito que Ribera no señala, pero que califica de 'muy digno de pena capital'. Sin duda ese delito fue algún desacato contra la persona del Gobernador, por lo que fue reducido a prisión y sometido a juicio. A principios de 1604, Lisperguer sedujo a los guardianes, y, atravesando las cordilleras acompañado de diez personas, se libró de toda persecución. Pero este capitán dejaba en Chile parientes y amigos que debían causar al Gobernador no pocas inquietudes. Alonso de Ribera se disponía a entrar en lucha contra esa familia, a la cual se imputaban horribles crímenes, pero que, contando con el poder de sus riquezas, salió vencedora. A mediados de 1604, el Gobernador había decretado la prisión de doña María y de doña Catalina de Lisperguer, hermanas del capitán fugitivo. Se contaba que intentaron envenenarlo con hierbas proporcionadas por un indio, al que luego mataron para que no quedara  testigo alguno. Se decía también que habían cometido otros crímenes y que eran hechiceras. Estas imputaciones no eran, como podría pensarse, un rumor vulgar, nacido entre las clases inferiores de la sociedad: lejos de eso, creían en ellas los hombres más valorados y respetables de la colonia. Pero esas señoras y sus parientes eran al mismo tiempo grandes devotos, concurrían regularmente a todas las fiestas de iglesia y habían hecho cuantiosos donativos a las órdenes religiosas. Al saber que el Gobernador había lanzado la orden de prisión, corrieron a refugiarse, la una al convento de San Agustín y la otra al de Santo Domingo, y hallaron en ellos una favorable acogida que aseguró su impunidad. Fue inútil que Ribera, sobreponiéndose a toda prohibición, mandase entrar en esos conventos, como también en el de la Merced, a donde se trasladó más tarde una de las hermanas Lisperguer, porque los soldados del Gobernador no pudieron descubrir su escondite. 'Los religiosos, escribía el Gobernador al Rey, las defienden y ocultan de manera que no se las puede detener, con gran escándalo de la república y de lo que corresponde al servicio de Vuestra Majestad'. Así, pues, la autoridad resultó burlada, no obstante los crímenes de que se acusaba a esas dos señoras, y del descrédito en que habían caído por sus pretendidos encantamientos". Las dos hermanas tenían un parentesco cercano con la siniestra  Catalina de los Ríos Lisperguer (La Quintrala), a quien, a pesar de su tenebrosa fama, los chilenos le han dedicado una estatua.




jueves, 28 de abril de 2022

(1709) A veces, los angustiados españoles confiaban en que los mapuches aceptarían la paz. Los gobernadores tenían que pedir permiso al Rey para casarse, pero Ribera se hartó de esperar la licencia y se casó.

 

     (1309) Por entonces, el gobernador Alonso de Ribera seguía decidido a buscar amigablemente la paz con los mapuches de todo el territorio situado al norte del río Biobío: "Llamaba a los que se habían refugiado en la zona de guerra, buscaba con toda diligencia a los que andaban ocultos en las montañas, y a todos les ofrecía protección y amparo, a condición de que viniesen a servir, como antes, a los encomenderos. Llegó a redactar unas reglas a las que los indios debían someterse para gozar del beneficio de la paz bajo el amparo de las llamadas leyes protectoras de los indígenas. Parece inexplicable que un hombre de la sagacidad del Gobernador pudiera tener fe en los convenios que se celebraran con las tribus de indios, que solían someterse y volvían a tomar las armas contra los españoles en el momento favorable. Pero también es verdad que aquellas tribus que no estaban ligadas entre sí por ningún vínculo de nacionalidad (al parecer, Barros se refiere a los que no eran mapuches), movidas por su espíritu belicoso, y por  su sed insaciable de botín, eran, mientras estaban sometidas, según hemos contado en otras ocasiones, excelentes auxiliares de los españoles, y hacían guerra implacable a las otras tribus. 'Los que me han aceptado la paz hasta ahora, escribía Ribera en abril de ese año, ayudan mucho al servicio de Vuestra Majestad, porque pelean muy bien contra los enemigos y les hacen más daño que los españoles. En adelante pienso llevarlos como soldados de Vuestra Majestad, pues, para hacer daño a los enemigos, vale cada uno más que dos españoles, porque entran por las quebradas, montes y ríos sin dudarlo, con gran agilidad, y se matan unos a otros (ambos bandos de indios) y se toman las haciendas y los hijos y mujeres con mucha crueldad'. No es extraño que Ribera, falto de tropas españolas, quisiera aprovechar los servicios de estos colaboradores".

     El Gobernador, debido a lo recientes éxitos, estaba disfrutando momentos de optimismo pensando que la paz se asentaría definitivamente en aquel territorio, protegida, además, por los dos fuertes que acababa de construir: "Ribera se dedicó entonces a reforzar allí el orden y la tranquilidad para que sus pobladores pudieran consagrarse de nuevo a los trabajos productivos. Fomentó la crianza de ganados y los cultivos, y trajo a Concepción algunos artesanos que, además de prestar sus servicios a los vecinos y encomenderos, fuesen particularmente útiles para reparar las armas y el vestuario de sus soldados. A finales del otoño de 1603 pudo creerse restablecida la paz en toda la región comprendida entre los ríos Itata y Biobío y, aunque los indios volvieron a hacer sus insurrecciones en la primavera siguiente y a causar no pocos daños, los habitantes de Concepción y de Chillán recobraron la confianza que los anteriores desastres les habían hecho perder casi por completo".

     Uno de los aspectos que las leyes controlaban era el de que, quienes ostentaban el mando supremo en las Indias, mantuvieran siempre el  nivel social más alto:  "El rey de España quería que los gobernadores y los otros altos funcionarios de sus colonias de América, viviesen separados de toda participación en los negocios particulares o de familia de sus gobernados. Se proponía hacer de ellos magistrados absolutamente extraños a todos los intereses y a todas las pasiones de las sociedades en medio de las cuales tenían que vivir, y creía que las disposiciones escritas de la ley podían producir este resultado"

 

     (Imagen) Años antes, Felipe II había dictado dos leyes con esta exigencia (resumida): "Prohibimos a todos los gobernadores y altos cargos por Nos establecidos que, durante el tiempo en que sirvieren sus oficios, se casen sin nuestra licencia". Diego Barros hace un largo comentario al respecto: "Sin embargo, la insistencia con que el Rey repitió esa misma prohibición prueba que con frecuencia fue desobedecida, salvo cuando la ley quedó burlada por especial licencia del soberano. El gobernador Alonso de Ribera, soldado de carácter impetuoso y arrebatado, no podía esperar mucho en desobedecer aquella disposición. En Santiago había conocido a la familia de uno de los más importantes encomenderos de La Imperial, privada de sus bienes por la despoblación y ruina de esa ciudad, y reducida a un estado de lastimosa pobreza, pero rodeada de cierta aureola de gloria por los servicios militares de muchos de sus integrantes. La principal de esa familia era doña Inés de Aguilera Villavicencio, la heroína legendaria de la defensa de La Imperial, viuda del capitán Pedro Fernández de Córdoba (le dediqué una imagen), madre de dos mancebos muertos a manos de los indios, hija y hermana de otros capitanes que habían corrido igual suerte. Al lado de ella vivía una hija suya, llamada Inés de Córdoba y Aguilera, dotada de una gran belleza, por la cual el gobernador Ribera sintió una gran pasión, y proyectó tomarla por esposa. Cuando, en enero de 1602, envió para España a Domingo de Erazo para pedir soldados al Rey, le encargó que solicitase permiso para contraer matrimonio con ella. Pero ese permiso, por la distancia y la dificultad de los trámites, no podía llegar a Chile antes de dos o tres años, y Ribera no quiso esperar tan largo tiempo. 'Pareciéndome, escribió él mismo, que, habiendo pasado ya tanto tiempo desde mi súplica, se habrá conseguido lo solicitado, y no ser el oficio que tengo de permanencia ni de los que Vuestra Majestad prohíbe por ley en casos semejantes, atendiendo, además, al parecer del licenciado Viscarra, teniente general de este reino, me desposé el pasado día 10 de marzo (de 1603) con doña Inés de Córdoba'. El matrimonio se celebró en Concepción, adonde se había trasladado la familia de la novia, y fue bendecido por don fray Reginaldo de Lizárraga, que acababa de llegar a Chile con el carácter de obispo de La Imperial. Deseando justificar su conducta ante el piadoso (religioso) Rey de España (Felipe III), Ribera añadía: 'El principal motivo por el que tomé esta decisión,  fue dejar hijos en servicio de Dios, para que siempre acudan al de Vuestra Majestad, y hacer uso del permiso que espero de su real mano conforme al deseo que siempre he tenido de servir a Vuestra Majestad".




miércoles, 27 de abril de 2022

(1708) En la interminable guerra contra los mapuches, había, sorprendentemente, desertores españoles que se pasaban al enemigo. El gobernador Ribera castigaba con la muerte a los que podía apresar.

 

     (1308) Pasado el invierno, y ya a mediados de octubre (plena primavera en Chile), el gobernador Alonso de Ribera dejó sus placeres en Santiago y partió con sus hombres para entregarse a las operaciones militares correspondientes: "La guerra había ya recomenzado, amenazando los indios frecuentemente el fuerte de Santa Fe, que era el más avanzado en sus tierras. Ese fuerte era uno de los más sólidos que poseían los españoles, y tenía, además, una guarnición de ciento sesenta soldados de buena calidad. Mandaba esta tropa el capitán Alonso González de Nájera (al que ya le dediqué una imagen), soldado entendido y de larga experiencia militar en las guerras de Flandes. Los indios, acudiendo en gran número a las inmediaciones, se presentaban con el propósito de caer sobre los españoles si intentaban abandonar el fuerte. Los soldados, escasos de víveres, tenían que hacer frecuentes salidas en sus embarcaciones, y, aunque sufrieron algunas pérdidas, desplegaron en todas estas ocasiones gran energía y una constancia indomable para defender el puesto. Por ser ya primavera, las hostilidades tomaron mayores proporciones. Pelantaro, el cacique de Purén, que desde tres años atrás era el jefe principal de aquella gran insurrección, y otro indio llamado Nabalburí, que había adquirido mucha fama entre los suyos, reunieron un ejército de algunos millares de hombres, y prepararon un ataque contra la fortaleza. Para asegurar mejor el éxito de esta empresa, hicieron entrar al fuerte a un indio de miserable apariencia, que fingiéndose rendido por el hambre que reinaba entre los suyos, iba a pedir un albergue y a someterse a los españoles. Ese indio debía prender fuego a los cuarteles del fuerte el día designado para el ataque, pero la vigilancia de González de Nájera desbarató sus planes. Atormentado cruelmente, el indio descubrió sus intenciones, y fue lanceado hasta darle muerte. Después de esto, los españoles se prepararon convenientemente para la defensa. El ataque tuvo lugar como estaba anunciado, y dos horas antes de amanecer del 28 de octubre (1602), cargaron súbitamente sobre las trincheras. La llegada de los mapuches fue contundente y heroica, pero los defensores de la plaza desplegaron una energía y una firmeza extraordinarias, y consiguieron rechazar al enemigo, causándole pérdidas considerables. Los españoles tuvieron treinta y nueve heridos, y también lo fueron doce indios amigos, a todos los cuales fue preciso curar con sólo agua fría, porque en el fuerte no había médicos ni medicinas. Aunque este triunfo impidió a los indios renovar el asalto, no mejoró considerablemente la condición de los sitiados. El hambre los acosaba de tal manera que tenían que comer las yerbas del campo y los cueros con que amarraban las empalizadas. En medio de estas penalidades y miserias, no faltaron soldados, de entre los mestizos que habían venido del Perú, que trataran de tomar la fuga para incorporarse en las huestes enemigas".

     El gobernador Ribera tardaría algo en llegar a esta zona, ya que se había detenido en Concepción el 3 de noviembre para ultimar detalles de su campaña: "Esperaba recibir en esos días un refuerzo de tropas que le enviaba el virrey del Perú. Se trataba solamente de ciento cuarenta soldados que mandaba don Juan de Cárdenas y Añasco, desembarcados  hacía poco en Valparaíso, y la mayor parte entraron  por fin en Concepción el 12 de diciembre. Aunque Ribera tenía muy mal concepto de los soldados que venían del Perú, se había visto obligado a pedirlos con instancia, visto que no llegaban los refuerzos que en todo momento le solicitaba al Rey de España".

 

(Imagen) La táctica del Gobernador era ir empujando a los mapuches y establecer fronteras nuevas, con el fin de tener mejor control del territorio ganado: "En cuando reunió a su gente, Alonso de Ribera salió de Concepción el 22 de diciembre con el propósito de adelantar en este verano su línea de frontera. Sostuvo un combate el 15 de enero de 1603, y, aunque personalmente  sufrió gran peligro, consiguió dispersar a los indios y llegar sin seria dificultad al fuerte de Santa Fe. Desde allí partió con cuatrocientos soldados españoles y doscientos indios amigos para la región del sur, donde hizo una guerra implacable a los mapuches matando a muchos de ellos. Durante estas correrías, consiguió, además, dar libertad a algunos españoles que los indios retenían cautivos, consideró que ese severo escarmiento aseguraría la tranquilidad de toda aquella parte del país y, sólo con esto, dio por terminada la campaña de este verano. Aunque en sus cartas al Rey se mostraba satisfecho con el resultado, Ribera debía de sentirse doblemente contrariado al ver la tenacidad indomable de los indios y la desmoralización cada día mayor de sus propios soldados. Se sabe que desde tiempo atrás servían en los ejércitos de los indios rebeldes algunos desertores de las ciudades y de los fuertes españoles, y que ellos tomaban una parte principal en la dirección de la guerra. Pero en los últimos meses, estas deserciones se habían hecho más frecuentes, y presentaban un carácter mucho más grave y alarmante. En el fuerte de Santa Fe, Alonso González de Nájera había descubierto uno de esos complots, y el Gobernador sorprendió luego otro más considerable, en el que estaba comprometido un alférez llamado Simón Quinteros y once de los soldados, casi todos ellos de los que acababan de llegar del Perú. Ribera aplicó una gran severidad para reprimir estas deserciones. Hizo ahorcar a los que pretendían promoverlas, pero los castigos no bastaban para cortar de raíz un mal que tenía su causa en la miseria general, en los sufrimientos por los que pasaban las tropas y en el desamparo que con frecuencia padecían. Las deserciones continuaron repitiéndose, y poco más tarde se fugaron nueve soldados en una lancha pretendiendo llegar al Perú, pero fueron apresados en la desembocadura del Maule, y Ribera ordenó ahorcarlos inmediatamente. Sin embargo, convencido de la ineficacia de estas ejecuciones, buscaba otros remedios, y le pidió al Rey que aumentase los fondos económicos para poder pagar a todos un sueldo conveniente, y que se le enviasen refuerzos de España, ya que los soldados que de allí venían eran mucho más útiles, más pacientes y más sufridos".




martes, 26 de abril de 2022

(1707) El gobernador Ribera vivía un infierno contra los mapuches, aunque, cuando llegaba a Santiago, se entregaba a los placeres. Pero le comunicaba al Rey su eterna queja de que hacían falta más soldados para acabar aquella maldita guerra.

 

     (1307) Producida la previsible tragedia de la ciudad de Villarrica, los brutales enfrentamientos con los mapuches siguieron con la máxima intensidad: "En esos momentos (principios de mayo de 1602), llegaba a Concepción un buque cargado de víveres enviado desde Valparaíso, y otro que traía del Perú el Situado Real (un fondo público destinado a estas ayudas) para el pago de las tropas. Consistía en una cantidad considerable de géneros para el vestuario de los soldados, y más de diecisiete mil pesos en dinero.  Aunque este socorro era bien poca cosa para las necesidades de su ejército, Ribera pudo preparar municiones, víveres y vestuario para las tropas que quedaban en Valdivia y en Osorno, pero la defensa de su línea de frontera no le permitió enviar más de veinticinco soldados. Se embarcaron en un buque pequeño, y, despreciando los peligros de hacerlo en pleno invierno, se lanzaron al mar el 14 de junio. El capitán Antonio Mejía, soldado de la confianza de Ribera, llevaba el cargo de tomar el mando de todas las tropas que había en las ciudades del sur" Era la zona más conflictiva, y resultaba heroico presentarse en ella con una ayuda de solo 25 soldados.

     Llama la atención el contraste entre el espanto que vivían las poblaciones sitiadas y el afán que tenían por tomarse un placentero respiro quienes podían hacerlo. Al menos, así lo cuenta Diego Barros: "Desligado de estos afanes, el Gobernador partía inmediatamente para Santiago. Esta ciudad, por pobre que fuera, ofrecía al Gobernador atractivos que no podía hallar en ningún otro punto de Chile, y por eso hacía de ella su residencia de invierno. En las guerras de Europa, el Gobernador había adquirido los hábitos de la mayor parte de los capitanes de su siglo. Amaba el fausto y el lujo, tenía pasión por el juego y por las mujeres, le gustaba hacer ostentación de su poder, y sólo en Santiago podía satisfacer estas inclinaciones. Por otra parte, en la capital, donde de ordinario se veía envuelto en altercados y competencias con las otras autoridades, no le faltaban ocupaciones mucho más serias, tanto para resolver algunas cuestiones de gobierno, como para procurarse los recursos con que continuar la guerra. Lógicamente, esta era por entonces la más grave preocupación del Gobernador y de todo el reino de Chile. Ribera, después de las dos campañas que acababa de hacer, comprendía perfectamente que con los escasos recursos que el Rey había puesto a su disposición era del todo imposible pacificar definitivamente este país. En sus comunicaciones al soberano, no cesaba de pedirle el envío de nuevos auxilios. En enero de 1602 había despachado a España a su secretario Domingo de Erazo con encargo de instruir al Rey de la verdadera situación de Chile, de la marcha de la guerra y de sus proyectos de repoblar las ciudades destruidas. Le decía por escrito al Rey: 'Para lograrlo, serán necesarios forzosamente otros mil hombres venidos de España, sustentándolos, junto a los que al presente hay aquí, con dos mil pagas para los unos y los otros, que es el número de gente y gasto más moderados que la pacificación de esta tierra requiere'. En todas sus cartas, el Gobernador volvía a repetir al Rey los mismos pedidos, y muchas veces en términos más premiosos todavía".

 

     (Imagen) Comenta Barros que el gobernador Alonso  de Ribera disfrutaba de la vida en Santiago cuando, en invierno, las peleas con los mapuches disminuían. Dice textualmente: "Amaba el fausto y el lujo, tenía pasión por el juego y por las mujeres". Pero que, no obstante, se ocupaba en resolver todos los problemas militares y políticos que surgían, y así se dirigía al Rey: "Para acabar esta guerra es necesario que Vuestra Majestad me envíe mil hombres, y cuanto antes vinieren, antes se le dará fin. Y que estos sean de Castilla, porque, entre los que vienen del Perú, hay muchos mestizos y gente baja acostumbrada a vicios de aquella tierra, y, viéndose apurados de alguna incomodidad, se pasan al enemigo". Creía, además, Ribera que se debería pagar no sólo a los soldados profesionales, sino también, a los civiles de Chile enrolados en el ejército, pues sus servicios militares se habían considerado siempre obligatorios y gratuitos. Y seguía insistiendo: "También será menester que Vuestra Majestad mande que se acabe de entregar la paga que se les debe a los soldados de este reino de Chile, porque hasta ahora no se ha hecho. Yo la he señalado ya para los capitanes y oficiales de este ejército. Y me parece que, si Vuestra Majestad manda señalar diez ducados para cada soldado, estará medianamente bien, porque, con esto y con pan y carne que yo les daré sin costas de vuestra Real Hacienda, tendrá Vuestra Majestad soldados que le sirvan. Porque, de otra manera, le aseguro a Vuestra Majestad que no habrá quien pueda retenerlos, porque chicos y grandes, tanto los naturales como los extranjeros, se tiran de los cabellos, y jamás ven la ocasión para irse sin que la aprovechen. Y, además, las necesidades y trabajos que sufren son tan grandes, que es obligatorio proporcionársela a los hombres honrados. Y crea Vuestra Majestad que no pido mucho, sino aquello que estrictamente me parece necesario para que, trabajando muy bien los que acá estamos, se pueda conseguir lo que en el servicio de Vuestra Majestad se pretende. Para que esta guerra tenga fin, es menester poblar de nuevo las ciudades que están despobladas, y que queden, por lo menos, cuatrocientos hombres para andar en campaña. Porque a estos indios, si no es atacándoles en su propia tierra y teniéndosela ocupada, ninguna cosa les obliga a pedir la paz, aunque les corten las comidas y les tomen los hijos y mujeres, y ellos padezcan muertes y necesidades, como se sabe por larga experiencia". Y añade Barros. "Ribera, como se ve, comprendía perfectamente las dificultades de su situación, pero se engañaba doblemente cuando creía que en breve recibiría los socorros que solicitaba, y que con ellos podría consumar la conquista definitiva del reino de Chile".




lunes, 25 de abril de 2022

(1706) Francisco Hernández Ortiz sustituyó al fallecido Francisco del Campo, y cometió el gravísimo error de no socorrer a tiempo a la ciudad de Villarrica, la cual, en 1602, fue escenario de una de las peores tragedias de Chile.

 

     (1306) La  muerte era algo muy frecuente, y había que evitar la posibilidad de que  una tropa quedara descabezada: "El capitán Francisco Hernández Ortiz llevaba orden del Gobernador de asumir el mando de aquellas provincias en caso de que hubiese muerto el coronel Francisco del Campo, de aquietar la tierra, de fundar un fuerte en Valdivia y de socorrer a Villarrica. Habría debido, sin duda, comenzar por esto último, ya que era allí donde más se necesitaba ayuda de fuera. Pero, prefiriendo reunir la gente que poco antes había salido de Osorno con el Coronel, y proponiéndose, además, recoger provisiones en Chiloé, partió apresuradamente hacia el sur, y perdió un tiempo precioso en hacer correrías entre los indios. Cuando creyó aquietados esos lugares, dio la vuelta al norte, y con acuerdo de sus capitanes, se dirigió a Valdivia, donde lo esperaba todavía uno de sus buques. El 13 de marzo de 1602 echó allí los cimientos del fuerte que se   le había mandado construir, y que, según el pensamiento del Gobernador, debía ser el principio de una nueva ciudad que se intentaba poblar. Cuatro largos meses se habían empleado en estas operaciones. Cuando a mediados de marzo partió con una parte de sus fuerzas en socorro de Villarrica, se vio obligado a sostener reñidos combates con numerosas turbas de indios que andaban exaltados y orgullosos, celebrando sus recientes triunfos. Esa ciudad, después de un sitio de tres años, y sin recibir socorro alguno de ninguna parte, acababa de desaparecer lastimosamente". Resulta chocante que un militar tan verano y prestigioso como Francisco Hernández Ortiz (ya reseñamos su extraordinaria biografía) cometiera la irresponsabilidad de ocupar su tiempo en peleas no muy urgentes, y decidiera ir a proteger en último lugar a los vecinos de Villarrica, una ciudad que llevaba ¡tres años cercada por los mapuches!

     Como era de esperar, el gobernador Alonso de Ribera, se irritó mucho por lo ocurrido: "Ribera se hallaba en Concepción cuando tuvo la primera noticia de estos desastrosos sucesos. El capitán Francisco Hernández Ortiz, al comunicarla desde Valdivia, pedía empeñosamente que se le enviasen nuevos socorros para hacer frente a los peligros que por todas partes amenazaban a aquellas apartadas poblaciones. En medio de la consternación que tales desastres debían producir, el gobernador Ribera, impetuoso y arrebatado por carácter, dispuesto siempre a condenar a los otros, atribuyó a aquel capitán la responsabilidad de la pérdida de Villarrica por la tardanza que había puesto en el desempeño de su comisión. Inmediatamente acordó quitarle el mando de las provincias australes, y someterlo a un juicio de residencia". Se diría que el historiador Diego Barros es algo contradictorio al hablar de este desastre. Primeramente ha dicho que Francisco Hernández Ortiz perdió mucho tiempo dedicándose a cosas que no eran prioritarias, y en eso basa la perdición de Villarrica. Y, sin embargo, acabamos de ver que censura al Gobernador por haber castigado a Hernández Ortiz dejándose llevar de su carácter "dispuesto siempre a condenar a los demás". Quizá Ribera empleara malas maneras, pero no cabe duda de que Francisco Hernández Ortiz cometió un gravísimo error. Por ser un hecho tan trágico, dedicaré la imagen a la acertada descripción que Diego Barros hace de la tragedia de Villarrica.

    

     (imagen) Aunque ya hice referencia a este desastre, oigamos lo que nos cuenta Diego Barros: "La defensa de Villarrica constituye el episodio más heroico y más trágico de la tremenda guerra en que estaban envueltos los españoles desde la muerte del gobernador Martín García Óñez de Loyola. La ciudad, situada a gran distancia de otras poblaciones, fue embestida por los indios desde los inicios de la rebelión. El capitán Rodrigo de Bastidas rechazó los primeros ataques y decidió resistir a todo trance. Pero la lucha se repetía sin cesar mientras los españoles estaban privados de ayudas  y de toda comunicación. A finales de 1599, después de casi un año de miserias y combates, su situación comenzaba a hacerse insostenible. Los defensores de Villarrica recibieron entonces la terrible noticia de que la ciudad de Valdivia acababa de ser tomada y destruida por los bárbaros. Los jefes de la insurrección araucana les advirtieron que, después de este último desastre, era inútil prolongar por más tiempo la resistencia de Villarrica. Bastidas, sin embargo, no hizo caso de amenazas, y persistió en su plan de defenderse hasta morir, aferrándose a la esperanza de que quizá les llegara ayuda a tiempo. La guerra se continuó en Villarrica durante dos años más, con heroica porfía y con los sacrificios y miserias más espantosas que es posible imaginar. Los españoles se alimentaban con las cosas más inmundas y llegaron a comer la carne de los indios que morían en los combates. En los primeros días de febrero de 1602 no quedaban en la ciudad más que once hombres y diez mujeres. Finalmente, el 7 de febrero los indios dieron el asalto definitivo a los últimos atrincheramientos de los españoles. El combate, empeñado en esas condiciones, no podía ser largo ni con final dudoso. Bastidas y algunos de sus compañeros sucumbieron peleando, o fueron sacrificados por los vencedores, pero otros, y sobre todo las mujeres, quedaron en cautividad, obligadas a servir a sus antiguos esclavos, y recibiendo de estos el mal tratamiento que los indios solían dar a los prisioneros. Más tarde, algunos de ellos, y otros que habían sido apresados en los combates anteriores, reconquistaron su libertad por canje o por fuga, y pudieron dar a sus compatriotas la noticia cabal de las dolorosas escenas de los últimos y tremendos días de Villarrica. Después del saqueo de los pocos edificios que todavía estaban en pie, sólo quedó un montón de ruinas calcinadas y humeantes en el sitio en que se levantaba esa ciudad". En la imagen vemos que los chilenos han rodado una serie sobre aquel trágico acontecimiento y acerca del persistente y brutal ataque de los mapuches a los españoles en general.




domingo, 24 de abril de 2022

(1705) Todas las ciudades de Chile se encontraban amenazadas, pero las del sur padecían un calvario permanente. Allí mataron los mapuches al gran héroe que estaba al frente de los soldados españoles: Francisco del Campo.

 

     (1305) Si los vecinos y vecinas de los poblados españoles tenían pánico a los ataques mapuches, qué decir de lo que sentirían las monjas: "En Osorno había habido un monasterio de religiosas clarisas, pero, quemado el convento por los indios, y no teniendo medios de subsistencia, vivían repartidas por la ciudad, y ellas, así como algunas otras mujeres, pedían ser transportadas a Santiago. El jefe de la plaza habría querido acceder a sus deseos, pero no tenía medios para hacerlo. Aunque los frailes y clérigos de Osorno solicitaban lo mismo, para librarse de las penalidades de aquella situación, Francisco del Campo se manifestó resuelto a mantenerlos en la ciudad con el propósito, sin duda, de hacerlos servir en su defensa. A principios de marzo de 1601 estuvo terminada la fragata que se construía en Chiloé (los conquistadores eran multiusos). El Coronel encargó a un cuñado suyo, el capitán Francisco de Rosa, que partiese en esa nave a llevar al gobernador de Chile informes detallados acerca de las angustias por las que pasaban las ciudades del sur. Escribió una extensa relación de lo que había pasado en esa región desde fines de 1599, de la campaña que había hecho en Chiloé para expulsar a los corsarios, de la guerra constante que estaba obligado a sostener en los alrededores de Osorno, de la escasez de víveres, de municiones y de vestuario y del peligro inminente de que toda aquel territorio cayese de nuevo en manos de los bárbaros. Pedía insistentemente que se le socorriese con toda prontitud, 'aunque sea en medio del invierno'. Como temía que en Chile no hubiese medios para auxiliarlo, solicitaba se enviara a Francisco de Rosa 'para Lima, pues lleva orden de vender la poca de hacienda que allá tenemos, para comprar un navío y venir en él con las cosas necesarias, y trayendo un buen piloto para entrar en la bahía de Carelmapu'. En los primeros días de junio llegaba a Santiago Francisco de Rosa y comunicaba al Gobernador las dolorosas noticias que llevaba de Osorno".

     No es difícil imaginar el estado de angustia intensa y permanente de los vecinos sitiados en aquella ciudad, padeciendo escasez de alimentos, el peligro constante de los mapuches y la tortura del lento paso del tiempo: "A pesar del apremio que dejaban ver esas comunicaciones de Francisco del Campo, pasaron muchos meses sin que los infelices defensores de aquella ciudad hubieran recibido el menor socorro. Su situación llegó a hacerse insostenible, sus recursos estaban agotados, y la guerra incesante de los bárbaros no les daba un momento de descanso ni les permitía procurarse su sustento. En la primavera de 1601 estaban decididos a abandonar Osorno para ir a refugiarse en Chiloé, donde se mantenía tranquila la ciudad de Castro, y donde la pesca podía suministrarles un alimento abundante. El coronel Francisco del Campo salió de la ciudad a preparar este  viaje, y a buscar los medios de transportar las familias y los objetos que pudieran salvarse de la destrucción inevitable que habían de ejecutar los indios". Si la pelea constante resultaba agotadora y muy peligrosa, trasladar a todos los vecinos en desesperada huida desde Osorno hasta Castro suponía un trabajo acelerado e intenso para poder llevar a cabo el viaje con una mínima seguridad y el mayor bagaje posible.

 

     (Imagen) El valentísimo coronel FRANCISCO DEL CAMPO, cansado de esperar a que vinieran más soldados a salvarlos del cerco que sufrían en Osorno, se dispuso a llevar a todos sus habitantes a la ciudad de Castro (liberada por él de piratas), capital del archipiélago de Chiloé, con el inevitable riesgo de que fueran acosados a lo largo del trayecto, que era de 274 kilómetros (véase la imagen). Pero nos cuenta Barros: "Una desgracia inesperada vino a frustrar este intento, y a hacer más angustiosa la situación de los españoles de Osorno. Se hallaba Francisco del Campo en la zona del fuerte de Carelmapu mientras su gente buscaba algunas piraguas con las que pasar a Chiloé. Entre los indios, se encontraba un mestizo, llamado Lorenzo Baquero, que, por haber sufrido un castigo, se había fugado de Osorno. Sediento de venganza, espiaba los movimientos del Coronel,  y, al verlo desprevenido, cayó de improviso sobre el campamento español. Francisco del Campo fue muerto en el primer choque, con el pecho atravesado por una lanzada, y, aunque Baquero fue derribado por la bala de un soldado castellano, los indios que lo acompañaban habrían cantado victoria si no hubiesen acudido las otras partidas de españoles que andaban diseminadas en los contornos. Conducidos por el capitán Jerónimo de Pedraza, atacaron a los indios y los pusieron en dispersión. El cadáver de Francisco del Campo, recogido cuidadosamente por sus soldados, fue arrojado a un río para que más tarde no pudieran profanarlo los enemigos, y para que su cabeza no fuese convertida en enseña de guerra, como acostumbraban hacerlo aquellos bárbaros. Después de este combate, los soldados de Pedraza tuvieron que sufrir todavía las obstinadas acechanzas de los indios, pero, soportando con ánimo resuelto los más increíbles trabajos, llegaron por fin a Chiloé en una tosca balsa que construyeron apresuradamente. Cuando estos desastrosos acontecimientos tenían sumidos en la más desesperante consternación a los pobladores de Osorno, llegaba a Valdivia el capitán Francisco Hernández Ortiz con los doscientos soldados que había puesto a sus órdenes el gobernador Ribera. Partido de Concepción el 9 de noviembre de 1601, Hernández Ortiz desembarcaba en Valdivia el 22 del mismo mes, e inmediatamente se ponía en marcha para Osorno. Todo ese país se hallaba en estado de guerra, pero en ninguna parte se presentó el enemigo a cerrarle el camino. En cambio, el paso de los ríos ofrecía las más serias dificultades. Los españoles las vencieron al fin, y llegaron a la ciudad de Osorno a tiempo de prestarle los más oportunos socorros".




viernes, 22 de abril de 2022

(1704) El gobernador Ribera tuvo éxito atacando a los indios de Arauco, pero, en el sur, su coronel, Francisco del Campo, mantenía una lucha desesperada contra los mapuches. Tres años antes, el exgobernador Sotomayor alababa a del Campo y a García Ramón.

 

     (1304) Todos sus capitanes estaban de acuerdo en que había que ir con urgencia a proteger la ciudad de Arauco, y el Gobernador Alonso de Ribera partió de inmediato: "Dejando bien guarnecidos los fuertes que acababa de fundar, se puso a la cabeza de la mayor parte de sus tropas, y el 8 de febrero de 1602 emprendió la marcha hacia Arauco. En la cordillera de la costa que tenía que atravesar, los indios, capitaneados por un mestizo desertor llamado Prieto, trataron resistir a los españoles, pero fueron desbaratados fácilmente, dejando numerosos muertos y prisioneros. Como de costumbre, las sementeras de los bárbaros fueron arrasadas, y, cuando algunas tribus pidieron la paz, Ribera exigió la sumisión absoluta de todas ellas. No obteniéndola en forma satisfactoria, dispuso nuevas correrías por sus campos, acompañadas como siempre de devastaciones y muertes. Los alrededores de la plaza de Arauco quedaron otra vez libres de enemigos, los cuales, habiéndose refugiado en las montañas, iban a aparecer de nuevo para continuar con el mismo tesón en aquella interminable guerra. Después Ribera pasó por los fuertes que acababa de fundar en las orillas del Biobío, donde encontró una débil resistencia de los indios. Se internó luego con una parte de sus tropas un poco más al sur, y fundó un nuevo fuerte al cual puso por nombre Santa Cruz de Ribera. Diversas incursiones, dirigidas por él mismo, o por algunos de sus capitanes, escarmentaron por el momento a los indios de esa región".

     Los buenos resultados que iban teniendo fueron alentadores, y le hicieron creer al Gobernador que la nueva táctica se confirmaba como un buen remedio para someter definitivamente a los indios. Con esa satisfacción,  le comunicó al Rey: "Este verano pasado se le ha cogido y muerto al enemigo unos trescientos guerreros. Se ha ahorcado a los que ha parecido convenientes y a los demás se los ha expulsado a las ciudades del sur y al Perú, de manera que no ha vuelto ninguno a su tierra". Además, según cuenta Barros, daba la impresión de que los mapuches estaban escarmentados: "En el otoño de 1602, la tranquilidad parecía restablecida al norte de la línea de frontera planteada por el Gobernador, de tal suerte que los españoles que poblaban Concepción y Chillán comenzaron a prepararse para trabajar de nuevo sus campos y hasta para volver a explotar los lavaderos de oro. Pero, en cambio, los sucesos ocurridos en las ciudades australes eran horriblemente desastrosos. El hambre y la guerra habían causado daños irreparables y preparaban la ruina del poder español en esa región. Desde la vuelta de su campaña a Chiloé en el invierno de 1600, el coronel Francisco del Campo había estado en Osorno en guerra constante contra los indios de la comarca. Los españoles, que estaban incomunicados con las otras ciudades, veían reducirse sus fuerzas, y lo que todavía era más alarmante, agotarse sus víveres y sus municiones. En medio del desesperante aislamiento a que estaba reducido, el Coronel recurrió a todo lo imaginable para comunicarse con Concepción. Dio libertad a algunos indios prisioneros para que llevasen sus cartas, pero, como era de suponer, fue burlado en sus esperanzas. Mandó construir una embarcación y hacerla salir al mar por el río Bueno a fin de que llegase a Concepción para pedir los socorros que necesitaba. Después de dos meses de trabajo, el barco estuvo listo, y fue tripulado por ocho hombres y un procurador de la ciudad. Esta empresa produjo sólo una nueva y más dolorosa decepción. El buquecillo naufragó lastimosamente en la barra del río con pérdida de todos sus tripulantes. Después de este fracaso, despachó a Chiloé a Juan de Arístegui para que hiciese construir una fragata, pero esta obra iba a ocupar seis largos meses, durante los cuales no habría medio de comunicarse con las otras ciudades españolas".

     (Imagen) Veamos por qué los mapuches eran una rabiosa epidemia incurable, como no la hubo en ninguna otra parte de las Indias. Diego Barros dice: "La guerra continuaba sin tregua. Los rebelados contra los españoles no eran los indígenas de esa comarca, sino los indios de Purén y de La Imperial, que iban al sur con sed de sangre y de saqueo, y obligaban a los indios del lugar a hacer una guerra implacable a los españoles. El coronel Francisco del Campo pensó aterrorizarlos con la represión, y le escribió al Gobernador: 'Estos indios de Valdivia, Villarrica y Osorno andan tan desvergonzados y libres, que todos vienen  a luchar contra nosotros, y, como la zona es muy montañosa, lo único que podemos hacer es ir a sus tierras y hacerles todo el daño posible. Como sabe Vuestra Señoría se han matado más de 1.600 indios desde que llegué a Osorno, sin que haya venido ninguno en son de paz, ni hay esperanzas de que lo hagan'. Los bárbaros mapuches ostentaban su pujanza militar no sólo con su número y su resolución, sino también con sus armas y sus caballos, así como con su organización y con la astucia que empleaban en la guerra. 'En uno de esos combates, se presentaron mil indios a caballo, con los mejores que he visto en mi vida, y muy bien armados, añade el Coronel, pues, según dice el intérprete, traían 250 cotas y 43 arcabuces, teniendo casi todos sus coseletes y celadas'. Y hablando más adelante del poder militar del enemigo, agrega: 'Los indios que vinieron eran de Angol, Guadaba, Purén, Imperial, Villarrica y Valdivia, y aseguro a Vuestra Señoría que traían mucha caballería y muy buena, pues no he visto caballos más lindos, ni más ligeros, ni de más altura, de manera que, confiados en esto, se atreven a tanto'. Los indios habían llegado, pues, a convertirse en formidables enemigos". Frente a la potencia de ataque de los mapuches, los españoles de aquella zona se encontraban en pésima situación: "Los combates, las enfermedades y las fatigas, así como la falta de los soldados que Francisco del Campo tuvo que dejar en Chiloé, habían privado a su ejército de 70 hombres, número relativamente considerable puesto que le era imposible reponerlos. Pero, al mismo tiempo que los víveres escaseaban y que los defensores de la ciudad se veían amenazados por un nuevo invierno en que los sufrimientos, la miseria y la desnudez debían ser mucho mayores todavía, el coronel Francisco del Campo estaba obligado a alimentar a muchas personas absolutamente inútiles para la guerra". Tres años antes, en 1599, el antiguo gobernador Alonso de Sotomayor  envió un informe (el de la imagen) en el que ensalzaba a FRANCISCO DEL CAMPO, y, asimismo, en la página siguiente, a ALONSO  GARCÍA RAMÓN.






jueves, 21 de abril de 2022

(1703) Vivir en la poblaciones del sur era un infierno con cerco constante. El gobernador Alonso de Ribera, con energía, hizo levas de soldados obligatorias, reforzó el ejército y cambió de estrategia.

 

     (1303) La desesperación de las cercadas ciudades del sur tenía que ser insoportable, porque, como ya sabemos, y Diego Barros nos lo recuerda, llevaban mucho tiempo sin  poderse comunicar con el resto de los españoles: "El Gobernador Ribera se ocupó, además, durante ese invierno en hacer los preparativos más inmediatos para la próxima campaña de las provincias del sur. A principios de junio recibió una comunicación, fechada en Osorno, en que el coronel Francisco del Campo daba cuenta de los sucesos ocurridos en las ciudades del sur, de los sufrimientos por los que allí pasaban los españoles y de la necesidad que había de socorrerlos. Entonces se supo por primera vez en Santiago que los corsarios holandeses habían desembarcado en Chiloé y ocupado Castro, y que, finalmente, habían sido batidos y obligados a evacuar el archipiélago, sucesos todos ocurridos hacía un año entero, pero del que no se tenía la menor noticia por el estado de incomunicación creado por la guerra. El Gobernador, resuelto a socorrer esas ciudades, se trasladó a Valparaíso, y cargando dos buques de víveres y de pertrechos, los despachó a Concepción, donde se proponía embarcar doscientos hombres para que fuesen a tomar tierra en Valdivia. Con no menor empeño había tomado las medidas convenientes para recoger la gente de guerra que andaba diseminada en Santiago y sus contornos, reuniendo armas y caballos. Parece ser que en estos preparativos el gobernador Ribera, cuyo carácter autoritario no se detenía ante ninguna consideración, exigió derramas de víveres y de dinero, quitó armas y caballos y cometió violencias que justificaba en nombre de la necesidad de servir a Dios y al Rey. Recibió, además, algunos auxilios enviados por el virrey del Perú".

     Curiosamente, en Chile no se utilizaba aún con normalidad la moneda: "El primer año del gobierno de Ribera fue una fecha importante en la historia económica de Chile. Hasta entonces, todas las transacciones comerciales se hacían por simples cambios de especies o por ventas efectuadas por medio del oro en polvo o en pequeñas barras, y más de una vez se había tratado de remediar los inconvenientes de esta práctica comercial. El padre Vascones, como apoderado de los cabildos de Chile, había llevado el encargo de pedir al Rey permiso para acuñar hasta 300.000 escudos de oro en este país, proponiendo que, para que no fuesen retenidos por los comerciantes, cada escudo de los de Chile valiese más que los de España".

     Los problemas eran continuos, y, además, de urgencia inevitable: "El 11 de octubre de 1601, cuando hubo terminado estos preparativos, el Gobernador Ribera salía de Santiago, sin esperar siquiera a las tropas que iban a llegar desde Mendoza. Aunque durante su viaje fue visitando los asentamientos y los fuertes que tenían los españoles, marchaba con tanta rapidez, que el 25 de octubre entró a Concepción. La presteza que ponía en su viaje no era un simple capricho, sino que había necesidad apremiante de que llegase al escenario de las operaciones militares. Con la vuelta de la primavera habían recomenzado las hostilidades de los indios. Acuciados, sin duda, por el hambre después de la destrucción de una gran parte de sus cosechas del año anterior, los bárbaros comenzaban a hacer sus excursiones en la banda norte del río Biobío, y hasta atacaban los fuertes que tenían los españoles en esos lugares. Ribera quería poner término a estas agresiones del enemigo y ejecutar enseguida el plan de campaña que se había propuesto".

 

     (Imagen) El Gobernador ALONSO DE RIBERA veía con claridad los defectos de las estrategias habituales contra los mapuches. Hizo modificaciones, pero con demasiado optimismo con respecto a los resultados. DIEGO BARROS nos lo explica: "Apenas llegado a Concepción, el Gobernador se ocupó en preparar el socorro para las ciudades sureñas. Formó para ello una columna de 200 soldados, bajo el mando de los capitanes Hernández Ortiz, militar experimentado, y Gaspar Doncel, soldado distinguido de Flandes, que había llegado a Chile con el Gobernador. Se embarcaron con víveres para tres meses, llevándoselos a los españoles que sostenían la guerra en aquellas apartadas ciudades. El Gobernador Ribera era un militar enérgico, que había ganado renombre en lances de guerra que podían calificarse de temerarios. Pronto comprendió en Chile que el afianzamiento de la conquista debía conseguirse con un plan diferente del que habían usado sus predecesores. Juzgó que, fundando ciudades en el corazón del territorio enemigo, se exponía a los españoles a estar constantemente cercados. Su plan consistía en construir fuertes cerca del territorio enemigo e ir adelantando gradualmente la línea fronteriza. Era el sistema más razonable, pero Ribera estaba en un lastimoso error al creer que, con los recursos que entonces tenía, sería posible llegar a la conquista y pacificación definitivas del territorio araucano. En ejecución de este plan, y a la cabeza de cerca de 300 hombres, el Gobernador salió de Concepción el 23 de diciembre de 1601 y se dirigía a las orillas del Biobío. Los indios que allí poblaban la región hasta la arruinada ciudad de Angol, denominados coyunchos por los españoles, habían estado sometidos por algún tiempo, pero después de la despoblación de Santa Cruz y de los fuertes vecinos, no habían cesado de hacer la guerra. Para imponerles respeto y cerrarles el paso del río, Ribera fundó un fuerte en cada una de sus orillas, quedó persuadido de que había logrado asegurar la tranquilidad en la banda del norte, y mandó deshacer el fuerte que en el otoño anterior había fundado en Talcahuano. Se hallaba Ribera ocupado en esos afanes cuando llegaron las tropas que venían de Mendoza, pero en vez de los 500 hombres que salieron de España, sólo habían llegado a Chile poco más de 400. Sin embargo, el ejército de Ribera se hizo mucho más poderoso que todos los que antes habían luchado en Chile. Por entonces, llegaba la noticia de que los indios habían atacado la plaza de Arauco y la tenían sitiada. Los capitanes, por unanimidad, aprobaron el sistema de guerra adoptado por Ribera, y coincidieron en que convenía ir prontamente en ayuda de la plaza de Arauco". Eran nuevas estrategias frente a los mapuches, sus eternos enemigos.




miércoles, 20 de abril de 2022

(1702) Chile tenía escasez crónica de soldados. A los que enviaba el Rey les esperaba un durísimo e interminable viaje por Buenos Aires o por Panamá. El gobernador Ribera deseaba conseguir tropas profesionales y de alistamiento permanente.

 

     (1302) A pesar de que, según les habían aconsejado, los españoles que enviaba el Rey Felipe III se dirigían al Río de la Plata para desde allí ir hacia Chile, en gran parte por tierra, se encontraron con el gran inconveniente de que ese recorrido no reunía buenas condiciones: "La ciudad de Buenos Aires había comenzado a comerciar con Brasil, pero eran tan raros los viajes, que ni siquiera se conocía bien la posición de los grandes bancos de arena que existen en el majestuoso estuario de aquel río, por lo que los buques de algún calado no se atrevían a atravesarlo. Informado de estos inconvenientes por un piloto, Francisco Martínez de Leiva (nombrado Gobernador de Tucumán) despachó desde Río de Janeiro, el 27 de enero, al sargento mayor Luis de Mosquera con cartas para el gobernador de Buenos Aires, pidiéndole que enviasen embarcaciones menores para el transporte de sus soldados, y que preparasen cincuenta carretas para conducirlos hasta el pie de los Andes. Cuando llegó Mosquera a Buenos Aires, el gobernador de la provincia, don Diego Valdés de la Banda, había muerto hacía poco, pero su sustituto, el capitán Hernandarias de Saavedra, partió con los buquecillos, recogió a la gente que venía para Chile, y el 4 de marzo estaban ya todos en Buenos Aires, aunque aquí nacieron nuevas dificultades para preparar el viaje por tierra".

     Se daba la circunstancia de que en Buenos Aires la situación era muy precaria, no solo porque tenían pocos medios para llevar rápidamente a los soldados a Chile, sino también porque en la ciudad había tan pocas provisiones, que no podían darles las suficientes para tan largo camino como les esperaba. Para facilitar las cosas, Francisco Martínez de Leiva consiguió un préstamo de ocho mil pesos, y con ellos pudo abastecer a la tropa sin demasiadas alegrías, pero en cantidad suficiente para aguantar con austeridad el viaje. De esta manera pudieron partir a mediados de marzo de 1601, pero en ese momento Martínez de Leiva se despidió de la tropa porque, como ya vimos, tenía que dirigirse a Tucumán para tomar el cargo de gobernador de aquel territorio. Ni que decir tiene que los soldados no se pusieron en marcha con mucho entusiasmo: "Un viaje en esas condiciones, y teniendo los expedicionarios que atravesar las pampas en una extensión de trescientas leguas, no podía hacerse con mucha rapidez. La gente marchaba a pie o a caballo, pero no podía adelantarse a las carretas que conducían los bagajes. La escasez de víveres, por otra parte, obligaba a los expedicionarios a buscarlos en la caza y en la pesca. Llegaron a la ciudad de Mendoza a mediados de mayo, cuando las nieves del invierno (chileno) habían cubierto los senderos de la cordillera. Fue inútil que el gobernador Ribera tratase de apresurar el viaje de los soldados. Al saber que se hallaban al pie de los Andes, despachó en su busca al capitán Juan Rodolfo de Lisperguer. Este le informó que el tránsito de las cordilleras sería imposible antes del mes de octubre, y que aquellas tropas, además, habían llegado a Mendoza en un estado de lastimosa desnudez. El gobernador de Chile, a pesar de la estrechez de sus recursos, tuvo que mandar hacer ropas para vestir a los soldados que le enviaba de socorro el rey de España".

     Así que el gobernador Alonso de Ribera tuvo que olvidarse por un largo tiempo de la tropa que le enviada Felipe III, y se centró en otras actividades: "Durante ese invierno de 1601 vivió Alonso de Ribera en Santiago ocupado en los trabajos de administración interior y en los preparativos necesarios para recomenzar la guerra contra los bárbaros en la próxima primavera. Sin ser precisamente un hombre de gobierno, poseía la suficiente penetración para comprender que la situación creada al reino por aquella prolongada guerra, necesitaba remedios rápidos y eficaces para salvarlo de una completa ruina".

 

     (Imagen) El porvenir en Chile se hacía cada vez más tenebroso: "Santiago y La Serena no habían sufrido los estragos que la guerra había ocasionado en las zonas del sur. Lejos de eso, su población puramente española aumentaba gradualmente. Bajo el orden de cosas existente, todos los vecinos, encomenderos y propietarios, estaban obligados a servir en la guerra. Y, en efecto, salvo los que obtenían permiso del Gobernador dando dinero al ejército, todos partían cada año para pelear en las provincias del sur. Los cabildos habían hecho muchas protestas contra ese sistema, sin conseguir la reforma que apetecían. El padre Vascones, que poco antes había partido para España como representante de las ciudades de Chile, llevaba, entre otros encargos, el de pedir al Rey la exención de este servicio obligatorio y de las contribuciones extraordinarias en animales, granos y dinero a que se les sometía. El Gobernador Alonso de Ribera apoyó estas aspiraciones, pues sabía por experiencia que era necesario cambiar esa costumbre. En su lugar, quería tener un ejército permanente y regularizado, en el que todos, los oficiales y los soldados, tuviesen un sueldo fijo que asegurase su existencia. El Virrey de Perú, se negó a permitir este cambio, pero poco más tarde el Gobernador Ribera pedía al Rey que lo concediese, haciéndolo extensivo a todos los soldados, como el único medio de tener un ejército disciplinado. Para procurar estímulos a la carrera militar, Ribera solicitaba del virrey del Perú que se dieran plazas y ascensos a los soldados y oficiales que se hubieran distinguido en la guerra de Chile. En la primavera próxima, contando con los soldados que se hallaban en Mendoza, el Gobernador iba a tener unos mil quinientos, pero no vacilaba en declararle al Rey que ese número era insuficiente para lograr la pacificación del país. En sus cartas al monarca y al virrey del Perú no cesaba de pedir el envío de más soldados. El virrey del Perú creía que mil quinientos hombres bastaban para pacificar Chile, pero sabía también que las enfermedades, las batallas y la deserción debían disminuir ese número, y en este sentido apoyaba las peticiones de Ribera. Pero quería, además, que los nuevos alistados no fuesen puramente soldados, sino colonos que vinieran a establecerse en Chile y que consumasen su pacificación por medio del desarrollo de la industria y de la riqueza pública. En sus cartas al Rey, le pedía que no enviase soldados viejos, sino hombres que durante el viaje pudiesen adquirir experiencia". Era necesario reformar el ejército, hacerlo profesional y más disciplinado. Pero todo resultaba escaso, menos los problemas. Pocos querían ser soldados en Chile, por su fama de territorio muy peligroso y de constantes guerras contra los terribles mapuches. Y esa 'enfermedad' se irá agravando.




martes, 19 de abril de 2022

(1701) Se diría que el historiador Diego Barros era demasiado anticlerical. Hace una crítica excesiva del franciscano Juan Pérez de Espinosa, nombrado obispo de Santiago de Chile el 1º de marzo del año 1600.

 

     (1301) Parece ser que, a pesar de lo dicho, el  gobernador de Chile Alonso de Ribera no hizo el viaje desde España junto a Alonso González de Nájera, sino que, aunque partieron al mismo tiempo, el primero salió desde Sevilla y el segundo desde Lisboa. Lo deja claro el historiador Diego Barros: "Estaba resuelto que estas tropas (con las que iba González de Nájera) vinieran a Chile por la vía del Río de la Plata. Don Alonso de Sotomayor (ex gobernador de Chile), que había hecho este camino cuando llegó a hacerse cargo del gobierno, lo recomendaba ardorosamente como el más corto y el más seguro (recordemos, sin embargo, que el viaje por tierra fue durísimo). En agosto de 1600, al disponerse que la tropa del sargento mayor Mosquera hiciese su viaje por esa ruta, se acordó que las naves que debían transportarlo a América marchasen acompañadas por la flota que cada año salía de Lisboa para las costas del Brasil, que, como todas las posesiones portuguesas, estaba incorporado desde veinte años atrás a los dominios del rey de España. A la sazón debía también partir para América don Francisco Martínez de Leiva, caballero del hábito de Santiago, a quien Felipe III acababa de nombrar gobernador de la provincia de Tucumán (en la actual Agentina). Se le dio el mando superior de la expedición, con el encargo de encaminar de Buenos Aires a Chile las tropas que venían destinadas a este país".

     Luego el historiador Barros (que era muy anticlerical) menciona a alguien al que le muestra poca simpatía: "El Rey aprovechó también esta ocasión para enviar a Chile a otro alto personaje que fue después el promotor de ruidosas perturbaciones. Se trataba de don fray Juan Pérez de Espinosa, natural de Toledo, religioso franciscano que ese mismo año había recibido el título de obispo de Santiago, y que venía a Chile para ocupar el puesto, vacante desde tres años atrás por muerte del obispo Azuaga. En sus cartas al Rey refería que, anteriormente, en México y Guatemala había enseñado gramática y teología, pero su nombre era poco conocido cuando lo eligieron para ocupar el obispado. La generosidad del soberano con este prelado, que debía de tener poderosos protectores en la Corte, se mostró por otros actos poco comunes. Se le hizo un anticipo de dinero para sus gastos de viaje, se le concedió en propiedad la mitad de los frutos de la diócesis durante la falta de obispo, y se le permitió sacar de España mil ducados en objetos de su uso, y tres esclavos negros para su servicio. Así, pues, este obispo, que en Chile había de vociferar en nombre de la caridad cristiana contra la servidumbre de los indios, creía lícita la esclavitud de los negros y se aprovechaba de ella para su comodidad doméstica". La censura por los esclavos negros está fuera de lugar, ya que entonces era algo habitual entre los que podían comprarlos. Y el historiador subraya después la firmeza de las creencias religiosas de los españoles (aunque tampoco está claro si el comentario es una alabanza) : "La flota española zarpó de Lisboa a fines de septiembre de 1600. La navegación fue absolutamente feliz. Las naves no tuvieron que sufrir un solo temporal, ni las tripulaciones tuvieron un solo enfermo. Uno de los expedicionarios, quizá el más inteligente de todos ellos, apreciando este hecho con el criterio político-religioso de los españoles de ese siglo, creía ver en él 'la prueba manifiesta de haber sido y ser especial voluntad divina que el reino de Chile sea poseído y habitado de españoles más que de otra nación'. A mediados de enero de 1601 los expedicionarios entraban al puerto de Río de Janeiro, donde debían tomar algunos días de descanso".

 

     (Imagen) El historiador chileno Diego Barros (fallecido el año 1907) simpatizaba poco con los clérigos que andaban por las Indias en general. Se le nota que no le caía bien el obispo JUAN PÉREZ DE ESPINOSA, pero, según otros datos, hay razones para pensar que el reverendo hizo cosas muy positivas. Nació en Toledo el año 1558, y, como ha indicado el mismo Barros, había estado, antes de ser obispo de Chile, en México y Guatemala ocupado en labores de enseñanza, pero, dado que era franciscano, también se dedicó a la evangelización de los nativos. Y esta labor le facilitó conocer a fondo la penosa situación de muchos indios, convirtiéndose de esa manera en un concienzudo defensor de sus libertades y sus derechos, actitud que siguió manteniendo, y con mayor autoridad, al llegar a Chile con sus responsabilidades de obispo. Regresó a España hacia el año 1599, donde pudo dar amplio testimonio de sus experiencias en las Indias. Sin duda supo hacerse oír y lograr poderosas influencias políticas, ya que fue entonces cuando Felipe III logró del Papa que el 1º de marzo del año 1600 fuera nombrado obispo de Santiago de Chile y de la ciudad de Concepción, lo que suponía serlo de todo el país. En las biografías de la Real Academia de la Historia, el obispo JUAN PÉREZ DE ESPINOSA aparece considerado como un clérigo muy concienciado con la necesidad de tratar mejor a los indios, pero tenía el sentido común de no criticar las batallas contra la rebeldía de los mapuches. Donde el historiador Barros vio mucho egoísmo por parte de Juan Pérez de Espinosa al conseguir del Rey una gran cantidad de dinero, el texto de la Real Academia da otra versión bastante más lógica: "Tras conseguir los dineros correspondientes para una sede tan lejana y pobre como era la de Santiago de Chile, Juan Pérez de Espinosa se embarcó en Portugal junto a  quinientos soldados enviados por el Monarca para luchar contra los mapuches que, en 1598, habían destruido las ciudades del sur.  Llegado a Santiago de Chile, el obispo Espinosa vio muy pronto la necesidad de una reforma moral, tanto de  los ciudadanos como de los eclesiásticos. En 1602, le detallaba al Rey los conflictos que debió afrontar por la conducta de los canónigos que tomaban dinero de la Catedral, y, en ocasiones, teniendo que aplicar las penas establecidas contra los sacerdotes que caían en el pecado nefando (la sodomía). Distinguía la situación de los indios de guerra y los indios de paz, viendo la necesidad de someter a los primeros por la fuerza y dar un trato justo a los segundos, con el fin de realizar una labor misionera eficaz". Permaneció ejerciendo como Obispo de Chile desde el año 1600 hasta el de 1620, sumergido en un ambiente lleno de horrores por la ferocidad de los mapuches, y murió en Sevilla en 1622.





lunes, 18 de abril de 2022

(1700) El gobernador Ribera tuvo éxitos con sus estrategias contra los mapuches, pero el invierno le impidió ayudar a las cercadas ciudades del sur. Su capitán Alonso González de Nájera era muy inteligente y culto.

 

     (1300) Estaban dando buenos resultados la nuevas tácticas y la disciplina que el gobernador Alonso de Ribera había establecido en sus tropas, y hasta los mapuches se daban cuenta de que los españoles eran entonces un peligro mayor: "El Gobernador quiso inspeccionar las orillas del Biobío en la parte en que estuvo situada la ciudad de Santa Cruz. Se proponía fundar allí dos fuertes que cerrasen al enemigo el paso hacia la región del norte. Tuvo que atravesar la cordillera de la Costa, donde los indios habían opuesto en otras ocasiones la más tenaz resistencia. Ahora todo estaba abandonado y desierto. Los mapuches sabían demasiado bien que no podían medirse contra quinientos soldados españoles que marchaban ordenadamente y que tomaban numerosas precauciones para acampar. Ribera, sin hallar enemigos por ninguna parte, pudo observar aquellos lugares,  pero, cuando iba a fundar los fuertes, se convenció de que lo avanzado de la estación (fines de marzo, cuando en Chile termina el verano) y la escasez de sus recursos se lo impedían. Así, pues, creyendo que los indios habían quedado escarmentados, dio la vuelta hacia Concepción".

     Sin embargo, Alonso de Ribera descartó algo que muchos deseaban: "Habría debido el Gobernador en esas circunstancias auxiliar a las ciudades del sur, de cuya suerte no se tenía la menor noticia desde mucho tiempo atrás. Parece que algunos de sus capitanes le pedían empeñosamente que les enviase algún socorro por mar. Ribera conoció, sin duda alguna, la necesidad que había de hacerlo, pero, según exponía más tarde por escrito en justificación de su conducta, carecía de un buque preparado para ese viaje, no tenía pilotos que pudieran realizarlo en aquella estación, y le faltaba, además, la gente que habría necesitado enviar para que esa ayuda fuese de alguna utilidad. 'Considerando todo lo cual, decía por escrito con este motivo, determiné aguardar la primavera para poder enviar un grueso socorro de buena gente, vestida y armada, con comida, municiones y todo lo necesario'. En cambio, se ocupó en tomar muchas medidas para asegurar durante ese invierno la tranquilidad de las ciudades de Concepción y de Chillán. Estableció con este objetivo dos nuevos fuertes, uno en Talcahuano y el otro en Lonquén, en la orilla norte del río Itata, destinados ambos a imponer respeto a los indios de las cercanías. Cuando hubo terminado estos trabajos, en los primeros días de mayo de 1601, se puso en viaje para Santiago. El Gobernador Ribera quería hacerse cargo del mando civil del reino de Chile, y completar sus preparativos para la campaña que pensaba iniciar en la primavera siguiente con las tropas auxiliares que esperaba de España por la ruta de Buenos Aires".

     El año 1600, cuando el Gobernador partió de Sevilla, el Rey le había prometido enviarle a Chile 1.200 hombres pocos meses después: "Sin embargo, no fue posible completar este número. Las frecuentes levas de soldados y las penalidades que aguardaban a los que eran  enrolados habían producido tal terror, que la gente huía de los pueblos para librarse del servicio militar. Además, el Tesoro Real, despilfarrado de mil maneras, no podía hacer frente a los gastos de estos enrolamientos, de manera que, llegado el mes de agosto, solo se habían reunido 500 hombres. Ese cuerpo militar debía ser mandado por el sargento mayor Luis de Mosquera, pero tenía, además, tres capitanes, uno de los cuales, llamado Alonso González de Nájera, militar de experiencia en las guerras de Flandes, iba a adquirir después cierta celebridad por sus servicios y por sus escritos".

 

     (Imagen) ALONSO GONZÁLEZ DE NÁJERA Nació en Cuenca el año 1556. Fue otro de esos escasos militares zurrados en numerosas batallas que, además, dotados de una notable inteligencia, publicaron libros. En este aspecto, tuvo que influir el hecho de que en su familia había una tradición de parientes que ejercieron como escribanos. Luchó en las guerras de Francia, Flandes e Italia. El año 1600, dos años después de la atroz muerte del gobernador de Chile Martín García Óñez de Loyola, el rey Felipe III envió como nuevo gobernador a Alonso de Ribera, y en esa expedición llegó también, en octubre de 1601, Alonso González de Nájera. Pronto fue consiguiendo, por sus méritos en lucha contra los mapuches, altos grados del ejército. En 1605 fue nombrado sargento mayor por Alonso García Ramón, que prácticamente acababa de ser designado gobernador de Chile. Ejerció también como capitán y maestre de campo. Poco después tuvo que regresar a Santiago de Chile a causa de las heridas y enfermedades que le produjeron las calamidades de la guerra. Quizá por no estar ya en condiciones de batallar, pero también debido a su valiosa personalidad, en marzo de 1607 recibió de Alonso García Ramón el encargo de ir a España para explicarle al Rey la angustiosa situación del territorio chileno y pedirle el envío de un importante contingente de soldados. Pero, al llegar, tropezó con un obstáculo del que ya hablamos.  Desde 1604, los jesuitas, representados por el padre Luis de Valdivia, defendían ardientemente ante el Consejo de Indias un cambio de estrategia en el trato a los indios chilenos. Consistía en retirar las tropas españolas de la zona de conflicto, de manera que solo entraran en esos territorios acompañadas de misioneros.  Aprobada la propuesta por la Corona, los jesuitas comenzaron a ejecutarla bajo la dirección del padre Valdivia, que era gran conocedor de los indígenas, pero fracasó tiempo después debido al asesinato de tres misioneros en Elicura. Entretanto, la solución al conflicto defendida por Alonso González de Nájera, mucho más radical y combativa, basada en el endurecimiento de la guerra y la esclavización de los indígenas, quedó en suspenso. Como reacción, ALONSO GONZÁLEZ DE NÁJERA comenzó, hacia 1609, a redactar un libro titulado 'Desengaño y reparo de la guerra del reino de Chile', poniendo de relieve la decepción que le producía el terrible drama de aquel país, y los sensatos remedios que, a su parecer, era necesario aplicarle. En ese tiempo  fue designado gobernador de la localidad de Puerto Hércules, en la Toscana italiana, donde debió de retomar la redacción de su manuscrito, que, según él mismo aclara, lo acabó de escribir en ese lugar el 1º de marzo de 1614, muriendo poco después.




domingo, 17 de abril de 2022

(1699) El hiperactivo y experimentado gobernador Alonso de Ribera potenció la infantería debido a que los mapuches eran ya hábiles jinetes. Luego consiguió romper el angustioso cerco que sufría la ciudad de Arauco desde hacía cuatro años.

 

     (1299) Nunca lo sabremos, pero parece ser que el funcionamiento de las tropas de Chile llevaba mucho tiempo sufriendo una mala organización. Al menos eso es lo que dice el historiador Diego Barros:

"En vista de este estado de cosas, el Gobernador Alonso de Ribera se propuso desde el primer día introducir reformas capitales en la organización militar del reino de Chile. Como soldado distinguido de la infantería española de Flandes, conocía perfectamente la utilidad de esta arma, y quiso regularizarla en Chile dándole su verdadera importancia. Para ello tenía que vencer las resistencias que le oponían casi todos los antiguos capitanes de Chile, y los hábitos más antiguos en aquella larga guerra. La caballería, en efecto, había sido el arma favorita de los primeros conquistadores, y les había asegurado la victoria, sobre todo por el terror que producía entre los mapuches. Pero, desde que estos mismos tuvieron caballos, esa arma comenzó a perder parte de su poder tradicional. Ribera creyó que una infantería bien regularizada habría de prestar utilísimos servicios en la campaña que pensaba abrir, empleando un sistema más ordenado y más táctico que el que usaban sus predecesores. Se propuso igualmente corregir la relajación de la disciplina, evitar el desorden en la marcha y en los campamentos, arraigar los hábitos de vigilancia y establecer la regularidad en el servicio que él había observado en los ejércitos de Flandes. Lo veremos empeñado en esta obra y conseguir algunos buenos resultados, pero Ribera habría necesitado numerosos colaboradores para inocular en sus tropas este nuevo espíritu. Él mismo se manifestaba más tarde descontento del poco resultado de sus trabajos, y un militar inteligente y experimentado escribía trece años más tarde estas desconsoladoras palabras: 'La guerra que al presente se hace en Chile es una milicia ciega, sin seguro fin, porque no es suficiente para ganar ni para conservar. No hacen los nuestros cambios en ella, aunque ven que el enemigo los ha hecho con su mucha caballería".

     Por entonces, el Gobernador Ribera, se dispuso a preparar su primer ataque a los mapuches, y lo hizo aplicando sus métodos militares: "Tomó el mando en Tacahuano de las tropas con que había salido a campaña el ex gobernador Alonso García Ramón. Tras pasarles revista, dispuso que las tres pequeñas compañías de infantería que había en ellas, formasen una sola, y mandó que dejasen sus caballos, para marchar a pie, como debían hacerlo los soldados que acababa de traer de España. Puesto que ni el número de sus hombres ni lo avanzado del verano le permitían emprender operaciones más considerables, había decidido socorrer la plaza de Arauco. Hizo salir de Concepción un buque cargado con trigo, harina y carne salada para aprovisionarla. Dejando guarnecidos los emplazamientos situados al norte del río Biobío, le quedaban disponibles para la campaña 542 hombres. El Gobernador se puso a la cabeza de esas tropas y el 21 de febrero de 1601 rompió la marcha hacia el sur".

     Recordemos que el Gobernador Ribera había llegado a Concepción, desde Perú, el día 9 de febrero, lo que deja clara la rapidez con que llevó a cabo su bautismo de fuego chileno, y es buena prueba de su diligencia: "El paso del río Biobío no ofreció la menor dificultad a los expedicionarios. Ribera había hecho llevar de Concepción por mar tres grandes lanchas, y en ellas pasó sus tropas sin ningún inconveniente. Hacía mucho tiempo que los españoles no pisaban por aquella parte la ribera de ese río, y cuatro años que no se aventuraban a recorrer los caminos que conducían a la plaza de Arauco".

 

     (Imagen) Los indios se habían convertido en buenos jinetes, y el recién llegado Gobernador Alonso de Ribera, veterano de las guerras de Flandes, decidió dar prioridad en sus tropas a la infantería. En cuanto llegó a Chile, fue con un ejército en ayuda de los vecinos de Arauco (pone los pelos de punta saber que llevaban cuatro años cercados por los terroríficos mapuches): "Los indios de esa región, al ver aparecer de nuevo a los españoles en número tan considerable, queriendo salvar sus cosechas, recurrieron a la gastada simulación de ofrecer la paz, y para ello entregaron a un español que tenían cautivo. Ribera no se dejó engañar, y continuó su marcha arrasando lo que iba encontrando. Los indios pretendieron también atacar a los invasores, y se presentaron unos quinientos tratando de impedirles el paso. Pero, según dijo Ribera en un informe, mataron a unos cuatro indios y mandó ahorcar a otro que habían apresado. Sin otros accidentes, el Gobernador llegaba a la plaza de Arauco en los primeros días de marzo. Había en ella sesenta y un españoles que habían sufrido durante muy largo tiempo todo género de fatigas y privaciones. Los indios de la comarca, que hasta poco antes tenían asediado el fuerte, habían huido con presteza para evitar un combate que no podía dejar de serles desastroso. Los campos estaban desiertos, pero había numerosos sembrados y no pocas vacas que pacían libremente, 'como si los indios, dice Ribera, pensaran que los españoles jamás habían de volver a esta tierra'. Fueron estos, sin embargo, los que se encargaron de aprovechar la cosecha. Recogieron cuarenta vacas y una considerable cantidad de grano que destinaron a la provisión de Arauco. En esos días llegaba también el buque que Ribera había despachado de Concepción, de manera que la plaza quedó avituallada para mucho tiempo. Durante quince días se ocupó el Gobernador en estos afanes, y en dictar las providencias militares conducentes a asegurar la defensa de esos lugares. Allí mismo escribió al Rey la relación del estado en que se encontraba el reino de Chile y de los primeros actos de su gobierno, terminando por pedir el pronto envío de socorros de tropa, de armas, de municiones y de muchos otros artículos que creía indispensables para la pacificación de la tierra y para consolidar el establecimiento de los españoles. El cuadro que allí trazaba de la miseria general del país, de la desnudez de los soldados, de la carestía de las ropas y demás objetos europeos, y de la arrogancia de los indios después de los triunfos que alcanzaron en los últimos dos años, debían, a su juicio, determinar al soberano a socorrerlo con mano generosa". Pero España tenía graves dificultades para solucionar pronto conflictos tan lejanos.