miércoles, 27 de abril de 2022

(1708) En la interminable guerra contra los mapuches, había, sorprendentemente, desertores españoles que se pasaban al enemigo. El gobernador Ribera castigaba con la muerte a los que podía apresar.

 

     (1308) Pasado el invierno, y ya a mediados de octubre (plena primavera en Chile), el gobernador Alonso de Ribera dejó sus placeres en Santiago y partió con sus hombres para entregarse a las operaciones militares correspondientes: "La guerra había ya recomenzado, amenazando los indios frecuentemente el fuerte de Santa Fe, que era el más avanzado en sus tierras. Ese fuerte era uno de los más sólidos que poseían los españoles, y tenía, además, una guarnición de ciento sesenta soldados de buena calidad. Mandaba esta tropa el capitán Alonso González de Nájera (al que ya le dediqué una imagen), soldado entendido y de larga experiencia militar en las guerras de Flandes. Los indios, acudiendo en gran número a las inmediaciones, se presentaban con el propósito de caer sobre los españoles si intentaban abandonar el fuerte. Los soldados, escasos de víveres, tenían que hacer frecuentes salidas en sus embarcaciones, y, aunque sufrieron algunas pérdidas, desplegaron en todas estas ocasiones gran energía y una constancia indomable para defender el puesto. Por ser ya primavera, las hostilidades tomaron mayores proporciones. Pelantaro, el cacique de Purén, que desde tres años atrás era el jefe principal de aquella gran insurrección, y otro indio llamado Nabalburí, que había adquirido mucha fama entre los suyos, reunieron un ejército de algunos millares de hombres, y prepararon un ataque contra la fortaleza. Para asegurar mejor el éxito de esta empresa, hicieron entrar al fuerte a un indio de miserable apariencia, que fingiéndose rendido por el hambre que reinaba entre los suyos, iba a pedir un albergue y a someterse a los españoles. Ese indio debía prender fuego a los cuarteles del fuerte el día designado para el ataque, pero la vigilancia de González de Nájera desbarató sus planes. Atormentado cruelmente, el indio descubrió sus intenciones, y fue lanceado hasta darle muerte. Después de esto, los españoles se prepararon convenientemente para la defensa. El ataque tuvo lugar como estaba anunciado, y dos horas antes de amanecer del 28 de octubre (1602), cargaron súbitamente sobre las trincheras. La llegada de los mapuches fue contundente y heroica, pero los defensores de la plaza desplegaron una energía y una firmeza extraordinarias, y consiguieron rechazar al enemigo, causándole pérdidas considerables. Los españoles tuvieron treinta y nueve heridos, y también lo fueron doce indios amigos, a todos los cuales fue preciso curar con sólo agua fría, porque en el fuerte no había médicos ni medicinas. Aunque este triunfo impidió a los indios renovar el asalto, no mejoró considerablemente la condición de los sitiados. El hambre los acosaba de tal manera que tenían que comer las yerbas del campo y los cueros con que amarraban las empalizadas. En medio de estas penalidades y miserias, no faltaron soldados, de entre los mestizos que habían venido del Perú, que trataran de tomar la fuga para incorporarse en las huestes enemigas".

     El gobernador Ribera tardaría algo en llegar a esta zona, ya que se había detenido en Concepción el 3 de noviembre para ultimar detalles de su campaña: "Esperaba recibir en esos días un refuerzo de tropas que le enviaba el virrey del Perú. Se trataba solamente de ciento cuarenta soldados que mandaba don Juan de Cárdenas y Añasco, desembarcados  hacía poco en Valparaíso, y la mayor parte entraron  por fin en Concepción el 12 de diciembre. Aunque Ribera tenía muy mal concepto de los soldados que venían del Perú, se había visto obligado a pedirlos con instancia, visto que no llegaban los refuerzos que en todo momento le solicitaba al Rey de España".

 

(Imagen) La táctica del Gobernador era ir empujando a los mapuches y establecer fronteras nuevas, con el fin de tener mejor control del territorio ganado: "En cuando reunió a su gente, Alonso de Ribera salió de Concepción el 22 de diciembre con el propósito de adelantar en este verano su línea de frontera. Sostuvo un combate el 15 de enero de 1603, y, aunque personalmente  sufrió gran peligro, consiguió dispersar a los indios y llegar sin seria dificultad al fuerte de Santa Fe. Desde allí partió con cuatrocientos soldados españoles y doscientos indios amigos para la región del sur, donde hizo una guerra implacable a los mapuches matando a muchos de ellos. Durante estas correrías, consiguió, además, dar libertad a algunos españoles que los indios retenían cautivos, consideró que ese severo escarmiento aseguraría la tranquilidad de toda aquella parte del país y, sólo con esto, dio por terminada la campaña de este verano. Aunque en sus cartas al Rey se mostraba satisfecho con el resultado, Ribera debía de sentirse doblemente contrariado al ver la tenacidad indomable de los indios y la desmoralización cada día mayor de sus propios soldados. Se sabe que desde tiempo atrás servían en los ejércitos de los indios rebeldes algunos desertores de las ciudades y de los fuertes españoles, y que ellos tomaban una parte principal en la dirección de la guerra. Pero en los últimos meses, estas deserciones se habían hecho más frecuentes, y presentaban un carácter mucho más grave y alarmante. En el fuerte de Santa Fe, Alonso González de Nájera había descubierto uno de esos complots, y el Gobernador sorprendió luego otro más considerable, en el que estaba comprometido un alférez llamado Simón Quinteros y once de los soldados, casi todos ellos de los que acababan de llegar del Perú. Ribera aplicó una gran severidad para reprimir estas deserciones. Hizo ahorcar a los que pretendían promoverlas, pero los castigos no bastaban para cortar de raíz un mal que tenía su causa en la miseria general, en los sufrimientos por los que pasaban las tropas y en el desamparo que con frecuencia padecían. Las deserciones continuaron repitiéndose, y poco más tarde se fugaron nueve soldados en una lancha pretendiendo llegar al Perú, pero fueron apresados en la desembocadura del Maule, y Ribera ordenó ahorcarlos inmediatamente. Sin embargo, convencido de la ineficacia de estas ejecuciones, buscaba otros remedios, y le pidió al Rey que aumentase los fondos económicos para poder pagar a todos un sueldo conveniente, y que se le enviasen refuerzos de España, ya que los soldados que de allí venían eran mucho más útiles, más pacientes y más sufridos".




No hay comentarios:

Publicar un comentario