(1310) La sociedad chilena no vio con
buenos ojos este matrimonio del gobernador Alonso de Ribera, quizá porque se
temiera que, al emparentar con una familia importante pero venida a menos, se
dedicara a favorecerla: "Pero, aun sin este el motivo, y por la sola
arrogancia de su carácter, el Gobernador debía verse constantemente envuelto en
rencillas y dificultades que hicieron muy turbulenta y agitada su
administración. Ribera, por sus antecedentes y por la vida que había llevado
hasta que el Rey le confió el gobierno de Chile, era ante todo soldado, y
poseía las cualidades y los defectos de la mayoría de los militares de su
tiempo. Sus costumbres, como ya hemos dicho, eran ligeras. Amaba el lujo y la
ostentación, tenía pasión por el juego y por las mujeres, le gustaba asistir a
banquetes, y no temía comprometer la dignidad de su puesto en esta clase de
diversiones. Al llegar a Chile, y al ver el estado de desmoralización en que se
hallaba el ejército, y la manera cómo se hacía la guerra, el Gobernador no se
privó de censurar la conducta de sus predecesores y de muchos de los militares
que habían servido a sus órdenes. Postergó a algunos, y reservaba de ordinario
las promociones y los puestos más delicados y honrosos, así como la concesión
de encomiendas, para los hombres de su confianza, aunque fuesen nuevos en la
guerra, y, por tanto, escasos de servicios y desprovistos de prestigio y de
experiencia. Evitaba cuanto podía consultar a sus subalternos, no oía los
consejos que se le daban, y siempre quería imponer su voluntad. Esta conducta
le granjeaba el desapego de muchos que
no perdonaban ocasión de hacer llegar sus quejas ante el virrey del Perú e,
incluso, ante el mismo monarca español. Uno de ellos fue Damián Jeria, hombre
ligero y pretencioso sin duda, pero que durante nueve años había desempeñado el
cargo de secretario de los gobernadores de Chile, y que, no pudiendo avenirse
con Ribera, se había ido al Perú, desde donde no cesaba de dar informes muy
desfavorables acerca de él (Jeria murió en Lima el año 1609)".
El cronista chileno Diego Barros continúa
recogiendo de la época comentarios al
difícil carácter del gobernador Alonso de Ribera: "Trataba mal de palabra
a muchos soldados llamándolos poltronazos y bellacones, y daba a muchos de
ellos palos con el bastón que solía traer en las manos, y asimismo, decía
afrentosas palabras a los capitanes, ultrajando con ellas sus canas y grandes
servicios hechos a Su Majestad durante los muchos años que sirvieron en la
guerra de reino de Chile". Y añade por su cuenta: "Ribera, además,
era desconfiado y paranoico, veía enemigos casi en todas partes, y con sobrada
ligereza se predisponía en contra de ellos. Sospechando que esos enemigos
verdaderos o ficticios pudieran hacer llegar sus quejas hasta el Rey, utilizó
un recurso que la ley condenaba de la manera más expresa y terminante, pues
violaba la correspondencia epistolar, detenía a los encargados de llevarla, y
perseguía con verdadero encarnizamiento a los que habían escrito alguna carta
en su contra. Fácil es imaginar la irritación que estos hechos debían de
producir entre las personas agraviadas, y entre sus parientes y amigos".
(Imagen) El heroico capitán JUAN RODOLFO
LISPERGUER (a quien luego mataron los indios) pertenecía a una complicada
familia de la que ya hablamos: "Inicialmente, mereció la confianza del
gobernador Ribera, pero, dos años después, tuvieron un ruptura completa.
Lisperguer había cometido un delito que Ribera no señala, pero que califica de
'muy digno de pena capital'. Sin duda ese delito fue algún desacato contra la
persona del Gobernador, por lo que fue reducido a prisión y sometido a juicio.
A principios de 1604, Lisperguer sedujo a los guardianes, y, atravesando las
cordilleras acompañado de diez personas, se libró de toda persecución. Pero
este capitán dejaba en Chile parientes y amigos que debían causar al Gobernador
no pocas inquietudes. Alonso de Ribera se disponía a entrar en lucha contra esa
familia, a la cual se imputaban horribles crímenes, pero que, contando con el
poder de sus riquezas, salió vencedora. A mediados de 1604, el Gobernador había
decretado la prisión de doña María y de doña Catalina de Lisperguer, hermanas
del capitán fugitivo. Se contaba que intentaron envenenarlo con hierbas
proporcionadas por un indio, al que luego mataron para que no quedara testigo alguno. Se decía también que habían
cometido otros crímenes y que eran hechiceras. Estas imputaciones no eran, como
podría pensarse, un rumor vulgar, nacido entre las clases inferiores de la
sociedad: lejos de eso, creían en ellas los hombres más valorados y respetables
de la colonia. Pero esas señoras y sus parientes eran al mismo tiempo grandes
devotos, concurrían regularmente a todas las fiestas de iglesia y habían hecho
cuantiosos donativos a las órdenes religiosas. Al saber que el Gobernador había
lanzado la orden de prisión, corrieron a refugiarse, la una al convento de San
Agustín y la otra al de Santo Domingo, y hallaron en ellos una favorable
acogida que aseguró su impunidad. Fue inútil que Ribera, sobreponiéndose a toda
prohibición, mandase entrar en esos conventos, como también en el de la Merced,
a donde se trasladó más tarde una de las hermanas Lisperguer, porque los
soldados del Gobernador no pudieron descubrir su escondite. 'Los religiosos,
escribía el Gobernador al Rey, las defienden y ocultan de manera que no se las
puede detener, con gran escándalo de la república y de lo que corresponde al
servicio de Vuestra Majestad'. Así, pues, la autoridad resultó burlada, no
obstante los crímenes de que se acusaba a esas dos señoras, y del descrédito en
que habían caído por sus pretendidos encantamientos". Las dos hermanas
tenían un parentesco cercano con la siniestra
Catalina de los Ríos Lisperguer (La Quintrala), a quien, a pesar de su
tenebrosa fama, los chilenos le han dedicado una estatua.