jueves, 21 de julio de 2022

(1781) Se repite lo de siempre. El Gobernador Lopez de Zúñiga sólo pudo reclutar a pocos vecinos de Santiago, pidió ayudas al Rey y tampoco llegaban. Además, cometió el gravísimo error de volver a las buenas maneras con los mapuches.

 

     (1381) El Gobernador López de Zúñiga le escribió pronto al Rey: “Las informaciones que Vuestra Majestad recibió de mis antecesores sobre fuertes que hay en este reino de Chile se refieren a los que ha habido de veinte años a esta parte, excepto el fuerte de Angol, que lo hizo don Francisco Laso. Las tropas que he hallado, son más de apariencia que de realidad, pues, de 2.000 plazas de españoles que están consignadas, solo hallo efectivos 1738, y tan mal armados, que malamente pueden prestar servicio, y menos en esta guerra, en la que, además, se teme a diario que puedan venir los enemigos de Europa (los piratas). Por esto, debe Vuestra Majestad mandar que se envíen de España 600 arcabuces,  200 mosquetes y 400 hierros de picas. Aunque conozco muy bien los vivos aprietos en que Vuestra Majestad se halla, mi  celo por servirle  en lo que de mí depende, me obliga a señalarlo”.

     Pero ni siquiera estas escasas peticiones fueron atendidas en la Corte, demasiado ocupada en otros asuntos más apremiantes. López de Zúñiga tuvo que adaptarse a los medios que tenía, por lo que se vio obligado a presionar a los vecinos para que colaborasen militarmente en la guerra, viejo tema  nunca bien resuelto: “Se supo entonces que los indios de Arauco preparaban una gran invasión y los españoles de la frontera mapuche avisaban que no tenían fuerzas suficientes  para resistir al enemigo. El Gobernador, persuadido de de que eso lo facultaba para obligar a los vecinos de Santiago a salir de campaña con sus armas y caballos, lo dispuso así por bando que hizo publicar en la ciudad. Ante la oposición del Cabildo, el Gobernador, apoyándose en la libertad de decisión que el Rey le concedía para casos de emergencia, mantuvo que los peligros que amenazaban la frontera por la anunciada invasión de los indios, le había obligado a  enrolar a los vecinos para la defensa del reino de Chile. Sin embargo, no queriendo emplear para ello medios coercitivos y violentos, solo pudo reunir algunos voluntarios para participar en la campaña”.

     Pero, sorprendentemente, tomó una decisión arriesgada, quizá por falta de experiencia en Chile. Cayó en la ingenua tentación de intentar de nuevo utilizar las buenas maneras con los mapuches, asunto que parecía definitivamente desechado, incluso por  el Rey, y que tantos desastres ocasionó: “El nuevo Gobernador no tenía, en realidad, el propósito de dar impulso a las operaciones militares. Sometido desde su llegada a Chile a los consejos de los padres jesuitas (erre que erre), cuyo poder y cuya influencia eran cada día mayores, se sentía inclinado a hacer revivir el proyecto de pacificación en que había fracasado el padre Luis de Valdivia. El Marqués de Baides llegó a persuadirse de que la guerra de Chile era interminable a menos de contar con recursos imposibles de conseguir (en eso llevaba razón). De acuerdo con la Real Audiencia, hizo levantar en Santiago una información en la que declararon diez personas de las más expertas, celosas y calificadas de esta ciudad, para probar al Rey que, mientras el poder español se había debilitado en Chile por las epidemias y las deserciones de los soldados, los indios estaban en una situación mejor para continuar la resistencia”.

 

     (Imagen) El nuevo gobernador estaba perplejo, y no sabía cómo actuar con los indios, porque fue consciente de que el problema era crónico y sin visos de solución. Hizo consultas y le mandó al Rey el siguiente informe: «La guerra de este reino y pacificación de estos rebeldes, según la opinión de soldados veteranos, se halla al presente no menos dificultosa que antes, y tanto, que, siguiendo la manera en que hasta ahora se ha utilizado, se puede suponer prudentemente que se tardará largos años en llegar a su  conclusión, pues se teme que sea perpetua, ya que se considera al enemigo más experimentado con el continuo ejercicio que ha tenido de las armas, y más resistente por los muchos ataques que se le han hecho. Y, además, como las tribus se han retirado para protegerse, han conseguido entre sí mayor unión  para defenderse y guerrearnos. Se estima que una de las causas principales de la duración de esta guerra tan larga, es la de no haberse utilizado una forma igual y conveniente de enfrentarse a ella, mudándose en cada gobernación. En unas se practica más la táctica de los ataques rápidos, en otras las correrías, y en otras la resistencia en fuertes y poblaciones. Los más versados del ejército dicen que, de no ser mayor el número de soldados, es imposible someter a estos indios, pues ni siquiera serían suficientes las dos mil plazas con que está previsto completar este ejército de Chile”. Aunque no proponían expresamente el restablecimiento del sistema de la ilusoria guerra defensiva, el Gobernador y los oidores de la Audiencia Real dejaban ver que el sometimiento de los indios por medio de las armas era absolutamente irrealizable con los recursos que había.  Al partir de Santiago, a fines de noviembre de 1639, el Gobernador estaba perplejo, sin saber de qué manera utilizar las operaciones militares. Tan angustiado se encontraba, que, según cuentan las crónicas, solo confiaba en un milagro: “Para ver qué modo tendría de sujetar al enemigo, pidió a los dos obispos, don fray Gaspar de Villarroel (de Santiago) y don Diego Zambrano de Villalobos (de Concepción), y a todas las órdenes religiosas que encomendasen a Dios una causa que estaba al servicio de Dios y del Rey, esperando, con el favor de la santísima Virgen, de la que era devoto, y de la intercesión de los santos, tener buenos éxitos y conseguir buenos fines en sus buenos intentos. Hizo bordar en su bandera con primor la imagen de Nuestra Señora a un lado, y al otro lado la del apóstol de oriente san Francisco Javier, a quien tomó por patrón de sus empresas para que alcanzase de Dios la conversión de estos indios”. Llama la atención el temprano protagonismo de San Francisco Javier, canonizado en 1622 (o sea, tan solo 17 años antes de estas angustias del Gobernador).



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