lunes, 25 de julio de 2022

(1784) Todo era muy lento. Muerto un gobernador en Chile, se nombraba a otro interino, hasta que desde España se escogiera al titular. El nuevo interino, Alonso de Figueroa, ya anciano, le pidió al Rey, inútilmente, un nombramiento titular.

 

     (1384) Fallecido el gobernador Miguel de Múgica y Buitrón, tocaba efectuar el nombramiento de un sustituto. Y surgieron algunos problemas de rivalidades competenciales. Felipe IV, en mayo de 1635, le había reservado al virrey de Perú la facultad de tener ya señalado el nombramiento de las vacantes que se produjeran en el futuro. El virrey, siguiendo ese procedimiento, envió un comunicado a la Real Audiencia de Chile ordenando que fuera reconocido como Gobernador Interino el maestre de campo Alonso de Figueroa y Córdoba. Pero el oidor más antiguo de la Audiencia, Nicolás Polanco de Santillán, argumentando que Figueroa había sido elegido por el Marqués de Mancera, que hacía ya un año que cesó como virrey, pretendió que se le asignara a él el cargo, siguiendo la vieja tradición. Sin embargo sus compañeros, los oidores, rechazaron su reclamación.

     Y nos cuenta Diego Barros:  “Era el nombrado gobernador interino, Alonso de Figueroa y Córdoba (que lo será durante 13 meses), un militar envejecido en el servicio de las armas. Soldado desde la edad de dieciséis años, llegó a Chile en 1605, en el refuerzo de tropas que trajo de España el general don Antonio de Mosquera, y había recorrido aquí todos los grados de la milicia, hasta llegar al de maestre de campo, que poseía hacía veinticuatro años. Aunque no podía lucir servicios tan brillantes como algunos otros capitanes de su tiempo, su carrera estaba limpia de toda mancha, y gozaba del respeto de sus compañeros de armas. Sus escasos bienes de fortuna lo mantenían en una posición modesta, lo que no había impedido que algunos de los gobernadores lo distinguieran con particular aprecio. Don Martín de Mújica lo había honrado con su confianza, hasta el punto de darle uno de los cargos más importantes del reino, el de gobernador de la ciudad de Valdivia, que en esos mismos días iba a quedar vacante porque su titular, el capitán Gil Negrete, iba a pasar al gobierno de Tucumán por designación del Rey. Figueroa y Córdoba fue recibido en Concepción a mediados de mayo en el cargo de gobernador interino. Centró su atención en los asuntos militares:   ‘Habiendo llegado el tiempo de ponerse en campaña con el ejército  -le escribió al Rey-, me lo entorpeció la gran falta de provisiones que ha sufrido este reino de Chile desde hace años. Me he visto obligado a esperar cortas cosechas para proseguir la marcha hasta donde se pudiese.  A la espera de que esto se consiga, añade, y para no tener la gente ociosa, ordené que se hiciese una entrada en las tierras enemigas con buen número de gente, para que, con el destrozo que se les haga  y con las necesidades que padecen, se les obligue a rendirse al debido vasallaje de Vuestra Majestad y a las autoridades de la Iglesia’. Estas correrías, enteramente ineficaces para obtener el sometimiento de los indios, y mucho más aún su conversión al cristianismo, solo daban como resultado la captura de algunos prisioneros que luego eran negociados como esclavos. Además, aunque el gobernador interino pensó en los primeros días de mando acometer empresas militares de alguna trascendencia, su entusiasmo debió enfriarse pronto. Su primer cuidado al recibir el gobierno interino había sido escribir al Rey de España y al Virrey del Perú pidiéndoles  que lo confirmaran en calidad de Gobernador Titular de Chile,  pero sólo cosechó una bochornosa decepción”.

 

      (Imagen) Era lógico que ALONSO DE FIGUEROA Y CÓRDOBA, recién nombrado Gobernador Interino de Chile quisiera serlo titular, y se lo pidió al Rey con buenas razones, y otras adornadas. Le escribió en julio de 1649 (es la carta de la imagen): “Le dije al nuevo virrey del Perú cuán conveniente era para el servicio de Vuestra Majestad que dirigiese estas guerras persona experta en ellas, que tuviese conocimiento de cómo hay que hacérselas a estos indios, pues es todo muy distinto a lo de Europa, y de la manera de conservarlos en paz y sujetar a los rebeldes. Por faltar este conocimiento a los gobernadores que vienen de España y querer gobernar aquí con los mismos métodos de Flandes o de Italia, aunque han sido grandes soldados y de mucha fama en aquellas partes, no se ha dado fin a esta guerra y se ha errado siempre la manera. Ya que este gobierno me ha caído a mí en suerte, y es notorio el acierto con que he mandado durante los 45 años que he servido a Vuestra Majestad en el ejército, ocupando el puesto de maestre de campo general durante más de 24 años, con triunfos tan gloriosos, que no los tuvo mayores este reino de Chile desde su principio, y que no era menos notoria la calidad de mi sangre y las obligaciones que he tenido con mi mujer y mis siete hijos, que son nietos de los primeros conquistadores de este reino y de Perú, sin más caudal que mis méritos, pues he siempre servido desnudo de intereses y celoso del mayor servicio a Vuestra Majestad, desearía que me confirmase el nombramiento, como titular, del puesto de Gobernador de este reino, de manera que así, con esta merced o con otra de su real mano, premie mis méritos. Pues, sin atender a mi calidad, servicios y pobreza, ni a que actualmente me hallaba en el ejercicio de este puesto, Vuestra Majestad se lo ha otorgado al maestre de campo don Antonio de Acuña y Cabrera, dejándome a mí con mayores dificultades para mi decente lucimiento y con menos caudal para poder superarlas, pues apenas puedo sustentar moderadamente a mi pobre y desamparada familia”. Y añade Diego Barros: “El anciano militar (tenía unos 60 años), al recibir en octubre de ese año (1649) la negativa del Virrey a sus pretensiones, tuvo que sentirse desanimado para emprender las campañas que había proyectado. Sin embargo, su sucesor tardaba en llegar, y mientras tanto las hostilidades de los indios en la comarca de Valdivia se hacían más inquietantes. En la noche del 24 de diciembre, conducidos por uno de los soldados españoles que habían desertado de la ciudad de Valdivia, asaltaron un fuerte que sólo distaba una legua de ella, mataron a casi todos los soldados que lo defendían, apresaron a otros y prendieron fuego a las empalizadas y habitaciones”.




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