martes, 5 de septiembre de 2017

(Día 478) Los indios de Coaque huyeron al comprender que los españoles ya no venían como amigos. Fray Reginaldo fue uno de los pocos que supo el valor de las esmeraldas, y se aprovechó. Pizarro mandó el botín conseguido a Panamá para que más gente se animara a venir.

     (68) Cuenta Cieza: “Llegaron a un pueblo principal que llaman Coaque, donde hallaron gran despojo (botín) porque los indios, creyendo que los españoles venían pacíficos para holgarse unos con otros, como se hizo antes, cuando vieron su intención, muchos huyeron; dícese que se tomaron más de veinte mil castellanos (unos 60 kg de oro) y muchas y muy finas esmeraldas, que valieran un gran tesoro, mas como los que iban no las conocieron, se perdieron muchas. Como los indios vieron estas cosas, espantábanse de tal gente y miraban mucho los caballos. El señor natural de este pueblo, se escondió en su casa con gran miedo y espanto, maldiciendo tan malos huéspedes”. El que  no queda muy bien parado con respecto a las esmeraldas, en un comentario del cronista Pedro Pizarro, es fray Reginaldo: “En lo de las esmeraldas, hubo mucho yerro y torpedad por no conocerlas, aunque algunos las guardaron; otros las despreciaban. El que las conocía se las guardaba y callaba (para no tener que dejar la quinta parte para el rey), como dicen que hizo fray Reginaldo, el más principal de los tres dominicos que habían llegado, y al que se las hallaron en Panamá cuando se iba a España”. El cronista Diego de Trujillo, testigo de los hechos, lo explica con más detalle: “En este pueblo de Coaque nadie valoró las esmeraldas, sino fray Reginaldo, que juntó más de cien y las cosió en un jubón. De allí volvió a Panamá, donde murió  y le sacaron las esmeraldas, y después hicimos (siempre) todo servicio de ellas a Su Majestad (entregándole la quinta parte)”.
     Con diplomático intento de tranquilizar al cacique, Pizarro le mandó recado para que vinera a verle. Llegó aterrorizado, y quiso ganárselo asegurándole, hipócritamente, que, si su gente se hubiese quedado en el pueblo, “habría procurado que los españoles no les hubieran tomado el oro y otras cosas; le pidió que mandase a los indios que volviesen a sus casas, diciéndole que tuviese por cierto que él mandaría que no les fuese hecho más daño; y así, vuelto a su casa, el señor del pueblo mandó que viniesen los indios con sus mujeres, e proveían de bastimentos con lo más que tenían a los cristianos, los cuales fueron tan molestos y enojosos a estos naturales que, como viesen en cuán poco los tenían y cómo les robaban, tomaron el monte y les dejaron sus casas, y aunque Pizarro salió a buscarlos, topó con pocos”. Así que los indios vieron con repentina claridad que las ovejas eran lobos y las intenciones de los españoles quedaron para siempre y en todo lugar totalmente manifiestas. Se acabó el teatro.
     Cieza añade: “Al cabo de algunos días, con  acuerdo de Hernando Pizarro y de los otros principales, determinaron que las naves volvieran a Panamá y Nicaragua para que pudiesen venir los españoles y caballos que se hubiesen juntado, y Pizarro le escribió a Almagro, su compañero, todo lo que hasta entonces había sucedido”. Dos barcos fueron a Panamá con el oro conseguido, y el tercero se dirigió a Nicaragua. Pizarro le decía a Almagro que “tenía ya gran noticia de que la tierra de  adelante la mandaba un señor solo y poderoso”.


     (Imagen) Pizarro confirmó la noticia de que en aquella zona había un gran emperador, Atahualpa. Estaba en guerra con su hermano Huáscar, emperador de Cuzco, y esa circunstancia fue una bendición para los españoles. De no haber estado Atahualpa tan enredado en la terrible y larga guerra civil, probablemente se habría ocupado con rapidez de eliminar a aquellos misteriosos recién venidos que, como bien sabía,  andaban pirateando en sus dominios. Cuando Pizarro y sus hombres llegaran a su objetivo, se iban a encontrar con un Atahualpa vencedor, pero disminuido en su fuerza tras una devastadora guerra en la que las bajas por ambas partes habían sido terroríficas. Además el emperador Atahualpa, glorioso vencedor en guerra tan dura y tan sangrienta, infravaloró la amenaza de los españoles por la ridiculez de su número. Tanta casualidad favorable (y decisiva) para la tropilla de Pizarro, le convencía a Cieza de que Dios, con el fin de cumplir sus misteriosos designios, le cegó al gran Atahualpa.


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