-No había más opción, secre, que la de continuar la huida, acosados sin
tregua, hacia Tlaxcala: “Pero lo peor de todo era que no sabíamos la voluntad
que habíamos de hallar en nuestros
amigos tlaxcaltecas (¿les seguirían
siendo fieles en la derrota?)”. En el revoltijo de los recuerdos, a Bernal
se le cruza uno tierno: “Olvidado me he de escribir el contento que recibimos
de ver viva a ‘nuestra’ doña Marina y a doña Luisa, la hija de Xicoténcatl, que
las salvaron en los puentes unos tlaxcaltecas”. Pudieron descansar de noche,
después de comerse un caballo que había
muerto, pero de día tenían que continuar su escapada repeliendo a
aquella muchedumbre feroz, que surgía de todas partes: “¡Oh qué cosa era de ver
estas terribles batallas, cómo andábamos tan revueltos con ellos, y qué
cuchilladas les dábamos, y con qué furia los perros peleaban, y qué herir y
matar hacían en nosotros con sus lanzas y macanas!”. Y fíjate, poético
carrozón, cómo animaban los capitanes.
Dieron ejemplo de coraje, ilustre
abad: “Pues quiero decir cómo Cortés, Cristóbal de Olid, Gonzalo de Sandoval,
Gonzalo Domínguez y un Juan de Salamanca andaban de una parte a otra rompiendo
los escuadrones, aunque estaban bien heridos. Y Cortés nos decía que la
estocada que diésemos fuese en señores señalados, los que traían grandes
penachos. Y nos animaba el valiente y animoso Sandoval diciendo: ‘¡Ea, señores,
que hoy es el día que hemos de vencer; tened esperanza en Dios de que saldremos
vivos para algún buen fin!’. Y quiso
Dios que Cortés viera al gran capitán de los mexicanos con sus principales, que
todos traían grandes penachos”. Como puestos en bandeja, reve.
-Era la estrategia preferida de Cortés: descabezar al enemigo. Estaban
inmersos durante la huida en una de las batallas más épicas de la historia de
Indias, la de Otumba, y Hernán no iba a desaprovechar el descuido del mando
mexicano. Así que, como un relámpago, les gritó a sus capitanes: “¡Ea, señores,
rompamos por ellos y que no quede ninguno sin heridas!’. Y arremetimos todos
con tal fuerza que matamos al gran capitán que traía la bandera mexicana y a
muchos otros guerreros, con lo que aflojó su batallar. Y nuestros amigos de
Tlaxcala estaban hechos unos leones, luchando muy esforzadamente. Dimos
entonces muchas gracias a Dios por haber escapado de tan gran multitud de
gente, porque no se había visto en las Indias ninguna lucha con tan gran número
de guerreros juntos, ocurriendo esta batalla de Otumba a 14 días del mes de
julio de 1520 (siempre que Bernal da una
fecha, se trata de algún momento grandioso)”. Fue una auténtica victoria,
porque los mexicanos se amedrentaron y ya no se sintieron capaces de
exterminarlos. Pero el balance de bajas españolas y tlaxcaltecas resultó
escalofriante. Oigamos a Bernal: “Cuando fuimos a México para socorrer a
Alvarado, éramos unos 1.300 soldados, e más de 2.000 tlaxcaltecas. En cinco
días, desde que salimos huidos, fueron muertos e sacrificados sobre 870 soldados, y 1.200 tlaxcaltecas. Y si bien
miramos, tuvimos mal gozo del oro, y si de los de Narváez murieron muchos más
en los puentes que los de Cortés fue por ir muy cargados de oro, porque con el
peso de ello no podían salir bien ni nadar”. La expulsión de México fue una de las
batallas más trágicas de todas las Indias y una derrota fulminante.
(Foto: La pintura es del siglo XVI. En Otumba, los españoles atacaron en
tromba para acabar con el gran capitán mexicano; Cortés lo derribó con un golpe
de su caballo; lo remató Juan de Salamanca, que es quien le entrega a Hernán el
estandarte que llevaba el jefazo, al que vemos sin vida en primer plano. Los
aztecas tenían dos puntos vulnerables: 1.- Procuraban, más que matar, apresar a
los enemigos para sacrificarlos; 2.- Si
moría el líder principal, se derrumbaba su moral guerrera).
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