(92) –Tenochtitlán,
secre, era un gigante atacado por bacterias.
-Certo, dottore; y segregaba una masa enorme de anticuerpos: lucha a
vida o muerte durante tres meses de agonía. Bernal, inevitablemente, tiene que
ser muy repetitivo. Él lo explica muy bien: “Ya sé que los curiosos lectores se
hartarán de ver tantos combates, y no puedo hacer otra cosa, porque estuvimos
93 días en esta tan fuerte ciudad teniendo guerra de día y de noche, y he de
recitar lo que hicimos, pero no lo pongo por detalle porque sería cosa para
nunca acabar, y se parecería a los libros de Amadís o de caballerías”. De
manera que, venerable patriarca, si te parece, iremos a lo esencial y más
llamativo, aunque procurando ser claros.
-Sabias palabras, luminoso doncel. Anticipemos que habrá tres aspectos
fundamentales en la táctica de ataque. Los puentes eran de vital importancia.
Se conquistaban y los indios volvían a recuperarlos; hubo que cegar
trabajosamente los pasos; y costó mucho también encontrar la manera de
inutilizar las enormes estacas que, clavadas en el fondo, ponían en serio peligro a los bergantines.
Tenían también que andar muy atentos
para impedir que las canoas llevaran agua y alimentos a la ciudad asediada. Lo
dice Bernal añadiendo un dato de crueldad utilizada como arma militar: “Y como
los mexicanos andaban descuidados en sus canoas metiendo bastimentos, no había
día que no traían los bergantines canoas apresadas y muchos indios colgados de
las entenas”. A su vez, los españoles pagaron un alto precio con una trampa de
los nativos. Unas piraguas simularon huir; las siguieron dos bergantines, y
tropezaron de repente con un ‘invento’ nuevo de los mexicanos. “Habían hincado
de noche muchos maderos gruesos; cuando
encallaron los bergantines, atacaron los indios, hiriendo a todos los
españoles, por manera que mataron al capitán Portillo, gentil soldado que había
luchado en Italia, y al capitán Pedro Barba”. (Y lo vamos a mencionar nosotros, porque Bernal no lo hace: ya vimos
que este Pedro era teniente en Cuba, y le echó a Cortés un capote,
protegiéndole del gobernador Velázquez en el comienzo de la larguísima lista de
angustias, sinsabores y peligros que siempre le acompañaron). Sigamos con la
interminable guerra: Cortés ordenó que por nada del mundo se avanzara sin cegar
los pasos de los puentes; y por poco se nos muere Superbernal. (Mostrémoslo,
baby). Alvarado cumplió la orden de Cortés, y empezaron a destruir edificios
para utilizar los escombros: “Con los adobes y las maderas de las casas que
derrocábamos, cegábamos los pasos de los puentes, pero los mexicanos acordaron
pelear de otra manera; tenían hechos muchos hoyos dentro del agua que no los
podíamos ver, y salió tanta multitud de ellos a atacarnos que acordarnos
retraernos, sin que pudiésemos hacerlo por el sitio que teníamos cegado,
haciéndonos ir por la parte donde estaban los hoyos; pasábamos el agua a nado y
a vuelapié, y la mayoría caímos en los hoyos; apañaron los mexicanos cinco de
nuestros compañeros, y vivos los llevaron a Cuauhtémoc. De mí digo que me
habían echado mano muchos indios, y tuve manera para desembarazar el brazo, y
Nuestro Señor Jesucristo me dio esfuerzo para que a buenas estocadas que les di
me salvara. Y desde que me vi fuera del agua, me quedé sin sentido, sin me
poder sostener en mis pies y sin aliento, por causa de la fuerza que hice para
escabullirme de aquella gentecilla y de la mucha sangre que me salió. Cuando me
tenían agarrado, en el pensamiento yo me encomendaba a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, su bendita
madre, por donde me salvé. ¡Gracias a Dios por las mercedes que me hace!”.
(Foto: Toda su longeva vida se la pasó Bernal dando gracias a Dios por
ser de los pocos que escaparon de la muerte en las numerosísimas batallas de
México, y presumió, con muy justa razón, del orgullo de haber sido el
conquistador más antiguo de aquellas tierras, puesto que ya anduvo por allí en
las dos expediciones anteriores a la de Cortés. Ahora nos cuenta que tenía en
su pensamiento a Nuestro Señor cuando le agarraron los indios. Yo creo, hijos
míos, que también pensaba con horror en estos magníficos pero siniestros
templos de Tenochtitlán, y en el
tzompantli que está a la derecha: esa tremebunda “estantería” de calaveras).
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