miércoles, 20 de abril de 2022

(1702) Chile tenía escasez crónica de soldados. A los que enviaba el Rey les esperaba un durísimo e interminable viaje por Buenos Aires o por Panamá. El gobernador Ribera deseaba conseguir tropas profesionales y de alistamiento permanente.

 

     (1302) A pesar de que, según les habían aconsejado, los españoles que enviaba el Rey Felipe III se dirigían al Río de la Plata para desde allí ir hacia Chile, en gran parte por tierra, se encontraron con el gran inconveniente de que ese recorrido no reunía buenas condiciones: "La ciudad de Buenos Aires había comenzado a comerciar con Brasil, pero eran tan raros los viajes, que ni siquiera se conocía bien la posición de los grandes bancos de arena que existen en el majestuoso estuario de aquel río, por lo que los buques de algún calado no se atrevían a atravesarlo. Informado de estos inconvenientes por un piloto, Francisco Martínez de Leiva (nombrado Gobernador de Tucumán) despachó desde Río de Janeiro, el 27 de enero, al sargento mayor Luis de Mosquera con cartas para el gobernador de Buenos Aires, pidiéndole que enviasen embarcaciones menores para el transporte de sus soldados, y que preparasen cincuenta carretas para conducirlos hasta el pie de los Andes. Cuando llegó Mosquera a Buenos Aires, el gobernador de la provincia, don Diego Valdés de la Banda, había muerto hacía poco, pero su sustituto, el capitán Hernandarias de Saavedra, partió con los buquecillos, recogió a la gente que venía para Chile, y el 4 de marzo estaban ya todos en Buenos Aires, aunque aquí nacieron nuevas dificultades para preparar el viaje por tierra".

     Se daba la circunstancia de que en Buenos Aires la situación era muy precaria, no solo porque tenían pocos medios para llevar rápidamente a los soldados a Chile, sino también porque en la ciudad había tan pocas provisiones, que no podían darles las suficientes para tan largo camino como les esperaba. Para facilitar las cosas, Francisco Martínez de Leiva consiguió un préstamo de ocho mil pesos, y con ellos pudo abastecer a la tropa sin demasiadas alegrías, pero en cantidad suficiente para aguantar con austeridad el viaje. De esta manera pudieron partir a mediados de marzo de 1601, pero en ese momento Martínez de Leiva se despidió de la tropa porque, como ya vimos, tenía que dirigirse a Tucumán para tomar el cargo de gobernador de aquel territorio. Ni que decir tiene que los soldados no se pusieron en marcha con mucho entusiasmo: "Un viaje en esas condiciones, y teniendo los expedicionarios que atravesar las pampas en una extensión de trescientas leguas, no podía hacerse con mucha rapidez. La gente marchaba a pie o a caballo, pero no podía adelantarse a las carretas que conducían los bagajes. La escasez de víveres, por otra parte, obligaba a los expedicionarios a buscarlos en la caza y en la pesca. Llegaron a la ciudad de Mendoza a mediados de mayo, cuando las nieves del invierno (chileno) habían cubierto los senderos de la cordillera. Fue inútil que el gobernador Ribera tratase de apresurar el viaje de los soldados. Al saber que se hallaban al pie de los Andes, despachó en su busca al capitán Juan Rodolfo de Lisperguer. Este le informó que el tránsito de las cordilleras sería imposible antes del mes de octubre, y que aquellas tropas, además, habían llegado a Mendoza en un estado de lastimosa desnudez. El gobernador de Chile, a pesar de la estrechez de sus recursos, tuvo que mandar hacer ropas para vestir a los soldados que le enviaba de socorro el rey de España".

     Así que el gobernador Alonso de Ribera tuvo que olvidarse por un largo tiempo de la tropa que le enviada Felipe III, y se centró en otras actividades: "Durante ese invierno de 1601 vivió Alonso de Ribera en Santiago ocupado en los trabajos de administración interior y en los preparativos necesarios para recomenzar la guerra contra los bárbaros en la próxima primavera. Sin ser precisamente un hombre de gobierno, poseía la suficiente penetración para comprender que la situación creada al reino por aquella prolongada guerra, necesitaba remedios rápidos y eficaces para salvarlo de una completa ruina".

 

     (Imagen) El porvenir en Chile se hacía cada vez más tenebroso: "Santiago y La Serena no habían sufrido los estragos que la guerra había ocasionado en las zonas del sur. Lejos de eso, su población puramente española aumentaba gradualmente. Bajo el orden de cosas existente, todos los vecinos, encomenderos y propietarios, estaban obligados a servir en la guerra. Y, en efecto, salvo los que obtenían permiso del Gobernador dando dinero al ejército, todos partían cada año para pelear en las provincias del sur. Los cabildos habían hecho muchas protestas contra ese sistema, sin conseguir la reforma que apetecían. El padre Vascones, que poco antes había partido para España como representante de las ciudades de Chile, llevaba, entre otros encargos, el de pedir al Rey la exención de este servicio obligatorio y de las contribuciones extraordinarias en animales, granos y dinero a que se les sometía. El Gobernador Alonso de Ribera apoyó estas aspiraciones, pues sabía por experiencia que era necesario cambiar esa costumbre. En su lugar, quería tener un ejército permanente y regularizado, en el que todos, los oficiales y los soldados, tuviesen un sueldo fijo que asegurase su existencia. El Virrey de Perú, se negó a permitir este cambio, pero poco más tarde el Gobernador Ribera pedía al Rey que lo concediese, haciéndolo extensivo a todos los soldados, como el único medio de tener un ejército disciplinado. Para procurar estímulos a la carrera militar, Ribera solicitaba del virrey del Perú que se dieran plazas y ascensos a los soldados y oficiales que se hubieran distinguido en la guerra de Chile. En la primavera próxima, contando con los soldados que se hallaban en Mendoza, el Gobernador iba a tener unos mil quinientos, pero no vacilaba en declararle al Rey que ese número era insuficiente para lograr la pacificación del país. En sus cartas al monarca y al virrey del Perú no cesaba de pedir el envío de más soldados. El virrey del Perú creía que mil quinientos hombres bastaban para pacificar Chile, pero sabía también que las enfermedades, las batallas y la deserción debían disminuir ese número, y en este sentido apoyaba las peticiones de Ribera. Pero quería, además, que los nuevos alistados no fuesen puramente soldados, sino colonos que vinieran a establecerse en Chile y que consumasen su pacificación por medio del desarrollo de la industria y de la riqueza pública. En sus cartas al Rey, le pedía que no enviase soldados viejos, sino hombres que durante el viaje pudiesen adquirir experiencia". Era necesario reformar el ejército, hacerlo profesional y más disciplinado. Pero todo resultaba escaso, menos los problemas. Pocos querían ser soldados en Chile, por su fama de territorio muy peligroso y de constantes guerras contra los terribles mapuches. Y esa 'enfermedad' se irá agravando.




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