miércoles, 27 de julio de 2022

(1786) Los gobernadores novatos eran un peligro, porque tenían tendencia a creer en la buenas intenciones de los mapuches, cuyo único deseo era liquidar a los españoles. Lo mismo le ocurrió al recién llegado Antonio de Acuña.

 

     (1386) El nuevo Gobernador de Chile,  Antonio de Acuña, estaba muy ilusionado porque oía muchos comentarios acerca de la buena voluntad de los indios para aceptar la paz definitiva con los españoles: “Se dejó persuadir fácilmente por estos informes, y creyó que los tratos pacíficos y el empleo de los medios de suavidad iban a ser la clave de ese feliz final. Haciendo caso de  los consejos de algunos padres jesuitas, mandó que se suspendieran los ataques al enemigo, y que se pusiera en libertad a algunos indios que estaban prisioneros. Además, el capitán Diego González Montero, que acababa de ser nombrado gobernador de la ciudad de Valdivia, le comunicó que habían llegado a ese lugar algunos mensajeros de los indios del interior para ofrecer la paz en nombre de sus tribus. Ofrecimientos análogos a éstos habían hecho también los indios al gobernador de Chiloé, y, si bien esas manifestaciones inspiraban muy poca confianza a los militares más experimentados, fueron recibidas con gran contento por el gobernador Acuña y por sus consejeros”.

     Luego el Gobernador le mandó al veedor del ejército, Francisco de la Fuente Villalobos, que convocara en Concepción a todos los indios para que se pudiera dejar establecida una paz general: “El parlamento tuvo lugar en Boroa el 24 de enero. Los caciques allí reunidos hicieron de nuevo sus ofrecimientos de paz, y, como de costumbre, asegurando que estaban animados por el más sincero deseo de respetarla siempre. El gobernador Acuña, por su parte, aceptando este ofrecimiento, expuso muchas condiciones, que suponían el sometimiento absoluto de los indios a la dominación del Rey de España. Debían renunciar al uso de sus armas, trabajar en las fortificaciones de los españoles, dejar paso por sus tierras a las tropas del Rey, facilitar que los misioneros fuesen a predicarles la religión cristiana, y vivir como gentes pacíficas consagradas a los trabajos agrícolas para la manutención de sus familias y del ejército. Los indios, a quienes las promesas hechas en tales circunstancias no obligaban a nada, aceptaron estas condiciones. ‘Se acabó con gran regocijo de todos el juramento de las paces -escribió un testigo de los hechos-, y fue este día el más festivo que se ha visto en Chile, por no haberse visto jamás todo el país en paz, desde Copiapó a Chiloé, sin que hubiese indio ni provincia de guerra’. Pero el tiempo se iba a encargar en breve de desvanecer estas ilusiones”.

     El Gobernador, satisfecho con el resultados de las negociaciones, fue a recorrer el territorio para conocer el estado de los españoles: “Se puso en viaje para Valdivia acompañado sólo por diez hombres, y en aquel territorio fue recibido con todos los honores. Luego volvió a  Concepción, persuadido de que el acuerdo tomado con los indios suponía la pacificación completa del reino de Chile. Sin embargo, en cuanto el Gobernador volvió las espaldas, comenzaron de nuevo los conflictos de los indios, las pendencias entre unas y otras tribus y las alteraciones de algunas de ellas contra los españoles, excitadas por el espíritu turbulento de varios cabecillas y por la maldad de un desertor de Valdivia, por lo que el gobernador de esta plaza decidió acudir con sus soldados a contener los nuevos gérmenes de insurrección”.

 

     (Imagen) Pronto pagó el gobernador ANTONIO DE ACUÑA Y CABRERA (en la imagen, carta suya al Rey en 1651) un alto  precio por haber confiado de nuevo, ingenuamente, en que los indios iban a respetar la paz por verse bien tratados. Ocurrió que navegaba hacia Valdivia un barco que llevaba dinero y otras provisiones para el ejército español, pero una tormenta lo estrelló contra la costa. Habiendo muerto algunos españoles, y mientras el resto se dedicaban a recuperar la mercancía, un grupo de mapuches cuncos los mataron. Al Gobernador se le vino abajo su sueño de paz eterna con los indios y dio orden de que se fuera a castigarlos. Sin embargo, los jesuitas Diego de Rosales y Juan Moscoso lo convencieron para que se limitara a tomar alguna medida con los indios directamente responsables de aquellas muertes. Oigamos a Diego Barros: “Como resultado, los gobernadores de Valdivia y de Chiloé recibieron orden de ir a castigar a los cuncos, absteniéndose de hacer hostilidades contra las otras tribus. El capitán Ignacio Carrera Iturgoyen partió de Chiloé con un cuerpo de tropas españolas e indios amigos y avanzó hasta Osorno. Los indios de aquella comarca, ya que no podían oponerle resistencia, lo trataron como amigo e, incluso, le entregaron a tres caciques que habían tomado parte principal en el asesinato de los náufragos. Los tres fueron condenados a la pena de garrote, y sus miembros descuartizados fueron colocados en escarpias en los campos vecinos para muestra del castigo. Después de recomendar a los indios las ventajas de conservar la paz, y de oír su respuesta de conformidad, Carrera Iturgoyen retornó a Chiloé. Por su parte, el gobernador de Valdivia, Diego González Montero, había salido de campaña con doscientos soldados españoles, pero la descarada hostilidad de los indios le había impedido llegar en tiempo oportuno a las orillas del río Bueno, y contribuir por su parte al resultado de aquella expedición. Las mismas tribus que en el parlamento que se hizo en Boroa habían prometido no tomar las armas, salvo para auxiliar a los españoles contra sus enemigos, se negaban con diversos pretextos a acompañarlos en esta ocasión. González Montero,  engañado por los falsos informes de algunos caciques, comenzó a sufrir la escasez de víveres, y se vio forzado a regresar a Valdivia sin haber conseguido ningún resultado. Durante su ausencia, doce españoles habían sido asesinados a traición por los indios de la costa vecina a aquella plaza. Sus cabezas fueron repartidas en los diversos distritos de la región como si se quisiera estimular un levantamiento general. A pesar de todo, la paz aparente se mantuvo por algún tiempo, pero no se necesitaba de una gran sagacidad para comprender que no podía ser de larga duración”.




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