(1288) Después de cerca de un mes de
perplejidades y vacilaciones, el Virrey dispuso que dos de las naves que
acababa de armar para la guerra saliesen al mar bajo el mando de don Gabriel de
Castilla, nombrado almirante de la flota. Debía llevar a bordo poco más de
doscientos hombres y dirigirse al sur hasta Valdivia en busca de los corsarios
holandeses: "El Virrey lo autorizó, además, para entregar a Quiñones las
tropas que llevaba en su escuadrilla. Con estas instrucciones zarpaba de Lima el
almirante el 1 de enero de 1600. Mientras se destinaba esa pequeña tropa para
socorrer a Chile, amenazado a la vez por la formidable guerra araucana y por la
presencia de los corsarios holandeses, el Virrey dejaba para la defensa de las
costas más cercanas a Lima una flotilla de cuatro naves con más de doscientos
sesenta marineros y con cuatrocientos sesenta soldados. Esta preferente
atención dada por el Virrey a aquella parte del territorio, era tanto más
injustificada cuanto que allí no había enemigos interiores como en Chile, y,
además, había una población mucho más numerosa, que podía suministrar otros
contingentes de soldados".
La crítica que le hace Diego Barros al
virrey parece justificada, y, por ello, fue mal visto su comportamiento, porque
el lugar más necesitado de ayuda era Chile, territorio que se estaba
convirtiendo en un caos espantoso para sus habitantes españoles y para los
indios que les eran fieles: "Las naves que mandaba don Gabriel de Castilla
llegaron a Concepción el 14 de febrero, cuando ya no había en las costas de
Chile noticia alguna de los buques holandeses. Desembarcó allí doscientos
veinticuatro hombres, número insuficiente, sin duda, pero que era un auxilio
poderoso para los angustiados españoles. De esta manera, pudo contar el gobernador
con un ejército expedicionario de cuatrocientos diez hombres. Mandó que todos
sus soldados se confesaran y comulgaran, y se puso en marcha a la cabeza de sus
tropas. Sin encontrar obstáculos de ninguna naturaleza, avanzó hasta la ribera
del caudaloso río Biobío, y allí tuvo noticias de la proximidad del enemigo. Un
soldado llamado Francisco Herrera, cautivo de los indios, o quizá uno de los
desertores del ejército español, le dijo al Gobernador que, a corta distancia, había
un campamento de diez mil indios dispuestos a cerrar el paso a los invasores. Los
españoles se atrincheraron a la espera de que los bárbaros fueran a atacarlos.
Sus avanzadas reconocieron los campos vecinos, y se proporcionaron noticias más
completas del enemigo. Después de tres días, los indios creyendo que los
españoles no se encontraban en condiciones de sostener un combate, comenzaron a
acercarse provocativos. Por fin, la batalla se trabó en la tarde del 13 de
marzo. Un destacamento español fingió retirarse atrayéndolos a terreno llano,
y, cargando impetuosamente todo el ejército de Quiñones, consiguió destrozarlos
completamente poniéndolos en entera dispersión. En esa jornada, los españoles
habían reconquistado su crédito de militares esforzados y valientes. Sus
pérdidas eran casi insignificantes, un muerto y algunos heridos, mientras que
los bárbaros dejaban en el campo más de quinientos cadáveres, sin contar los
que, cubiertos de heridas, perecieron en su fuga al otro lado del Biobío".
(Imagen) Da escalofríos imaginar la
situación de las poblaciones españolas cercadas por indios tan rabiosos y
sangrientos: "El Gobernador Quiñones llegaba a las inmediaciones de la
Imperial el 30 de marzo de 1600. Sus escasos defensores parecían resignados a una
muerte segura e inevitable, sin recibir socorros de ninguna parte. Seis meses
hacía que se había enviado al capitán Escobar a pedir ayuda al Gobernador, pero
esos auxilios no pudieron llegar. El hambre se hacía intolerable, y las
hostilidades de los indios eran cada día más tenaces. Hernando Ortiz,
corregidor de la ciudad, intentó con unos cuantos hombres llegar hasta Angol
buscando provisiones, pero fueron capturados por los indios y muertos a la
vista de los habitantes de La Imperial. El capitán Francisco Galdames de la
Vega, que tomó el mando de la plaza, se mantuvo decidido a resistir hasta la
muerte. Incluso las mujeres tomaron las
armas, y se recuerda entre aquellas heroínas el nombre de doña Inés Córdoba de
Aguilera, señora principal, hija y esposa de conquistadores, dando con sus
hechos ejemplo de entereza. Pero la defensa se hacía insostenible, y se
aseguraba que todos esos infelices habrían perecido de hambre si el socorro que
les llevaba don Francisco de Quiñones hubiera tardado ocho días más. Sin duda
alguna, el Gobernador tenía el propósito irrevocable de despoblar la Imperial,
pero, para justificarlo, dirigió al Cabildo una comunicación consultando su
parecer, y sus componentes, después de dejar constancia escrita de los
sufrimientos indecibles por los que habían pasado durante un año entero,
declararon de común acuerdo que era forzoso despoblarla. Sin embargo, Quiñones
pidió también informe a todos los jefes de su ejército, con exclusión de su
propio hijo, don Antonio de Quiñones. En todas partes los pareceres fueron
unánimes a favor de la despoblación de la Imperial. Sus desgraciados habitantes
llegaron a estampar en un acuerdo las palabras siguientes: 'Por amor de Nuestro
Señor Jesucristo, de rodillas y vertiendo lágrimas y dando voces al cielo, le
suplican (al Gobernador) que se compadezca de ellos y de tantas viudas,
huérfanos, doncellas pobres, y niños inocentes como en la dicha ciudad hay, los
saque de ella sin dejar a nadie, y los lleve con sus soldados adonde le
pareciese bien'. El 4 de abril de 1600, cuando hubo reunido estas coincidentes
opiniones, hizo don Francisco de Quiñones su entrada al antiguo recinto de la
ciudad". Táctica infalible: muchedumbres de indios cercaban las poblaciones e impedían la
llegada de suministro. Abandonada la Imperial, será Angol la siguiente ciudad
fantasma. La imagen muestra (en una plano de 1669) La Imperial resurgida
posteriormente.
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