(43) - Buona notte, mío amato discépolo.
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Benvenuto, mío caro maestro. Hablemos de lo que tú llamas “la empanada mental”
de la sociedad de tu tiempo. Pon algún ejemplo de vuestra histórica y
esquizofrénica mentalidad.
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Pues allá va. Hacia 1521 (recuerda, era el año de mi fallecimiento y todavía
los meneses no me han colocado en el Panteón de los Hombres Ilustres), un
sujeto de costumbres licenciosas experimentó un cambio fulminante y decidió
seguir el camino más corto hacia la santidad, abandonando la habitual vida
hipócrita y contradictoria que llevábamos la mayoría de nosotros. Se convirtió
en un nuevo “sanfrancisco”, entregándose a un peregrinaje limosnero, austero y
sufrido para ir a Jerusalén. Inició el viaje con un hermano suyo, mayor que él,
llamado Pedro, típico clérigo vividor, tan abundantes entonces (si lo sabré
yo), que había dejado a una hija de pocos meses en su casa. Fueron juntos, como
un ángel y un diablo cómico, hasta que sus diferentes objetivos los separaron.
Pedro llegó a Roma, adonde había ido a defender sus intereses materiales. El
peregrino alcanzó Jerusalén, volvió, suavizó lo necesario su extremismo
místico, se hizo sacerdote y arrastró con su ejemplo a un montón de seguidores.
¿De quién crees que hablo? El hermano de Pedro era ¡San Ignacio de Loyola!
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Ciertamente, dos casos extremos dentro de una misma familia.
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Pues, mi querido vicario en la tierra, tienes que imaginarte aquella sociedad como una enorme familia en la
que convivían las mentalidades más opuestas, los criterios más chocantes y las
vidas más incompatibles, pero todo el mundo abrasado de religiosidad. ¡Qué
locura!
- ¿Cómo era posible tanta contradicción? Parecía puro cinismo.
-La carne era débil, hijo mío, y tropezábamos constantemente contra todos y cada uno de los diez mandamientos. Hablo en general, porque había maravillosas excepciones: aquellas añadas dieron buenas cosechas de místicos absolutamente excepcionales. Y, sin embargo, hasta el más empecatado, hasta el más crápula estaba aterrorizado con lo que creía que le esperaba en el más allá (“Dame, Señor, una vida ensopada de placeres y pasiones, pero, al final, un minuto para arrepentirme”). Hamlet se dispone a matar a su padrastro por el asesinato de su padre y el adúltero matrimonio con su madre, pero se frena y envaina el puñal al caer en la cuenta de que le pilla rezando: no quiere que vaya derecho al Cielo. Los ricos dejábamos una fortuna dedicada a infinitas misas por nuestras almas. Yo mismo aparecía en mi retrato del retablo (te juro que con total sinceridad) rezando a los pies del Crucificado, de la Virgen y de sus santos padres: sabía que era un pecador y confiaba en el perdón divino. Pon otra vez esa foto que serena mi espíritu.
- ¿Cómo era posible tanta contradicción? Parecía puro cinismo.
-La carne era débil, hijo mío, y tropezábamos constantemente contra todos y cada uno de los diez mandamientos. Hablo en general, porque había maravillosas excepciones: aquellas añadas dieron buenas cosechas de místicos absolutamente excepcionales. Y, sin embargo, hasta el más empecatado, hasta el más crápula estaba aterrorizado con lo que creía que le esperaba en el más allá (“Dame, Señor, una vida ensopada de placeres y pasiones, pero, al final, un minuto para arrepentirme”). Hamlet se dispone a matar a su padrastro por el asesinato de su padre y el adúltero matrimonio con su madre, pero se frena y envaina el puñal al caer en la cuenta de que le pilla rezando: no quiere que vaya derecho al Cielo. Los ricos dejábamos una fortuna dedicada a infinitas misas por nuestras almas. Yo mismo aparecía en mi retrato del retablo (te juro que con total sinceridad) rezando a los pies del Crucificado, de la Virgen y de sus santos padres: sabía que era un pecador y confiaba en el perdón divino. Pon otra vez esa foto que serena mi espíritu.
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Tus deseos serán siempre órdenes, fervoroso clérigo.
Con esa humildad y religiosidad figuraba yo en el retablo del convento de Villasana. No era una "pose", sino una muestra de confianza en el perdón divino con que se lavarían mis muchos pecados. Pero la angustia por el más allá nunca me abandonó, como si me jugara a cara o cruz la eternidad. ¡Qué tiempos!
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