(1386) El nuevo Gobernador de Chile, Antonio de Acuña, estaba muy ilusionado
porque oía muchos comentarios acerca de la buena voluntad de los indios para
aceptar la paz definitiva con los españoles: “Se dejó persuadir fácilmente por
estos informes, y creyó que los tratos pacíficos y el empleo de los medios de
suavidad iban a ser la clave de ese feliz final. Haciendo caso de los consejos de algunos padres jesuitas, mandó
que se suspendieran los ataques al enemigo, y que se pusiera en libertad a algunos
indios que estaban prisioneros. Además, el capitán Diego González Montero, que
acababa de ser nombrado gobernador de la ciudad de Valdivia, le comunicó que
habían llegado a ese lugar algunos mensajeros de los indios del interior para
ofrecer la paz en nombre de sus tribus. Ofrecimientos análogos a éstos habían
hecho también los indios al gobernador de Chiloé, y, si bien esas
manifestaciones inspiraban muy poca confianza a los militares más
experimentados, fueron recibidas con gran contento por el gobernador Acuña y
por sus consejeros”.
Luego el Gobernador le mandó al veedor del
ejército, Francisco de la Fuente Villalobos, que convocara en Concepción a
todos los indios para que se pudiera dejar establecida una paz general: “El
parlamento tuvo lugar en Boroa el 24 de enero. Los caciques allí reunidos
hicieron de nuevo sus ofrecimientos de paz, y, como de costumbre, asegurando
que estaban animados por el más sincero deseo de respetarla siempre. El
gobernador Acuña, por su parte, aceptando este ofrecimiento, expuso muchas
condiciones, que suponían el sometimiento absoluto de los indios a la
dominación del Rey de España. Debían renunciar al uso de sus armas, trabajar en
las fortificaciones de los españoles, dejar paso por sus tierras a las tropas
del Rey, facilitar que los misioneros fuesen a predicarles la religión
cristiana, y vivir como gentes pacíficas consagradas a los trabajos agrícolas
para la manutención de sus familias y del ejército. Los indios, a quienes las
promesas hechas en tales circunstancias no obligaban a nada, aceptaron estas
condiciones. ‘Se acabó con gran regocijo de todos el juramento de las paces
-escribió un testigo de los hechos-, y fue este día el más festivo que se ha
visto en Chile, por no haberse visto jamás todo el país en paz, desde Copiapó a
Chiloé, sin que hubiese indio ni provincia de guerra’. Pero el tiempo se iba a
encargar en breve de desvanecer estas ilusiones”.
El Gobernador, satisfecho con el
resultados de las negociaciones, fue a recorrer el territorio para conocer el
estado de los españoles: “Se puso en viaje para Valdivia acompañado sólo por
diez hombres, y en aquel territorio fue recibido con todos los honores. Luego
volvió a Concepción, persuadido de que
el acuerdo tomado con los indios suponía la pacificación completa del reino de
Chile. Sin embargo, en cuanto el Gobernador volvió las espaldas, comenzaron de
nuevo los conflictos de los indios, las pendencias entre unas y otras tribus y
las alteraciones de algunas de ellas contra los españoles, excitadas por el
espíritu turbulento de varios cabecillas y por la maldad de un desertor de
Valdivia, por lo que el gobernador de esta plaza decidió acudir con sus
soldados a contener los nuevos gérmenes de insurrección”.
(Imagen) Pronto pagó el gobernador ANTONIO
DE ACUÑA Y CABRERA (en la imagen, carta suya al Rey en 1651) un
alto precio por haber confiado de nuevo,
ingenuamente, en que los indios iban a respetar la paz por verse bien tratados.
Ocurrió que navegaba hacia Valdivia un barco que llevaba dinero y otras
provisiones para el ejército español, pero una tormenta lo estrelló contra la
costa. Habiendo muerto algunos españoles, y mientras el resto se dedicaban a
recuperar la mercancía, un grupo de mapuches cuncos los mataron. Al Gobernador
se le vino abajo su sueño de paz eterna con los indios y dio orden de que se
fuera a castigarlos. Sin embargo, los jesuitas Diego de Rosales y Juan Moscoso
lo convencieron para que se limitara a tomar alguna medida con los indios
directamente responsables de aquellas muertes. Oigamos a Diego Barros: “Como
resultado, los gobernadores de Valdivia y de Chiloé recibieron orden de ir a
castigar a los cuncos, absteniéndose de hacer hostilidades contra las otras
tribus. El capitán Ignacio Carrera Iturgoyen partió de Chiloé con un cuerpo de
tropas españolas e indios amigos y avanzó hasta Osorno. Los indios de aquella
comarca, ya que no podían oponerle resistencia, lo trataron como amigo e, incluso,
le entregaron a tres caciques que habían tomado parte principal en el asesinato
de los náufragos. Los tres fueron condenados a la pena de garrote, y sus
miembros descuartizados fueron colocados en escarpias en los campos vecinos
para muestra del castigo. Después de recomendar a los indios las ventajas de
conservar la paz, y de oír su respuesta de conformidad, Carrera Iturgoyen
retornó a Chiloé. Por su parte, el gobernador de Valdivia, Diego González Montero,
había salido de campaña con doscientos soldados españoles, pero la descarada
hostilidad de los indios le había impedido llegar en tiempo oportuno a las
orillas del río Bueno, y contribuir por su parte al resultado de aquella
expedición. Las mismas tribus que en el parlamento que se hizo en Boroa habían prometido
no tomar las armas, salvo para auxiliar a los españoles contra sus enemigos, se
negaban con diversos pretextos a acompañarlos en esta ocasión. González Montero,
engañado por los falsos informes de
algunos caciques, comenzó a sufrir la escasez de víveres, y se vio forzado a
regresar a Valdivia sin haber conseguido ningún resultado. Durante su ausencia,
doce españoles habían sido asesinados a traición por los indios de la costa
vecina a aquella plaza. Sus cabezas fueron repartidas en los diversos distritos
de la región como si se quisiera estimular un levantamiento general. A pesar de
todo, la paz aparente se mantuvo por algún tiempo, pero no se necesitaba de una
gran sagacidad para comprender que no podía ser de larga duración”.
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