martes, 26 de julio de 2022

(1785) También el gobernador Antonio de Acuña se dejó influir por los jesuitas, que fueron heroicos, pero poco realistas. Así se ve, posteriormente (hacia 1750), en la película “La misión”. Un personaje extraordinario fue el jesuita Diego de Rosales.

 

     (1385) Aunque parezca mentira, había gobernadores de Chile que caían de nuevo en la trampa de querer utilizar una amable diplomacia para que los mapuches aceptaran definitivamente la paz, y, en estos nuevos intentos, siempre aparecía la intervención de algún jesuita: “Más al sur todavía, los indios tomaron como prisioneros a un padre jesuita de mucho prestigio, llamado Agustín Villaza, y a los españoles que en su séquito habían entrado confiadamente en el territorio enemigo con el propósito quimérico de convertir a los indios. El gobernador Alonso de Figueroa, en vista de estos hechos, se vio forzado a renovar en aquellos lugares las operaciones militares. Mientras las tropas españolas que guarnecían Valdivia y Boroa hacían la guerra a los indios rebeldes de esa región, el capitán don Ignacio Carrera Iturgoyen, que acababa de recibir el nombramiento de gobernador de Chiloé, desembarcaba en Carelmapu al frente de una buena columna, y a comienzos de invierno de 1650, hizo una dura campaña para escarmentar a las tribus indígenas de la comarca de Osorno”. Aunque Diego Barros no lo dice, uno de los resultados fue que el cacique de Osorno puso en libertad al padre Agustín Villaza, y es de suponer que también lo haría con sus acompañantes.

     El nuevo gobernador, Antonio de Acuña y Cabrera,  tardó ocho meses en iniciar su viaje hacia Chile: “Era un viejo militar que gozaba en Perú de cierto prestigio, más que por sus propios méritos, por la influencia de algunos parientes que tenía en la Corte de España. Antiguo soldado de las guerras de Flandes, no había alcanzado en ellas el renombre que tuvieron otros capitanes que habían venido antes a Chile. Con la protección de su tío don Hernando Ruiz de Contreras, que fue secretario de Estado de Felipe IV, obtuvo un puesto de corregidor en Perú, y luego el cargo de maestre de campo de la plaza del Callao (Lima) y el hábito de la Orden de Santiago. Tras ser confirmado como gobernador titular de Chile, partió en una nave hacia su destino a mediados de marzo de 1650, llevando una compañía de infantería y el fondo económico destinado a los soldados”.

     Fue recibido el 4 de mayo en Concepción con la solemnidad y las fiestas habituales, pero, ya de entrada, le adornaron la real situación del eterno problema con los mapuches, como si faltara poco para que todos los indios de Chile renunciaran a su rebeldía.  Convencido pronto por los jesuitas, mandó suspender los ataques y poner en libertad a los indios que estaban presos. De hecho, indios de distintos lugares le pedían que se negociaran paces. El Gobernador, viendo aquello muy positivo, le encargó al veedor Francisco de la Fuente Villalobos que fuera a Concepción para invitar a todos los indios a una reunión que se celebraría el mes de enero con el fin de dejar establecida la paz de forma definitiva. Por entonces, el Gobernador se enteró de que el capitán Luis Ponce de León había apresado al otro lado de los Andes, a algunos indios puelches, con el fin de venderlos como esclavos. Su reacción fue inmediata: “El Gobernador, reprobando públicamente estas operaciones, dispuso que el padre Diego de Rosales partiese de Boroa a la tierra de los puelches para dar libertad a los cautivos y para demostrar a esos indios las ventajas de la paz que se les ofrecía. El jesuita Rosales desempeñó sin inconvenientes ese encargo, y volvió a Boroa en enero siguiente persuadido de que se acercaba el término de aquella larga y fatigosa guerra contra los indios”.

     (Imagen) Está claro que la influencia y el prestigio de los jesuitas iban creciendo de manera muy notable en Chile. Tenían, sin duda, gran mérito como clérigos cultos y ejemplares, con varios miembros ya canonizados, pero su terca postura, muy cristiana pero poco realista, de querer conseguir, utilizando solo medios dialogantes, la paz con los mapuches, trajo pésimas consecuencias, y durante muchos años. Acabamos de ver que el nuevo gobernador, Antonio de Acuña, cayó en el mismo espejismo. Le encargó a un sacerdote que pusiera en libertad a algunos indios que habían apresado los españoles. Era el jesuita DIEGO DE ROSALES. Nació  en Madrid el año 1603 y murió en Santiago de Chile en 1677. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1622. En mayo de 1628 partió de Cádiz hacia las Indias con ilustres acompañantes, como nuestro conocido gobernador de Chile Francisco Laso de la Vega. Tras el muy accidentado viaje, llegó a Lima, y, movido por su anhelo  misionero, pidió, el año 1632, permiso para trasladarse a Chile, donde sus superiores le confiaron la evangelización de la complicada zona de Arauco. Allí viajó mucho, y tuvo que escapar varias veces de indígenas que fingían ser cristianos. No sólo se preocupó de la conversión de los nativos, sino que también, ocupándose de los españoles, socorrió a los enfermos y liberó de la prisión a muchos soldados. Fue el año 1640 cuando, en Santiago de Chile, se ordenó sacerdote. Como es de suponer, era un apasionado colaborador del jesuita Luis de Valdivia en sus teorías pacifistas pero poco  realistas. Acompañó a los españoles en campañas contra los mapuches, pero siempre procurando atenuar la dureza de los soldados. Por su tendencia a evangelizar a los mapuches, a pesar de su estilo guerrero, bravo y cruel, logró dominar su idioma, el mapudungún. Probablemente los indios vieran en él una sorprendente humanidad, que sería el motivo de que no lo mataran. Otro aspecto muy positivo del jesuita Diego de Rosales era su curiosidad por las costumbres de los nativos y las características históricas, geológicas y geográficas de Chile, incluyendo flora y fauna. Se puso al servicio de la religión y de la ciencia, y eso le permitió escribir un libro muy importante. Lleva el título  de “Historia General del Reino de Chile”, que se parece mucho al del libro del historiador Diego Barros, cuyo texto voy siguiendo. Es muy probable que Barros se sirviera a su vez de la obra del jesuita. Vimos en su día que DIEGO DE ROSALES publicó otro criticando la crueldad contra los mapuches. Tuvo una muerte ejemplar y acorde con lo que fue su vida. Ya muy enfermo, decía: “¿Esto es morir? Bendito sea Dios, pues jamás pensé que fuese cosa tan gustosa y suave. No siento nada que me dé cuidado ni pena”. Falleció teniendo 74 años.




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