(1389) Pronto se enteró el Gobernador
Acuña, que se encontraba en la población de Buena Esperanza, de la tragedia que
habían iniciado los mapuches, porque comenzaron a llegar de todos lados los
españoles fugitivos, hombres, mujeres y niños, que se habían salvado del saqueo
y de la destrucción de los logares vecinos. “La tropa se puso en armas, hizo
varias salidas por los campos inmediatos, y tomaron prisioneros a unos veinte criados
indios rebelados. Todos fueron inhumanamente matados a hachazos y estocadas
como culpables del delito de traición, concediéndoles, sin embargo, la gracia
de que los confesaran los padres jesuitas. El Gobernador, ya fuera que quería
ir a defender Concepción, como él mismo decía, o que pensara solamente poner a
salvo su persona, como dijeron sus acusadores, decidió evacuar Buena Esperanza.
Partieron de allí cerca de tres mil personas, soldados, religiosos, mujeres y
niños. Cuando, después de dos días de penosa marcha, llegaron a Concepción, el pueblo salió a recibirlos con la
más respetuosa veneración. La abandonada Buena Esperanza fue ocupada por los
indios, y, habiéndola saqueado completamente, le prendieron fuego destruyendo
la iglesia y las casas”.
José de Salazar, otro cuñado del
Gobernador, al que lo había nombrado sargento mayor, se encontraba al mando en
la ciudad de Nacimiento, que podía haber resistido los ataques de los indios,
pero tomó la decisión equivocada. Ordenó abandonarla: “La retirada debía
efectuarse por el río Biobío en una balsa grande y dos barcas. Fue inútil que
algunos le hicieran ver los inconvenientes de este viaje, ya que estaban en la
estación menos propicia. Sin atender a razones, mandó embarcar a toda la gente,
hombres, mujeres y niños, y se inició la retirada. Unos cuatro mil indios los
siguieron por ambas orillas, esperando que se presentase el momento oportuno
para caer sobre los fugitivos. Para que no continuaran encallándose en el río,
el sargento toleró un acto de la más inaudita inhumanidad. Muchas de las
mujeres fueron dejadas en tierra, y luego serían presa de los indios
sublevados. Pero las embarcaciones no pudieron llegar a la mitad de su camino,
porque encallaron en un banco. Cuentan las crónicas que los indios atacaron
entonces, y, finalmente, de muertos y prisioneros no se libró ninguno de los doscientos
cuarenta hombres que venían. El sargento mayor, José de Salazar, mal herido, se
echó al río, donde se ahogó con el capellán. Otros asentamientos españoles de
la zona de Concepción también fueron abandonados, pero no de forma
catastrófica. Los más importantes eran Chillán y Arauco. También Concepción se
vio seriamente amenazada, porque llegaban hora a hora las noticias de estas desgracias
llevadas por los mismos fugitivos que iban a buscar asilo contra la saña
implacable de los indios. Esta misma ciudad se vio pronto seriamente amenazada
por la general sublevación de toda la comarca. Partidas de indios tan
insolentes como resueltos, practicaban sus correrías en las inmediaciones, y
penetraban por las calles hasta dos cuadras de la plaza, apresando a las
mujeres y robando cuanto podían. Era tal el estado de alarma de los pobladores,
que, abandonando todos los hogares que no estaban en el centro de la ciudad, se
fueron a vivir en la plaza y en los edificios de sus contornos”.
(Imagen) La rebelión de los mapuches
estaba haciendo estragos, y las equivocaciones
de los dos cuñados del Gobernador, Juan y José de Salazar, le costaron
la vida a este y a muchos españoles, hasta el punto de que hubo una violenta
protesta general: “La excitación era más
fuerte cada hora contra el Gobernador, su familia y sus amistades. El 20 de
febrero de 1655, los del Cabildo y los vecinos de Concepción, llevando casi
todos las espadas desnudas, lanzaban los gritos de ¡viva el Rey y muera el mal
Gobernador Don Antonio de Acuña!, el cual buscó asilo en el convento de los jesuitas.
Uno de sus cuñados, el clérigo Salazar, también lo hizo. Los vecinos más significativos
de Concepción deliberaron acerca de la
persona que debiera tomar el mando. Los jesuitas convencieron al gobernador
Acuña para que renunciara a su puesto, ya que sería el único medio de que salvara
su vida. Los del Cabildo y los vecinos de Concepción proclamaron Gobernador al
veedor general del ejército, Francisco de la Fuente Villalobos, uno de los hombres
más respetables y acaudalados de la ciudad, siendo buen conocedor de los asuntos
administrativos y militares de Chile, por servir en este país desde 1605”. Francisco de la Fuente aceptó el cargo más por
obligación que por devoción, ya que consideró que, de no hacerlo, seguiría
habiendo conflictos civiles. Era de edad avanzada y tenía quebrantada la salud,
pero su gran lealtad al Rey le había
mantenido siempre al margen de las críticas que se le hacía al gobernador
depuesto, y, persuadido de que era su deber, aceptó la difícil misión que se le
encargaba. Desgraciadamente, también él va a cometer un error en el que ya
habían caído varios gobernadores, y se deberá precisamente a su humanitaria
condición: “Su primer acto fue comunicar a la audiencia de Santiago los graves
sucesos que acababan de tener lugar, y su elevación al mando. Sin descuidar las
providencias militares para la defensa de la ciudad, se dedicó a entablar
negociaciones con los indios sublevados, profundamente persuadido de que la
bondad que siempre había demostrado con ellos (había ejercido el cargo de
Protector de los Indios en la ciudad de Santiago) les haría comprender que
debían tener confianza en el cumplimiento de las promesas que les hiciese. ‘Pero,
como estaban tan recelosos y tan airados por los muchos daños y atrocidades que
se habían cometido con ellos -agrega el cronista Olivares-, prosiguieron la
guerra’. Las inútiles diligencias que hizo el veedor Villalobos para apaciguar
a los indios, fueron censuradas por los militares más experimentados de
Concepción, y más tarde dieron origen a serias acusaciones contra su conducta”.
En la imagen vemos el inicio de un expediente de méritos que presentó el año
1636, teniendo el título de capitán.