(1382) Pero, a pesar de sus preocupaciones
estratégicas, el Gobernador Francisco López de Zúñiga preparó su campaña: “Sus
tropas, que debían salir de expedición el próximo verano, formaban un total de
cerca de mil setecientos hombres, en su mayor parte soldados de experiencia en
aquellas guerras. Emprendió la marcha hacia el sur el 4 de enero de 1640 (comienzo
del verano chileno), y sin hallar resistencia de ningún género, avanzó
hasta las orillas del río Cautín. Los indios, escarmentados por sus desastres
anteriores, habían abandonado, según su costumbre, sus chozas y sus campos,
refugiándose en montañas y bosques. Pero, sorprendentemente, el cacique Lincopichón
se presentó en el campamento español a conferenciar sobre la paz, y fue
recibido afectuosamente por el Gobernador. Pronto surgió una división de
pareceres entre los capitanes españoles. Los más experimentados en aquella
guerra no confiaban en las propuestas de paz que hacían los indios. Creían que,
como siempre, solo pensaban en salvar sus sementeras y ganados de la
destrucción que los amenazaba, para sublevarse de nuevo después de las
cosechas. Además, sabían que las negociaciones celebradas con uno o varios
caudillos serían absolutamente estériles, ya que los enemigos no formaban un
cuerpo de nación sometido a una sola cabeza. Pero el Gobernador, mucho menos
conocedor del carácter de los indios, y sometido también a los consejos de los
jesuitas que iban en su compañía, uno de los cuales era su propio confesor (el
padre Francisco de Vargas), se inclinaba a dar oído a las proposiciones de
Lincopichón, creyendo llegar por este medio a la pacificación definitiva del
país. Movido por estos sentimientos, se abstuvo de cualquier acto de hostilidad,
y después de largas conferencias con los indios, se separó de ellos en términos
amistosos. El Gobernador volvía a su territorio para celebrar la paz, y
Lincopichón y sus indios quedaban tranquilos en sus tierras, y resueltos, según
decían, a inclinar a las otras tribus a someterse a los españoles”.
A pesar de que el Gobernador sabía que el
Rey ya había llegado al convencimiento de que el sistema de ‘mimar’ a los
mapuches había fracasado, le ocultó que él se había decidido a emplearlo, y
falseó los datos: “Francisco Laso de la Vega había engañado al soberano cuando
le dio cuenta de las supuestas victorias alcanzadas contra el enemigo. El
ejército, diezmado por la guerra, por las pestes y por las deserciones, tenía
muchos soldados ya inútiles para el servicio. Los indios amigos se hallaban
también muy reducidos por idénticas causas. La nueva ciudad de Angol, situada
desventajosamente, en un lugar malsano, lejos de ser de alguna utilidad, era un
peligro porque estaba expuesta a ser presa del enemigo cuando este quisiera
tomarla. La situación de los indios de guerra, por el contrario, era más
ventajosa que nunca. Lejos de haberse retirado de la frontera, como había
escrito Laso de la Vega, estaban más atrevidos que nunca, podían poner en pie
al norte del río Imperial un ejército de seis mil hombres, y hacían frecuentes
correrías en el territorio ocupado por los españoles”. E, incluso, se atrevió a
decirle al Rey: ‘A mi parecer, lo más conveniente en el estado actual para esta
conquista, ha de ser agasajar a estos rebeldes, procurando atraerlos por buenos
medios a que se reduzcan en amistad, mostrándoles asimismo para ello el rigor
de las armas, como yo lo he hecho en esta campaña’.
(Imagen) A lo ya dicho sobre el Gobernador
de Chile FRANCISCO LÓPEZ DE ZÚÑIGA, añadiré datos acerca de sus actuaciones
posteriores. Resultó que López de Zúñiga, de forma sorprendente, consiguió que
el Rey Felipe IV le permitiera aplicar otra vez la táctica (condenada al
fracaso) de emplear la vía diplomática con los mapuches. Poco después, le
surgió al Gobernador otro problema ya sufrido en Chile. El año 1643 llegó a las
costas de Chiloé el pirata holandés Hendrik Brouwer con la misión concreta de
aliarse con los araucanos, atacar a los españoles y establecerse en Valdivia.
El Gobernador pidió ayuda al virrey de Perú, don Pedro de Toledo, el cual le
envió la Escuadra del Pacífico bajo el mando de su hijo, Antonio de Toledo, lo
que bastó para que los piratas salieran huyendo. El Gobernador, de inmediato,
se dispuso a fortificar Valdivia, y dejó en la ciudad 700 soldados. Estaba
previsto que su nombramiento como gobernador durara ocho años, pero, bastante
antes, le pidió al Rey ser sustituido. “Deseo, le escribió al Rey, servir a
Vuestra Majestad en diferente parte. Sírvase darme licencia para ir a servir en
presencia de Vuestra Majestad, para que mi labor tenga mejor provecho que en
estos destierros”. Y cumplidos cinco años de ejercicio, el Rey nombró como
sustituyo suyo a Martín de Múgica y Buitrón (año 1644), quien llegó a Chile en
1646. Como a todo funcionario público, a López de Zúñiga se le hizo el
preceptivo ‘juicio de residencia’, con resultado muy honroso para él, por el buen
cumplimiento de sus obligaciones como gobernador, siendo valorado también que
liberó de los mapuches a muchos españoles e indios amigos que tenían apresados.
López de Zúñiga se trasladó a Lima con su familia, donde permanecieron hasta el
año 1654, cuando él tenía 55 años, emprendiendo entonces todos juntos viaje de
retorno a España. Se detuvieron unos días en Cuba, y los dos cónyuges
aprovecharon la estancia para redactar su testamento, en julio de 1656. Es
posible que fuera habitual formalizarlo por los peligros de la larga travesía
marítima, pero, en su caso, resultó premonitorio, y no, precisamente, por los
riesgos meteorológicos. Estando ya la nave (en setiembre de 1656), junto a
otras tres que iban en convoy, frente a las costas andaluzas, tuvieron la
fatalidad de ser atacados por piratas ingleses. La batalla duró hasta el
anochecer, y, en ella, resultaron muertos Francisco López de Zúñiga, su mujer,
María de Salazar Coca, y sus hijos Diego y Juana, siendo apresados los otros
cinco que tenían, aunque, pasado un tiempo,
los dejaron libres. Pero, como la vida sigue, vemos en la imagen un
documento por el que los supervivientes, que eran menores de edad, reclamaron
en 1656 la herencia de sus fallecidos padres, el Marqués y la Marquesa de
Baides.
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