(82) Sin ningún temor, Pizarro dio orden
de que la tropa se embarcara para llegar a Tumbes. Iban de avanzadilla Hernando
de Soto y el capitán Cristóbal de Mena (cuyo nombre va sonando y habrá que
‘retratarlo’ más adelante) en dos balsas diferentes, y, en otra, un tal
Hernando con un jovenzuelo. “Llegaron los primeros este Hernando con el mozo;
hallaron en la costa muchos de los de Tumbes, y con engaño los llevaron como
que los querían aposentar. Los tristes fueron sin ningún recelo adonde los
llevaron, y luego, con gran crueldad les fueron sacados los ojos, y estando
vivos, los bárbaros les cortaban los miembros, y teniendo unas ollas puestas
con gran fuego, los metieron dentro y acabaron en este tormento”. Hernando de Soto
se libró por los pelos: sus remeros indios saltaron a tierra y huyeron, lo que
le alertó de un posible ataque, y se refugió protegido por la oscuridad de la
noche. Otros tres se salvaron de milagro: Francisco Martín de Alcántara,
hermanastro de Pizarro, un tal Alonso de Mesa y el propio cronista Pedro
Pizarro, que así lo cuenta: “Al partir de la isla Puná algunos de Tumbes que
estaban con nosotros, se ofrecieron, con idea de traición, a llevarnos en las
balsas y las metieron en unos islotes, donde bajaron los españoles a dormir, y
sintiéndolos dormidos, los mataron después, lo cual les aconteció a tres
españoles; y a Francisco Martín, hermano del Marqués don Francisco Pizarro, a
Alonso de Mesa, vecino del Cuzco y a mí nos ocurriera lo mismo si no fuera
porque Alonso de Mesa estaba muy enfermo de verrugas y no quiso salir de la
balsa; como le daban grandes dolores, estaba despierto, y visto lo que los
indios hacían, dio voces, a las cuales Francisco Martín y yo despertamos,
atamos al principal y a otros dos indios, y así estuvimos toda la noche en
vela”.
Pizarro llegó con el grueso de la tropa el
día siguiente, y, al conocer lo sucedido, se le encendió la ira por la traición
y por la crueldad de aquellas muertes, mandando a sus capitanes que fueran
contra los indios. Cieza vuelve a hacer una crítica a los españoles, que, como
siempre, aunque humana, parece exagerada
y poco realista: “No les faltó voluntad de atacar a los tumbesinos,
espantándose de que matasen a dos cristianos, y ellos no tenían en nada matar a
cien mil de los indios”. Me cuesta creer que mataran ‘alegremente’. Tanto
Cortés como Pizarro fueron duros, pero no más allá de lo que creyeron necesario
para su objetivo de conquista. El mismo Cieza lo está probando con lo que
cuenta a continuación. Los indios huyeron, se dieron cuenta de que lo tenían
todo perdido con el ‘rodillo’ de la tropa española, y suplicaron paz. Pizarro
podía haber optado por someterlos a sangre y fuego. Pero su sensatez era muy superior
a su ansia de represalia: “Los caciques enviaron mensajeros, implorando a
Pizarro su favor con grandes gemidos, prometiéndole que tendrían alianza
perpetua y sin cautela con los españoles. A Pizarro pareciole que, aunque la
paz de los de Tumbes fuese por no verse matar, que sería bien asentarla con
ellos, pues los había menester para que les diesen guías y ayudasen a llevar el
bagaje”. Pizarro accedió diciendo que lo hacía por el buen trato que les habían
dado cuando anduvo por allí con ‘los 13 de la fama’, aunque advirtiéndoles que no
rompiesen de nuevo la paz. Enterados de la respuesta, los caciques se
atrevieron a presentarse ante Pizarro y le agradecieron su buena voluntad, con
lo que se tornaron a aliar.
(Imagen) Fueron muchas las semejanzas de la
campaña de Pizarro con la de Cortés, cuya estrategia principal, el apresamiento
del emperador, le copió. La diferencia más importante fue, sin duda, la
participación de los indios. Pizarro iba ‘pacificando’ los poblados según
avanzaba, pero nunca tuvo la ayuda de los nativos para vencer al todopoderoso
Atahualpa. En ese sentido, su mérito es mucho mayor que el de Cortés. Habría
que haberle visto avanzar con tan pocos hombres quitándose de la cabeza la
dimensión de aquella locura y confiando en un milagro divino. Cortés fue tan
afortunado, a pesar de las enormes dificultades, que llegó a tener entre los
mexicanos aliados inquebrantables contra la tiranía de los aztecas. Los
tlaxcaltecas, con su cacique Xicotencatl, le resultaron tan fieles que
siguieron luchando a su lado después de que fuera terriblemente derrotado en
Tenochtitlán. Ni siquiera él esperaba tanta lealtad. El mitificado Chilimasa
fue muy poca cosa al lado de estos otros protagonistas.
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