jueves, 28 de julio de 2022

(1787) Antonio de Acuña fue uno de los gobernadores más torpes. Su mujer lo manejaba para que favoreciera a sus hermanos. Acuña nombró a un inepto cuñado suyo maestre de campo, y su falta de visión provocó una catástrofe.

 

     (1387) Los errores de la ilusoria estrategia y otros aspectos políticos produjeron un gran malestar en Chile: “El castigo aplicado a los indios cuncos después del crimen cometido en marzo anterior, les parecía irrisorio a los militares. El Gobernador Antonio de Acuña, hombre entrado en años, se había casado en Perú con una mujer joven llamada doña Juana de Salazar, que ejercía sobre él un predominio absoluto. Los parientes de ella habían visto en el ascenso político de don Antonio el medio de llegar a un rango más elevado y de enriquecerse. Así pues, al lado del Gobernador se fueron agrupando una hermana de su mujer, casada con un caballero que obtuvo un título de capitán, dos hermanos de ella, casados y pobres, otro hermano clérigo y algunos parientes. El Gobernador le dio el mando de la importante plaza de Boroa a a don Juan de Salazar, uno de sus cuñados. El otro cuñado, don José de Salazar, que vino de Perú en el puesto de capitán, fue elevado al rango de maestre de campo general, quedando desairados los militares que habían prestado largos servicios en la guerra de Chile. Pero, además, don Antonio de Acuña estaba sometido a presiones de otro tipo. Ya hemos visto su respetuosa atención a los consejos de los padres jesuitas, y que estos se oponían firmemente a la renovación de las operaciones bélicas, persuadidos de que los tratos de paz celebrados con los indios iban a producir en poco tiempo su conversión al cristianismo y el reconocimiento de la soberanía del rey de España. En estas vacilaciones del Gobernador contaba mucho la debilidad de su carácter, pero también la provisionalidad de su cargo”.

     Se refiere Diego Barros a que Antonio de Acuña seguía siendo gobernador interino de Chile, porque esa había sido la voluntad del Rey. Sin embargo, pronto cambiaron las cosas. La intención de Felipe IV era darle el puesto titular a Pedro Carrillo de Guzmán, un militar que alcanzó gran prestigio en la guerra de Portugal. Por alguna razón desconocida, el escogido no llegó a aceptar el cargo, y el Rey, el 18 mayo de 1652, se lo concedió a Antonio de Acuña por espacio de ocho años. Y dice Barros: “El gobernador don Antonio de Acuña y Cabrera debió de sentirse desde ese día más consolidado en el poder, pero una larga serie de desaciertos, a los que lo arrastraba la debilidad de su carácter, iba a hacer de este nombramiento el origen de grandes desgracias para él y para el reino de Chile”.

     Los soldados del Gobernador de Chile, viendo que ya ejercía como titular, le insistieron en que aplicara un castigo ejemplar a los indios. No solo lo hacían por razones estrictamente militares, pues también esperaban lucrase vendiendo como esclavos a los que pudieran apresar, y en este interés participaba Juan de Salazar, cuñado de Antonio de Acuña, al que, como hemos visto, lo había nombrado, con nepotismo, maestre de campo de todo el ejército: “El Gobernador, juzgando que aquella situación lo autorizaba para declarar obligatorio el servicio militar a los vecinos encomenderos, como se hacía en años atrás, determinó hacerlo, pero no obtuvo los contingentes que esperaba. No obstante, equipó lo mejor posible a sus hombres y compró cuatrocientos caballos, dejando todo listo para la campaña. Sus fuerzas constaban de novecientos soldados españoles y mil quinientos indios amigos, bajo el mando del maestre de campo don Juan de Salazar, promotor principal de la empresa”.

 

     (Imagen) Va a resultar que ANTONIO DE ACUÑA, Caballero de Santiago y nacido en Seseña (Toledo), fue uno de los gobernadores de Chile menos dotados. Se dejaba influir por su entorno familiar, y cometió el gravísimo error de nombrar maestre de campo a  su cuñado, Juan de Salazar Palavicino, que no estaba a la altura del cargo y era un aprovechado. El gobernador partió con su ejército para castigar a los indios cuncos por las matanzas que hicieron, pero ellos ya estaban a la espera. Y nos cuenta Diego Barros:  “Al llegar donde se encontraban, el maestre de campo, que creía segura la victoria, y que tenía ansias de coger inmediatamente algunos centenares de cautivos, mandó hacer un puente con balsas de madera. La improvisada construcción no era muy sólida, y tenía, además, otros inconvenientes que preocuparon a los capitanes más experimentados del ejército. Manifestaron que ese puente podía partirse con el peso de la tropa, y que, por ser muy estrecho, no se podía atravesar con la rapidez necesaria, de manera que las primeras compañías que llegasen a la orilla opuesta corrían gran peligro de perecer a manos de los indios sin que se les pudiera prestar socorro. Don Juan de Salazar no hizo caso de estas prudentes observaciones, y dio la orden de iniciar la marcha. Conociendo el peligro al que se les arrastraba, muchos soldados se confesaron para morir como cristianos. Desgraciadamente, los pronósticos se hicieron realidad. Pasaron el puente  unos doscientos hombres, entre españoles e indios amigos, y, al tomar tierra en la orilla opuesta, se vieron atacados por fuerzas mucho más numerosas, teniendo que sostener un combate desesperado sin poder recibir socorro de los suyos. Casi todos ellos perecieron, y, los que se precipitaron al río esperando hallar su salvación, fueron arrastrados por la corriente o alanceados por los enemigos, que los perseguían con el más encarnizado tesón. A la vista de este fracaso, don Juan de Salazar mandó que los otros cuerpos de tropas acelerasen el paso del río, pero esta orden produjo una desgracia mayor. El puente, quizá porque se dislocaran las balsas que le servían de base, se rompió repentinamente, precipitando al agua a casi todos los que lo iban atravesando. Estas operaciones fueron un verdadero desastre. El ejército perdió un sargento mayor, cuatro capitanes, varios oficiales inferiores, cien soldados españoles y cerca de doscientos indios amigos. La tropa, viendo los resultados de la inexperiencia y de la precipitación de su jefe, perdió toda confianza en su capacidad. El maestre de campo, por su parte, perturbado por aquella tragedia y sin crédito ni prestigio ante sus propios soldados, se vio en la necesidad de ordenar la vuelta de su ejército a la frontera del río Biobío”.




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