(49) - Hoy sí que me vas a sacar los colores.
No seas demasiado duro, mi dulce bien, con aquel desastroso club al que
pertenecí.
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Ya sabes que soy tu guardaespaldas. Estabas pringado porque vivías sumergido en
un ambiente apestoso. La Iglesia Católica, como institución religiosa, era en
aquellos tiempos un absoluto desastre, aunque contaba en sus filas con santos
extraordinarios (no se te puede exigir que fueras un héroe). Parte del cuerpo
siguió siendo místico, pero la cabeza, sobre todo, estaba putrefacta. La lista histórica de los papas es
clamorosamente reveladora. Hay pocos datos de ellos hasta el año 200, pero lo
más probable es que la mayoría fueran ejemplares. Después, el primero que
aparece sin canonizar es el papa Liberio (352-356). El siguiente, Anastasio II
(496-498). Después Virgilio (537-555), Pelagio I (556-561), Pelagio II
(579-590), Sabiniano (604-606) y Bonifacio III (607). De manera que, hasta esas
fechas, podríamos decir que la Iglesia mantenía una imagen digna, aunque ya
aparecían los primeros síntomas de un contagio peligroso, el del maquiavélico
poder temporal. Ver cómo sigue la lista, con un deterioro creciente, deja bien
claro adónde iba encaminada inevitablemente aquella locura. Del año 619 al 625,
hay cuatro papas seguidos sin canonizar. Desde el 642 al 885, con algún santo
intermedio, un total de 18. Desde el año 885, aparecen sin aureola, uno detrás
de otro, 42 pontífices, hasta que rompe el maleficio San León IX en 1049. Desde
1055, salvo cuatro papas beatos, son 35 los no canonizados hasta el año 1294
(lapso de más de dos siglos), en el que rompe la mala racha San Celestino, y
total para morir el mismo año. El remate, hasta la época que nos interesa,
siguió siendo igual de deprimente: un solo beato y 35 no canonizados hasta que
llegó a la Sede Pontificia, en 1566, San Pío V. Para entonces, la “avería”
protestante ya estaba hecha, sin que los Austrias españoles pudieran acabar con
ella. Es más grave aún lo que revela la lista si se considera que cualquier
papa tenía muy fácil el ascenso a los altares, con un pueblo deseoso de que así
fuera, de manera que sólo lo podía impedir la evidencia pública de una vida
poco ejemplar (o, en el mejor de los casos, las zancadillas de cardenales más
crápulas todavía). Ciao, caro. Y alegra esa cara.
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Explícanos mañana qué es lo que envenenó a los pontífices y salpicó a toda la
grey cristiana. Sacaré ahora de donde pueda un retrato de ese “bicho raro”, San Pío V, que quedó como
una sagrada isla en medio de un ominoso océano de papas impresentables. En
Quántix son tolerantes, pero muy bromistas, y tendré que aguantar la rechifla
general. Ego benedico tibi.
Ahí
lo tienes: San Pío V. No hay más que verle la cara para saber que era un hombre
complejo, sonriente pero de mucho carácter. Fue dominico, y también inquisidor.
Tuvo dos objetivos: atraer a los protestantes y meter en cintura a los clérigos
mundanos (que Dios me perdone). En el primero, fracasó estrepitosamente, pero
el segundo le salió bastante bien utilizando las normas del Concilio de Trento.
Démosle el mérito de ser el primero en llegar a los altares después de siglos
de sequía santoral en el Vaticano.
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