(79) –Me
gustaría saltarme esto, pero ni modo, cuate.
-Estamos de acuerdo, patroncito: con la excusa de la rebeldía, se
esclavizaba a parte de los derrotados, asquerosa inhumanidad que luego se
prohibió. Bernal lo cuenta como un simple asunto de rentabilidad; también nos
explica por qué solo se mercadeaba con mujeres y con muchachos jóvenes. Y si
habla del tema es porque se va a quejar del reparto que se llevó a cabo. Como
ya todos los poblados estaban sometidos y de momento no había que guerrear,
“acordó Cortés que se herrasen a los esclavos para sacar su quinto después de
sacar primero el de Su Majestad (el rey
se beneficiaba de aquella porquería). Y se dieron pregones para que
llevásemos a una casa a herrar a todas las piezas (esclavos) recogidas; fuimos todos con las indias y muchachas y
muchachos que teníamos, que hombre de edad no apresábamos porque eran malos de
guardar, y no habíamos necesidad dellos
teniendo el servicio (voluntario)
de nuestros amigos tlaxcaltecas. Y el día de repartir, ya habían escondido las
mejores indias, que no apareció ninguna buena, y nos daban las viejas y ruines.
Y sobre esto hubo muchas murmuraciones contra Cortés y los que mandaron
esconder las indias buenas. Desde que Cortés aquello oyó, con palabras algo
blandas dijo que juraba en su conciencia –que así tenía por costumbre jurar-
que en adelante no se haría de la misma manera”. Y tuvo el santísimo cinismo de
obligarles después a los soldados a tragar otro sapo, gordo y viscoso.
-No era hombre de palabra, querido socio; estaba por encima del bien y
del mal: el mejor discípulo de Maquiavelo. Y Bernal, que tanto le admira, no se
lo calla: “Y digamos otra cosa casi peor que esto de los esclavos. Cuando la
triste noche en que huimos de México, Cortés dijo ante escribano que, como se
había de perder mucho oro que allí quedaba en la sala, el que quisiera que
cogiese lo que pudiere, y que se lo llevase en buena hora como suyo. Y muchos
soldados perdieron con el peso del oro la vida en el lago, y los que escaparon
con el botín estuvieron en gran riesgo de morir y salieron llenos de heridas.
Pues siendo así, Cortés pregonó que presentaran todo el oro que sacaron, y que
les daría la tercia parte dello; y que, si no lo hacían, que les quitaría todo.
Y como la mayoría de los capitanes tenían oro (dispensados de devolverlo), se calló lo del pregón y no se habló
más dello, pero pareció muy mal esto que mandó Cortés”. Para variar, Cortés va
a cumplir su palabra en otro asunto, quizá por estar harto de quejas: “Como
vieron los capitanes de Narváez que ya teníamos refuerzos (con los soldados incorporados), le suplicaron a Cortés con grandes
ruegos que les diese licencia para volverse a Cuba, pues se lo había prometido.
Y Cortés se la dio, y aun les prometió darles más oro si volvía a ganar la
ciudad de México (conociéndole, nadie
dudaría de que pensaba reconquistarlo), y les dio un navío de los mejores
con mucho matalotaje (provisiones).
Escribió a su mujer, que se decía doña Catalina Juárez, la Marcaida (su 2º apellido), que vivía en Cuba,
enviándole barras y joyas de oro. Y nosotros le dijimos a Cortés que por qué
les daba licencia, siendo pocos los que quedábamos, y respondió que para
excusar escándalos e importunaciones, pues ya veíamos que algunos de los que se
iban no eran buenos para la guerra, y que valía más estar solo que mal
acompañado. También mandó a Castilla a Diego de Ordaz con ciertos recados
suyos, pero no sé si Cortés nos tuvo en cuenta en los negocios que enviaba a
tratar con Su Majestad; ni alcancé a saber lo que pasó en Castilla, salvo que a
boca llena decía el obispo Juan Rodríguez de Fonseca (qué cáliz más amargo) que así Cortés como todos sus soldados
éramos malos y traidores, aunque el Ordaz respondía muy bien por nosotros”.
Negociando en todos los frentes, Cortés mandó
también representantes a la Audiencia de Santo Domingo con una memoria
de todo lo conseguido, llena de convincentes razones para que los frailes
jerónimos, “que tenían entonces la gobernación de todas las islas,
intercediesen ante el emperador para que fuésemos favorecidos con justicia y
contra la mala voluntad el obispo Fonseca”.
(Foto.- Hay un fondo de mala intención en el cuadro de Diego Rivera: él
y los aztecas son unos santos; y todos los españoles, frailes incluidos, unos
demonios –y hasta tienen cara de serlo-. Lo malo es que los tremendos hechos
que pinta son ciertos. Está magníficamente pintada la escena; el tema central
muestra a un comprador, un vendedor y, en medio, un funcionario anotando la
transacción, mientras el pobre esclavo está siendo marcado en la cara con la G
de ‘guerra’; se ve al fondo el destino que le espera. Aparece a caballo el
rubio Alvarado, simbólico responsable de la captura de los indios que van a
sufrir la quemadura).
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