(68) Cuenta Cieza: “Llegaron a un pueblo
principal que llaman Coaque, donde hallaron gran despojo (botín) porque los indios, creyendo que los españoles venían
pacíficos para holgarse unos con otros, como se hizo antes, cuando vieron su
intención, muchos huyeron; dícese que se tomaron más de veinte mil castellanos
(unos 60 kg de oro) y muchas y muy finas esmeraldas, que valieran un gran
tesoro, mas como los que iban no las conocieron, se perdieron muchas. Como los
indios vieron estas cosas, espantábanse de tal gente y miraban mucho los
caballos. El señor natural de este pueblo, se escondió en su casa con gran
miedo y espanto, maldiciendo tan malos huéspedes”. El que no queda muy bien parado con respecto a las
esmeraldas, en un comentario del cronista Pedro Pizarro, es fray Reginaldo: “En
lo de las esmeraldas, hubo mucho yerro y torpedad por no conocerlas, aunque
algunos las guardaron; otros las despreciaban. El que las conocía se las
guardaba y callaba (para no tener que
dejar la quinta parte para el rey), como dicen que hizo fray Reginaldo, el
más principal de los tres dominicos que habían llegado, y al que se las
hallaron en Panamá cuando se iba a España”. El cronista Diego de Trujillo,
testigo de los hechos, lo explica con más detalle: “En este pueblo de Coaque
nadie valoró las esmeraldas, sino fray Reginaldo, que juntó más de cien y las
cosió en un jubón. De allí volvió a Panamá, donde murió y le sacaron las esmeraldas, y después
hicimos (siempre) todo servicio de
ellas a Su Majestad (entregándole la
quinta parte)”.
Con diplomático intento de tranquilizar al
cacique, Pizarro le mandó recado para que vinera a verle. Llegó aterrorizado, y
quiso ganárselo asegurándole, hipócritamente, que, si su gente se hubiese
quedado en el pueblo, “habría procurado que los españoles no les hubieran
tomado el oro y otras cosas; le pidió que mandase a los indios que volviesen a
sus casas, diciéndole que tuviese por cierto que él mandaría que no les fuese
hecho más daño; y así, vuelto a su casa, el señor del pueblo mandó que viniesen
los indios con sus mujeres, e proveían de bastimentos con lo más que tenían a
los cristianos, los cuales fueron tan molestos y enojosos a estos naturales
que, como viesen en cuán poco los tenían y cómo les robaban, tomaron el monte y
les dejaron sus casas, y aunque Pizarro salió a buscarlos, topó con pocos”. Así
que los indios vieron con repentina claridad que las ovejas eran lobos y las
intenciones de los españoles quedaron para siempre y en todo lugar totalmente
manifiestas. Se acabó el teatro.
Cieza añade: “Al cabo de algunos días,
con acuerdo de Hernando Pizarro y de los
otros principales, determinaron que las naves volvieran a Panamá y Nicaragua
para que pudiesen venir los españoles y caballos que se hubiesen juntado, y
Pizarro le escribió a Almagro, su compañero, todo lo que hasta entonces había
sucedido”. Dos barcos fueron a Panamá con el oro conseguido, y el tercero se
dirigió a Nicaragua. Pizarro le decía a Almagro que “tenía ya gran noticia de
que la tierra de adelante la mandaba un
señor solo y poderoso”.
(Imagen) Pizarro confirmó la noticia de que
en aquella zona había un gran emperador, Atahualpa. Estaba en guerra con su
hermano Huáscar, emperador de Cuzco, y esa circunstancia fue una bendición para
los españoles. De no haber estado Atahualpa tan enredado en la terrible y larga
guerra civil, probablemente se habría ocupado con rapidez de eliminar a
aquellos misteriosos recién venidos que, como bien sabía, andaban pirateando en sus dominios. Cuando Pizarro
y sus hombres llegaran a su objetivo, se iban a encontrar con un Atahualpa
vencedor, pero disminuido en su fuerza tras una devastadora guerra en la que
las bajas por ambas partes habían sido terroríficas. Además el emperador
Atahualpa, glorioso vencedor en guerra tan dura y tan sangrienta, infravaloró
la amenaza de los españoles por la ridiculez de su número. Tanta casualidad
favorable (y decisiva) para la tropilla de Pizarro, le convencía a Cieza de que
Dios, con el fin de cumplir sus misteriosos designios, le cegó al gran
Atahualpa.
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