(98) - Como siempre, querido filósofo de
salón: una de cal y otra de arena.
-No fallaba, altísimo funcionario real. En
la última refriega “nos mataron diez soldados a los que les cortaron las
cabezas e las manos, pero les íbamos ganando gran parte de la ciudad. Se nos
había acabado ya la pólvora, y entonces llegó a la Villa Rica un navío que era
de la armada desbaratada de Lucas Vázquez de Ayllón”. Fue un regalo del cielo,
porque el teniente del puerto le mandó a Cortés la pólvora, las armas y los
soldados del barco.
-Y déjame recordar brevemente, secre, “a
los curiosos lectores” (como diría Bernal) quién era Lucas y lo que le pasó.
Era el oidor, colega de mi sobrino Juan Ortiz de Matienzo, que medió
inútilmente a favor de Cortés y fue encarcelado por Pánfilo de Narváez
(tremenda osadía). Poco después, saltándose los derechos de mi sobrino,
consiguió una licencia real para explorar por la zona de Florida: fracasó la expedición,
murió Lucas, y acabamos de ver que una de sus naves le vino de perlas al amado
de los dioses, Cortés. Y ahora, ¿qué? Lo siento, hijos míos, pero de nuevo
Bernal nos mete en el museo de los horrores: siguieron las batallas y
“acordamos llegar hasta Tlatelolco (allí se refugiaba Cuauhtémoc con sus
principales), y entramos primero en una plazuela donde tenían unos adoratorios;
en una de aquellas casas había unas vigas, y en ellas muchas cabezas de
nuestros españoles que habían matado, y tenían las barbas y cabellos muy
crecidos, mucho más que cuando estaban vivos. Yo conocí a tres soldados
compañeros míos, y desde que los vimos de aquella manera se nos entristecieron
los corazones. En aquella sazón, quedaron las cabezas donde estaban, mas a los
doce días las quitamos y las enterramos en una iglesia que hicimos, que se
llama ahora de los Mártires”. Estaban con el alma triste, pero también
esperanzada, porque los mexicanos se iban debilitando. Bernal llegó a la plaza
mayor de Tlatelolco dentro del grupo mandado
por Alvarado, que marcó un objetivo muy simbólico: “Ordenó al capitán Gutierre
de Badajoz que fuese a lo alto del cu de Huichilobos -que son 114 gradas- y
pelearon muy bien, pero como los contrarios les hacían retroceder gradas abajo,
fuimos en su ayuda y lo subimos del todo, poniendo fuego a los ídolos, y
levantamos nuestras banderas, siguiendo después peleando con los mexicanos en
lo llano hasta la noche”.
-Gran victoria, reverendo.
-Bien dices, hijo mío. Esa victoria fue,
probablemente, el principio del fin de Cuauhtémoc. Alvarado se hizo con el
templo mayor de Tlatelolco: “Desde donde batallaba, Cortés vio a lo lejos cómo
ardía el cu mayor y nuestras banderas puestas encima, y se holgó mucho de ello.
Cuatro días después se juntó con nosotros, y el Cuauhtémoc ya se iba retrayendo
dentro de la ciudad más hacia la laguna, porque los palacios en que vivía
estaban por el suelo”. Los combates seguían siendo feroces, aunque los
mexicanos se llevaban, con mucho, la peor parte. El cronista Gómara cuenta algo
que Bernal pasa por alto: “En esta celada murieron 500 mexicanos. Tuvieron bien
de qué cenar aquella noche nuestros indios amigos, porque no se les podía
quitar el comer carnes de hombres”. Cada vez era más favorable la situación
para negociar las paces, y Cortés, tan partidario de la vía diplomática, lo
intentó dos veces. Cuauhtémoc se mostró receptivo, pero fue una simple
estratagema para atacar a los españoles con la guardia baja. Era tan
desesperada la vida de los sitiados que “cada noche muchos pobres indios se
venían a nuestro real porque no tenían qué comer y estaban hartos de pasar
hambre”. Cuauhtémoc se encontraba
atrapado: enfrente los españoles; a sus espaldas, la laguna, con los
bergantines vigilantes. ¿Jaque mate?
(Foto.- Un céntrico lugar en la capital de
México: la Plaza de las Tres Culturas –la precolombina, la española, y la del
mestizaje-, donde el 2 de octubre de 1968 –poco después del famoso Mayo del
68-, el ejército mexicano disolvió una gran manifestación de protesta matando a
más de 300 estudiantes. Ahí estaba la población de Tlatelolco: se ven los
cimientos y las gradas del templo al que se subieron Bernal y sus compañeros,
quemando los ídolos y colocando sus banderas. Poco tiempo después construyeron
encima la iglesia actual, dedicada al apóstol Santiago).