(1381) El Gobernador López de Zúñiga le
escribió pronto al Rey: “Las informaciones que Vuestra Majestad recibió de mis
antecesores sobre fuertes que hay en este reino de Chile se refieren a los que
ha habido de veinte años a esta parte, excepto el fuerte de Angol, que lo hizo
don Francisco Laso. Las tropas que he hallado, son más de apariencia que de
realidad, pues, de 2.000 plazas de españoles que están consignadas, solo hallo
efectivos 1738, y tan mal armados, que malamente pueden prestar servicio, y
menos en esta guerra, en la que, además, se teme a diario que puedan venir los
enemigos de Europa (los piratas). Por esto, debe Vuestra Majestad mandar
que se envíen de España 600 arcabuces, 200
mosquetes y 400 hierros de picas. Aunque conozco muy bien los vivos aprietos en
que Vuestra Majestad se halla, mi celo por
servirle en lo que de mí depende, me
obliga a señalarlo”.
Pero ni siquiera estas escasas peticiones
fueron atendidas en la Corte, demasiado ocupada en otros asuntos más
apremiantes. López de Zúñiga tuvo que adaptarse a los medios que tenía, por lo
que se vio obligado a presionar a los vecinos para que colaborasen militarmente
en la guerra, viejo tema nunca bien resuelto:
“Se supo entonces que los indios de Arauco preparaban una gran invasión y los
españoles de la frontera mapuche avisaban que no tenían fuerzas
suficientes para resistir al enemigo. El
Gobernador, persuadido de de que eso lo facultaba para obligar a los vecinos de
Santiago a salir de campaña con sus armas y caballos, lo dispuso así por bando
que hizo publicar en la ciudad. Ante la oposición del Cabildo, el Gobernador,
apoyándose en la libertad de decisión que el Rey le concedía para casos de
emergencia, mantuvo que los peligros que amenazaban la frontera por la
anunciada invasión de los indios, le había obligado a enrolar a los vecinos para la defensa del
reino de Chile. Sin embargo, no queriendo emplear para ello medios coercitivos
y violentos, solo pudo reunir algunos voluntarios para participar en la campaña”.
Pero, sorprendentemente, tomó una decisión
arriesgada, quizá por falta de experiencia en Chile. Cayó en la ingenua tentación
de intentar de nuevo utilizar las buenas maneras con los mapuches, asunto que
parecía definitivamente desechado, incluso por
el Rey, y que tantos desastres ocasionó: “El nuevo Gobernador no tenía,
en realidad, el propósito de dar impulso a las operaciones militares. Sometido
desde su llegada a Chile a los consejos de los padres jesuitas (erre que
erre), cuyo poder y cuya influencia eran cada día mayores, se sentía
inclinado a hacer revivir el proyecto de pacificación en que había fracasado el
padre Luis de Valdivia. El Marqués de Baides llegó a persuadirse de que la
guerra de Chile era interminable a menos de contar con recursos imposibles de
conseguir (en eso llevaba razón). De acuerdo con la Real Audiencia, hizo
levantar en Santiago una información en la que declararon diez personas de las
más expertas, celosas y calificadas de esta ciudad, para probar al Rey que, mientras
el poder español se había debilitado en Chile por las epidemias y las
deserciones de los soldados, los indios estaban en una situación mejor para
continuar la resistencia”.
(Imagen) El nuevo gobernador estaba
perplejo, y no sabía cómo actuar con los indios, porque fue consciente de que
el problema era crónico y sin visos de solución. Hizo consultas y le mandó al
Rey el siguiente informe: «La guerra de este reino y pacificación de estos
rebeldes, según la opinión de soldados veteranos, se halla al presente no menos
dificultosa que antes, y tanto, que, siguiendo la manera en que hasta ahora se
ha utilizado, se puede suponer prudentemente que se tardará largos años en
llegar a su conclusión, pues se teme que
sea perpetua, ya que se considera al enemigo más experimentado con el continuo
ejercicio que ha tenido de las armas, y más resistente por los muchos ataques
que se le han hecho. Y, además, como las tribus se han retirado para
protegerse, han conseguido entre sí mayor unión
para defenderse y guerrearnos. Se estima que una de las causas
principales de la duración de esta guerra tan larga, es la de no haberse
utilizado una forma igual y conveniente de enfrentarse a ella, mudándose en
cada gobernación. En unas se practica más la táctica de los ataques rápidos, en
otras las correrías, y en otras la resistencia en fuertes y poblaciones. Los más
versados del ejército dicen que, de no ser mayor el número de soldados, es
imposible someter a estos indios, pues ni siquiera serían suficientes las dos
mil plazas con que está previsto completar este ejército de Chile”. Aunque no
proponían expresamente el restablecimiento del sistema de la ilusoria guerra
defensiva, el Gobernador y los oidores de la Audiencia Real dejaban ver que el sometimiento
de los indios por medio de las armas era absolutamente irrealizable con los
recursos que había. Al partir de
Santiago, a fines de noviembre de 1639, el Gobernador estaba perplejo, sin
saber de qué manera utilizar las operaciones militares. Tan angustiado se
encontraba, que, según cuentan las crónicas, solo confiaba en un milagro: “Para
ver qué modo tendría de sujetar al enemigo, pidió a los dos obispos, don fray
Gaspar de Villarroel (de Santiago) y don Diego Zambrano de Villalobos (de
Concepción), y a todas las órdenes religiosas que encomendasen a Dios una causa
que estaba al servicio de Dios y del Rey, esperando, con el favor de la
santísima Virgen, de la que era devoto, y de la intercesión de los santos,
tener buenos éxitos y conseguir buenos fines en sus buenos intentos. Hizo
bordar en su bandera con primor la imagen de Nuestra Señora a un lado, y al
otro lado la del apóstol de oriente san Francisco Javier, a quien tomó por
patrón de sus empresas para que alcanzase de Dios la conversión de estos indios”.
Llama la atención el temprano protagonismo de San Francisco Javier, canonizado en
1622 (o sea, tan solo 17 años antes de estas angustias del Gobernador).
No hay comentarios:
Publicar un comentario