(90) Había que vencerle a Huáscar con el
último aliento, o morir. Justo al amanecer, cuando más cansado estaba el
enemigo por la orgía que siguió al triunfo, llegaron los de Atahualpa sobre
ellos igual que una enorme avalancha. La sorpresa y el desconcierto fueron
totales. Y Quizquiz actuó como lo hizo Cortés y lo iba a hacer Pizarro.
Huascar, al ver las fuerzas quiteñas, se puso la armadura de oro y subió a una
cima para ver el combate. Quizquiz observó un destello del precioso metal, fue
hacia él con un grupo de soldados, cayeron sobre los orejones que le hacían
guardia al monarca y se apoderaron de él. Cuando lo supieron las tropas, los de
un bando se enardecieron, y los del otro quedaron completamente desmoralizados,
huyendo despavoridamente los que pudieron para no ser ejecutados.
La noticia se expandió rápidamente por el
imperio y toda la estructura política regentada por Huáscar se desmoronó. Los
generales quiteños entraron victoriosos en su capital, Cuzco, y la venganza que
aplicaron fue espantosa. La mayor parte de la familia real de los incas, los
sacerdotes, las vírgenes dedicadas al culto del sol, los nobles de la corte,
los jefes del ejército y los altos funcionarios del gobierno de Huáscar fueron
exterminados sin piedad. Los guerreros cáñaris y chachapoyas que lucharon al
lado de Huáscar fueron atormentados y en su mayor parte eliminados. La ira de
los vencedores llegó al extremo de profanar en la plaza principal del Cuzco las
momias de los reyes incas, exceptuando la de Huayna Cápac. Se impuso el terror
más cruel, eliminando cualquier intento de rebelión, y Atahualpa fue proclamado
único inca y señor de todo el Tahuantinsuyo (el imperio), con la aclamación
general de los cuzqueños.
Dicho lo cual, voy a resumir parte de los
mismos acontecimientos con las sabrosas palabras de Cieza, que se informó ‘periodísticamente’
con testigos de los hechos. “Después de una victoria, iba Atahualpa en
seguimiento de sus enemigos; sabía día a día, y aun por horas, todo lo que
había pasado en la guerra que tuvieron los españoles con los de la isla Puná.
Admirábase de cómo podían prevalecer siendo tan pocos contra tantos. Pensaba
que era flojedad de los suyos y no esfuerzo de los nuestros, y no quiso dejar
su guerra para volver contra ellos; lo hizo guidado por Dios, pues su
entendimiento se cegó en lo que más le iba. Los capitanes del rey Huáscar se
volvieron a juntar para con lealtad morir a su servicio. Ceguedad de unos y de
otros porque, por permisión divina su señorío se acababa y ninguno de los dos
iba a gobernar, sino gente tan extraña y apartada de su memoria como lo estaba
España del Perú. Sabido por Huáscar cómo su enemigo había salido vencedor,
tanto enojo recibió que, según me contaron indios viejos que con él estaban,
quiso ahorcarse. Sus consejeros le dijeron que se dejase de lloros y que
procurase la destrucción de Atahualpa. Así lo hizo con un nuevo llamamiento de
gente, mientras su enemigo iba caminando
hacia el Cuzco muy alegre y arrogante por las victorias pasadas, matando con
gran crueldad a muchos a los que odiaba porque eran del bando de Huáscar. Así
anduvo (Atahualpa) hasta que llegó a
Cajamarca”.
(Imagen) Pone los pelos de punta la
crueldad de aquellos emperadores. Allí sí que se podía exclamar aquello de ‘¡Ay
de los vencidos!’. Eran las reglas del
juego en su sociedad, refinada pero salvaje, y un inca vencedor se ensañaba
triunfante con el derrotado sabiendo que, si ganaba el contrario, sería él
quien pasaría a ser un despojo patético. Así andaban, entre el cielo y el
infierno. Espanta la fiereza de Huáscar y Atahualpa, y los dos dan lástima en
su miserable final. La llegada de la cultura europea fue una tragedia para los
nativos (sobre todo por ser sometidos), pero no para sus futuras generaciones,
puesto que salieron de un estancamiento histórico (sus imperios no
evolucionaban, como ocurría con los egipcios) y asimilaron, mediante el
mestizaje, los grandes avances técnicos y humanos de sus invasores. La leyenda
negra solo puso de relieve, de forma interesada, la parte negativa (que existió),
pero la objetividad exige una visión de conjunto y la honradez de manifestarla.
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