-Lo deja claro siempre que puede, reverendo abad mitrado. Estaban hartos
de campañas guerreras, y solo querían volver a sus casitas de Cuba. Y Cortés,
para que siguieran luchando “les habló muy mansa y amorosamente para que fuesen
con nosotros al castigo de los indios, pero
de ninguna manera quisieron hacerlo. Y nosotros, los de Cortés, le
dijimos que no diese licencia a ninguno de los de Narváez para volver a Cuba,
sino que procurásemos todos servir a Dios y al rey, sin dejar desamparado al capitán en las
guerras; y cuando oyeron esto y otras muchas razones, obedecieron para ir con
nosotros, aunque no dejaron de murmurar de Cortés y de su conquista”. Y se sulfura otra vez
contra Gómara.
-Lo que va a decir ahora,
pequeñuelo, es un ataque frontal al cronista por darle todo el mérito a Cortés,
como si los soldados fueran de escayola, y lo hace sin menoscabar la grandeza
de su jefe, al que supo criticarle, pero también reconocerle su inmensa talla
de líder. No se muerde la lengua: “Sepan que hemos tenido por cierto los
conquistadores verdaderos que le debieron de dar oro al Gómara e otras dádivas
para aniquilarnos en lo que dice este cronista (de hecho, fue el hijo de Cortés, Martín, quien le encargó escribir el
libro). Ya he dicho, y lo torno a decir que a Cortés se le debe máxima
honra como esforzado capitán, mas tenía esforzados soldados y capitanes, como
Olid, Sandoval, Alvarado, Morla, Marín, Lugo, Domínguez y otros muy buenos, y
valientes soldados sin caballos. ¿Por qué no declaró los heroicos hechos que
nuestros capitanes y los valerosos soldados hicimos en aquellas batallas, como
aquel Cristóbal de Olea que tantas veces le salvó la vida a Cortés, e luego la
perdería en México por volverlo a hacer? Y no lo digo por dejar de ensalzar a
nuestro capitán Hernán Cortés, al que se le debe dar todo honor y prez y honra
por todas las batallas que tuvimos hasta que ganamos esta Nueva España, como los romanos daban triunfos a Pompeyo y a Julio César
y a los Escipiones; pues más digno de honor es Cortés que los romanos”.
-La verdad es, querido Tesorero de la Casa de la Contratación de
Sevilla, que esto puede parecer exagerado, pero Cortés, y alguno más de los que
tú conociste, se merecen una estatua al ladito de esas luminarias que cita
emocionado Beltrán. Sigue con la copla.
-Después de medio convencer a los ‘flojos’ de Narváez, se dispuso
Cortés, sacando pecho, a preparar las batallas de escarmiento, “para ir a
castigar a los pueblos que habían muerto españoles, Tepeaca, Quecholac y
Tecamachalco; y los caciques de Tlaxcala, que tenían más ganas que nosotros de
darles guerra, porque les habían venido a robar, nos ayudaron con hasta 4.000
indios. Partimos sin artillería porque toda quedó en los puentes de México,
siendo nosotros 420 soldados”. El primer objetivo era Tepeaca. Siempre tan
protocolarios, les mandaron al llegar un mensaje con algunos nativos
diciéndoles que se rindieran “y que se les perdonarán los españoles que habían
muerto, pues ya no los podían dar vivos”. La respuesta fue desafiante, y al día
siguiente Cortés inició el ataque contra los de Tepeaca y los soldados
mexicanos que tenían en su poblado. Fue en campo abierto y la derrota de los
indios absoluta, por la ventaja que tenían los de caballería. Dice Bernal algo
inquietante, aunque no lo cuenta todo: “¡Había que ver a nuestros amigos de
Tlaxcala, tan animosos, cómo peleaban con ellos!”. Según otros cronistas, se
les dejó dar vía libre a su tradicional salvajismo, apresando un gran número de
enemigos que acabaron víctimas de los sacrificios y del canibalismo ritual. Los
españoles, de acuerdo con el trato habitual para los rebeldes, esclavizaron a
muchos. La historia se repitió en Tecamachalco y en Quecholac; “en este poblado
fue donde habían matado a 15 españoles, e hicimos muchos esclavos; y allí se
hizo el hierro con que se había de herrar a los esclavos, que era una G que
quiere decir guerra”.
(Foto: El cuadro representa la, finalmente, amistosa y permanente
relación de los caciques de Tlaxcala con los españoles. Xicoténcatl el Viejo,
va palpando con curiosidad a Cortés porque su ceguera no le permite verlo. En
medio está la excepcional doña Marina, que, entre otros dramas, vivió y
sobrevivió la terrible catástrofe de la huida de México. El que está a la
derecha es inconfundible, el rubio Pedro de Alvarado, a quien los indios
llamaban Tonatio (el sol). Falta el díscolo Xicoténcatl el Mozo, permanente
pesadilla de su padre, de los caciques ancianos y de los españoles, hasta que,
como de costumbre, Cortés terminaría con el problema de manera expeditiva).
No hay comentarios:
Publicar un comentario