(1307) Producida la previsible tragedia de
la ciudad de Villarrica, los brutales enfrentamientos con los mapuches
siguieron con la máxima intensidad: "En esos momentos (principios de mayo
de 1602), llegaba a Concepción un buque cargado de víveres enviado desde
Valparaíso, y otro que traía del Perú el Situado Real (un fondo público
destinado a estas ayudas) para el pago de las tropas. Consistía en una
cantidad considerable de géneros para el vestuario de los soldados, y más de
diecisiete mil pesos en dinero. Aunque este
socorro era bien poca cosa para las necesidades de su ejército, Ribera pudo
preparar municiones, víveres y vestuario para las tropas que quedaban en
Valdivia y en Osorno, pero la defensa de su línea de frontera no le permitió
enviar más de veinticinco soldados. Se embarcaron en un buque pequeño, y,
despreciando los peligros de hacerlo en pleno invierno, se lanzaron al mar el
14 de junio. El capitán Antonio Mejía, soldado de la confianza de Ribera,
llevaba el cargo de tomar el mando de todas las tropas que había en las
ciudades del sur" Era la zona más conflictiva, y resultaba heroico
presentarse en ella con una ayuda de solo 25 soldados.
Llama la atención el contraste entre el
espanto que vivían las poblaciones sitiadas y el afán que tenían por tomarse un
placentero respiro quienes podían hacerlo. Al menos, así lo cuenta Diego
Barros: "Desligado de estos afanes, el Gobernador partía
inmediatamente para Santiago. Esta ciudad, por pobre que fuera, ofrecía al
Gobernador atractivos que no podía hallar en ningún otro punto de Chile, y por
eso hacía de ella su residencia de invierno. En las guerras de Europa, el
Gobernador había adquirido los hábitos de la mayor parte de los capitanes de su
siglo. Amaba el fausto y el lujo, tenía pasión por el juego y por las mujeres,
le gustaba hacer ostentación de su poder, y sólo en Santiago podía satisfacer
estas inclinaciones. Por otra parte, en la capital, donde de ordinario se veía
envuelto en altercados y competencias con las otras autoridades, no le faltaban
ocupaciones mucho más serias, tanto para resolver algunas cuestiones de
gobierno, como para procurarse los recursos con que continuar la guerra. Lógicamente, esta era por entonces la más grave preocupación del
Gobernador y de todo el reino de Chile. Ribera, después de las dos campañas que
acababa de hacer, comprendía perfectamente que con los escasos recursos que el
Rey había puesto a su disposición era del todo imposible pacificar
definitivamente este país. En sus comunicaciones al soberano, no cesaba de
pedirle el envío de nuevos auxilios. En enero de 1602 había despachado a España
a su secretario Domingo de Erazo con encargo de instruir al Rey de la verdadera
situación de Chile, de la marcha de la guerra y de sus proyectos de repoblar
las ciudades destruidas. Le decía por escrito al Rey: 'Para lograrlo, serán necesarios
forzosamente otros mil hombres venidos de España, sustentándolos, junto a los
que al presente hay aquí, con dos mil pagas para los unos y los otros, que es
el número de gente y gasto más moderados que la pacificación de esta tierra
requiere'. En todas sus cartas, el Gobernador volvía a repetir
al Rey los mismos pedidos, y muchas veces en términos más premiosos todavía".
(Imagen) Comenta Barros que el gobernador
Alonso de Ribera disfrutaba de la vida
en Santiago cuando, en invierno, las peleas con los mapuches disminuían. Dice
textualmente: "Amaba el fausto y el lujo, tenía pasión por el juego y por
las mujeres". Pero que, no obstante, se ocupaba en resolver todos los
problemas militares y políticos que surgían, y así se dirigía al Rey:
"Para acabar esta guerra es necesario que Vuestra Majestad me envíe mil
hombres, y cuanto antes vinieren, antes se le dará fin. Y que estos sean de
Castilla, porque, entre los que vienen del Perú, hay muchos mestizos y gente
baja acostumbrada a vicios de aquella tierra, y, viéndose apurados de alguna
incomodidad, se pasan al enemigo". Creía, además, Ribera que se debería
pagar no sólo a los soldados profesionales, sino también, a los civiles de
Chile enrolados en el ejército, pues sus servicios militares se habían
considerado siempre obligatorios y gratuitos. Y seguía insistiendo:
"También será menester que Vuestra Majestad mande que se acabe de entregar
la paga que se les debe a los soldados de este reino de Chile, porque hasta
ahora no se ha hecho. Yo la he señalado ya para los capitanes y oficiales de
este ejército. Y me parece que, si Vuestra Majestad manda señalar diez ducados
para cada soldado, estará medianamente bien, porque, con esto y con pan y carne
que yo les daré sin costas de vuestra Real Hacienda, tendrá Vuestra Majestad
soldados que le sirvan. Porque, de otra manera, le aseguro a Vuestra Majestad
que no habrá quien pueda retenerlos, porque chicos y grandes, tanto los
naturales como los extranjeros, se tiran de los cabellos, y jamás ven la
ocasión para irse sin que la aprovechen. Y, además, las necesidades y trabajos
que sufren son tan grandes, que es obligatorio proporcionársela a los hombres honrados.
Y crea Vuestra Majestad que no pido mucho, sino aquello que estrictamente me
parece necesario para que, trabajando muy bien los que acá estamos, se pueda
conseguir lo que en el servicio de Vuestra Majestad se pretende. Para que esta
guerra tenga fin, es menester poblar de nuevo las ciudades que están
despobladas, y que queden, por lo menos, cuatrocientos hombres para andar en
campaña. Porque a estos indios, si no es atacándoles en su propia tierra y
teniéndosela ocupada, ninguna cosa les obliga a pedir la paz, aunque les corten
las comidas y les tomen los hijos y mujeres, y ellos padezcan muertes y
necesidades, como se sabe por larga experiencia". Y añade Barros.
"Ribera, como se ve, comprendía perfectamente las dificultades de su
situación, pero se engañaba doblemente cuando creía que en breve recibiría los
socorros que solicitaba, y que con ellos podría consumar la conquista
definitiva del reino de Chile".
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