(1385) Aunque parezca mentira, había
gobernadores de Chile que caían de nuevo en la trampa de querer utilizar una
amable diplomacia para que los mapuches aceptaran definitivamente la paz, y, en
estos nuevos intentos, siempre aparecía la intervención de algún jesuita: “Más
al sur todavía, los indios tomaron como prisioneros a un padre jesuita de mucho
prestigio, llamado Agustín Villaza, y a los españoles que en su séquito habían
entrado confiadamente en el territorio enemigo con el propósito quimérico de
convertir a los indios. El gobernador Alonso de Figueroa, en vista de estos
hechos, se vio forzado a renovar en aquellos lugares las operaciones militares.
Mientras las tropas españolas que guarnecían Valdivia y Boroa hacían la guerra
a los indios rebeldes de esa región, el capitán don Ignacio Carrera Iturgoyen,
que acababa de recibir el nombramiento de gobernador de Chiloé, desembarcaba en
Carelmapu al frente de una buena columna, y a comienzos de invierno de 1650, hizo
una dura campaña para escarmentar a las tribus indígenas de la comarca de
Osorno”. Aunque Diego Barros no lo dice, uno de los resultados fue que el
cacique de Osorno puso en libertad al padre Agustín Villaza, y es de suponer
que también lo haría con sus acompañantes.
El nuevo gobernador, Antonio de Acuña y
Cabrera, tardó ocho meses en iniciar su
viaje hacia Chile: “Era un viejo militar que gozaba en Perú de cierto
prestigio, más que por sus propios méritos, por la influencia de algunos
parientes que tenía en la Corte de España. Antiguo soldado de las guerras de
Flandes, no había alcanzado en ellas el renombre que tuvieron otros capitanes
que habían venido antes a Chile. Con la protección de su tío don Hernando Ruiz
de Contreras, que fue secretario de Estado de Felipe IV, obtuvo un puesto de
corregidor en Perú, y luego el cargo de maestre de campo de la plaza del Callao
(Lima) y el hábito de la Orden de Santiago. Tras ser confirmado como gobernador
titular de Chile, partió en una nave hacia su destino a mediados de marzo de
1650, llevando una compañía de infantería y el fondo económico destinado a los
soldados”.
Fue recibido el 4 de mayo en Concepción
con la solemnidad y las fiestas habituales, pero, ya de entrada, le adornaron
la real situación del eterno problema con los mapuches, como si faltara poco
para que todos los indios de Chile renunciaran a su rebeldía. Convencido pronto por los jesuitas, mandó
suspender los ataques y poner en libertad a los indios que estaban presos. De
hecho, indios de distintos lugares le pedían que se negociaran paces. El
Gobernador, viendo aquello muy positivo, le encargó al veedor Francisco de la
Fuente Villalobos que fuera a Concepción para invitar a todos los indios a una
reunión que se celebraría el mes de enero con el fin de dejar establecida la
paz de forma definitiva. Por entonces, el Gobernador se enteró de que el
capitán Luis Ponce de León había apresado al otro lado de los Andes, a algunos
indios puelches, con el fin de venderlos como esclavos. Su reacción fue
inmediata: “El Gobernador, reprobando públicamente estas operaciones, dispuso
que el padre Diego de Rosales partiese de Boroa a la tierra de los puelches
para dar libertad a los cautivos y para demostrar a esos indios las ventajas de
la paz que se les ofrecía. El jesuita Rosales desempeñó sin inconvenientes ese
encargo, y volvió a Boroa en enero siguiente persuadido de que se acercaba el
término de aquella larga y fatigosa guerra contra los indios”.
(Imagen) Está claro que la influencia y el
prestigio de los jesuitas iban creciendo de manera muy notable en Chile.
Tenían, sin duda, gran mérito como clérigos cultos y ejemplares, con varios
miembros ya canonizados, pero su terca postura, muy cristiana pero poco
realista, de querer conseguir, utilizando solo medios dialogantes, la paz con
los mapuches, trajo pésimas consecuencias, y durante muchos años. Acabamos de
ver que el nuevo gobernador, Antonio de Acuña, cayó en el mismo espejismo. Le
encargó a un sacerdote que pusiera en libertad a algunos indios que habían
apresado los españoles. Era el jesuita DIEGO DE ROSALES. Nació en Madrid el año 1603 y murió en Santiago de
Chile en 1677. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1622. En mayo de 1628 partió
de Cádiz hacia las Indias con ilustres acompañantes, como nuestro conocido
gobernador de Chile Francisco Laso de la Vega. Tras el muy accidentado viaje, llegó
a Lima, y, movido por su anhelo misionero,
pidió, el año 1632, permiso para trasladarse a Chile, donde sus superiores le
confiaron la evangelización de la complicada zona de Arauco. Allí viajó mucho, y tuvo que escapar varias
veces de indígenas que fingían ser cristianos. No sólo se preocupó de la conversión de
los nativos, sino que también, ocupándose de los españoles, socorrió a los
enfermos y liberó de la prisión a muchos soldados. Fue el año 1640 cuando, en
Santiago de Chile, se ordenó sacerdote. Como es de suponer, era un apasionado
colaborador del jesuita Luis de Valdivia en sus teorías pacifistas pero
poco realistas. Acompañó a los españoles
en campañas contra los mapuches, pero siempre procurando atenuar la dureza de
los soldados. Por su tendencia a evangelizar a los mapuches, a pesar de su estilo
guerrero, bravo y cruel, logró dominar su idioma, el mapudungún. Probablemente
los indios vieran en él una sorprendente humanidad, que sería el motivo de que
no lo mataran. Otro aspecto muy positivo del jesuita Diego de Rosales era su
curiosidad por las costumbres de los nativos y las características históricas, geológicas
y geográficas de Chile, incluyendo flora y fauna. Se puso al servicio de la
religión y de la ciencia, y eso le permitió escribir un libro muy importante.
Lleva el título de “Historia General del
Reino de Chile”, que se parece mucho al del libro del historiador Diego Barros,
cuyo texto voy siguiendo. Es muy probable que Barros se sirviera a su vez de la
obra del jesuita. Vimos en su día que DIEGO DE ROSALES publicó otro criticando
la crueldad contra los mapuches. Tuvo una muerte ejemplar y acorde con lo que
fue su vida. Ya muy enfermo, decía: “¿Esto es morir? Bendito sea Dios, pues
jamás pensé que fuese cosa tan gustosa y suave. No siento nada que me dé
cuidado ni pena”. Falleció teniendo 74 años.
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