(1374) No había manera de remediar la
crónica escasez de soldados que se venía arrastrando en Chile desde hacía
muchos años: "En los primeros meses de su gobierno, Laso de la Vega había
comprendido que con los recursos que tenía a su disposición, no sólo le era imposible
dar término a la guerra araucana, sino que le sería muy difícil afianzar la paz
en la parte del país ya ocupada por los españoles. Desde Yumbel le había
escrito al Rey que, de los 1600 hombres que componían el ejército de Chile, 600
eran viejos e inútiles para el servicio de las armas. 'Será necesario -le
decía- que si Vuestra Majestad halla conveniencia en lo que le propongo, me envíe
2.000 hombres, y que vengan con armas'. Pero España no estaba entonces en
situación de prestar auxilio a sus colonias. Sin esperar a la improbable llegada
de estos refuerzos, Laso de la Vega estaba resuelto a engrosar su ejército por
cualquier medio, para la campaña del verano siguiente. Casi de inmediato,
anunció que los vecinos de Santiago que no estuvieran impedidos, debían prepararse
en pocos meses para salir a la guerra. Esta determinación provocó resistencias
muy fuertes. Numerosas personas se
preparaban para apelar ante la Real Audiencia, pero el Gobernador, previendo
este peligro, reunió ese tribunal el 7 de agosto, y, después de exponer la
situación militar del reino y las medidas que había decretado, pidió que no se
admitieran tales apelaciones. 'Y los dichos oidores -se indicaba en el acuerdo
adoptado-, unánimes y conformes, dijeron que a Don Francisco Laso de la Vega,
como Presidente de la Audiencia, Gobernador de Chile y Capitán General del
ejército, le corresponde disponer lo que
más conviniere al servicio de Su Majestad y bien general de este reino, a lo que
sus mercedes, los oidores, obedecerán con todo cuidado, para servir y a ayudar a su
señoría en cuanto se ofreciere'. A pesar del apoyo que esa decisión prestaba a
la autoridad del Gobernador, tuvo que celebrar conferencias y entrar en arreglos con el cabildo de Santiago
cuando llegó el momento de designar a los vecinos que habían de incorporarse a
las campañas".
Pero la decisión de los oidores era poco
efectiva, ya que los miembros del Cabildo iban a procurar que la cifra de
enrolados fuera muy limitada: "Insistieron en rebajar el número de los
vecinos que debían acompañar al Gobernador a la guerra, hasta reducirlo a poco
más de treinta. Ante lo cual, Laso de la Vega enroló por la fuerza a muchos
individuos de condición inferior que no tenían ocupación conocida, y consiguió
completar un refuerzo de ciento cincuenta soldados, que partieron para el sur a
principios de noviembre". El Gobernador permaneció en Santiago buscando
otros soldados para un plan más ambicioso: "Pensaba entrar en territorio
mapuche y llegar hasta La Imperial para infligir a los indios un castigo
tremendo. Esta resolución produjo en la capital una gran alarma. La Real
Audiencia juzgó que debía hacer oír su voz en esas circunstancias. Después de
una acalorada discusión, en la que el Gobernador sostuvo su decisión con la más
resuelta energía, la Audiencia, creyendo hacer uso de sus atribuciones,
extendió por escrito una protesta que, aunque moderada en la forma, le hacía
responsable ante el Rey de las calamidades que aquella campaña podía producir.
Las relaciones de esos dos poderes, del Gobernador y de la Audiencia, siempre
difíciles y expuestas a rupturas, tomaron desde ese día el carácter de la más
marcada hostilidad".
(Imagen) El maestre de campo, Francisco de Cea, le advirtió al Gobernador Laso de la Vega que los caciques Lientur, Butapichón y Quempuante parecían preparar un ataque con unos siete mil indios contra la plaza de Arauco: "El Gobernador se trasladó a Arauco y el 11 de enero de 1631, teniendo al enemigo casi a la vista, pasó revista a sus tropas, y contó 800 españoles y 700 indios amigos. 'Luego, según dice el historiador Tesillo, se confesaron todos con pía y santa devoción, ocupándose en esto ocho clérigos que allí estaban'. Los indios llegaron más tarde y decidieron esperar hasta el día siguiente para dar la batalla. Laso de la Vega, que imprudentemente se atrevió a salir a reconocer al enemigo, volvió luego a la plaza seguro de que la lucha sería inevitable. Al amanecer, el Gobernador, colocó sus tropas ordenadamente, y, al mismo tiempo que la infantería disparaba sus arcabuces, le ordenó al maestre de campo que hiciera una vigorosa carga, pero 'fue tan grande la resistencia del enemigo -dijo un testigo ocular-, que nuestra caballería se vio obligada a dar la vuelta, quedando todo en una situación incierta'. El Gobernador, que había quedado atrás para defender su ejército de un ataque por la retaguardia, temió que aquel primer fracaso pudiera convertirse en un desastre general, y, poniéndose a la cabeza de los 150 hombres que formaban su reserva, compuesta en su mayor parte de oficiales, embistió denodadamente contra el enemigo. Su ejemplo y su palabra alentó a los suyos. La caballería española, que se había desordenado, volvió a reunirse, y cargó contra los indios con nuevo ímpetu, haciéndoles vacilar y luego retroceder. A las espaldas de estos se extendían unos pantanos a los que los españoles daban el nombre de Albarrada. En ellos se atollaron los caballos de los primeros grupos de indios que iniciaban su retirada. Los otros pelotones que los seguían, obligados a dividirse para salvar ese obstáculo, comenzaron a dispersarse en todas direcciones. Mientras la infantería española mantenía sus fuegos, la caballería, repuesta de su primera perturbación y bien ordenada, emprendió la implacable persecución de los bárbaros, acuchillándolos sin piedad, y apresando a los que no oponían resistencia. Se estima en 580 el número de los cautivos cogidos ese día y en 812 el de los indios muertos en la batalla y en la fuga. Los españoles, además, tomaron un número muy considerable de caballos, quitados al enemigo o abandonados por él, al paso que la victoria les costaba a los españoles solo pérdidas muy insignificantes, algunos soldados heridos y un indio amigo muerto en la pelea. Esa victoria que, sin duda, era la más importante que habían conseguido los españoles en Chile, tuvo que alentar su orgullo y sus esperanzas de poder terminar definitivamente la guerra". Pero su optimismo era excesivo.
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