lunes, 5 de octubre de 2015

(10) - Eres de una puntualidad atómica, Sancho. La última campanada del día, y tu querida imagen se visualiza.
     - No sabes con qué afecto vivo esta relación filial. Y, como te veo seguir repartiendo octavillas con este tiempo de diluvio, hecho un lío para meterlas en los buzones con el paraguas en la mano, se me ha ocurrido un invento para facilitarte las cosas: el paraguas-sombrero. Te lo colocas amarrado a la barbilla y le pones arriba una banderita española (no me interrumpas). Si te pasas algo hacia territorio balmasedano, la cambias por una ikurriña, no sea que te arranquen la cabeza a pedradas. Además lo puedes patentar para recuperarte algo de tu ruina económica. Porque tiene que saber el mundo entero que el costo del libro (que se enteren, aunque nadie te lo haya encargado) ha sido muy grande. Calculemos: 3.500 euros la edición, los gastos de seis viajes de distancia y estancia largas, tres años de trabajo intensivo y de calidad profesoral, a media jornada, más los libros que has comprado, que ya no caben en tu casa. Y, encima, eres tan pendejo (no pongas esa cara: tomo nota de que la palabra es grosera) que, a cualquiera que te sonríe, le regalas un ejemplar.  Aunque el libro es tan macanudo (¿suena mal?) que pronto venderás toda la edición.
     - No tienes remedio. En cualquier caso, te diré que eres un entrañable ectoplasma, pero sin la menor idea de una práctica encarnada en nuestra vida real, y carente de todo sentido del ridículo. Comenta algo de tu llegada a Sevilla.
     - ¡Oh, Sevilla! No te imaginas lo que fue llegar el año 1490 a esa explosiva ciudad. Estaba entonces preñada, a punto de dar a luz un nuevo mundo. Se notaba en el ambiente, en aquel hervidero de gentes de todo tipo y pelaje. Y allí llegué yo, un castellano seco y fúnebre; un clérigo con buenos propósitos espirituales (aunque ambicioso como el que más), pero benditamente pervertido por la luz, la vitalidad y la gracia de esas tierras andaluzas. Tendremos mucho que hablar de todo aquello. Sube  ahora la foto que le hiciste a la Giralda actual, y otra de la placa de mármol que yo llevé a Villasana (hoy colocada sobre la pila de agua bendita de la parroquia), para que se vea cómo era  entonces  la torre de la catedral, sin ningún cambio desde que se subía a ella el muecín de la mezquita. Y, hazme caso, ponte el sombre-paraguas.

     - Ni de coña. A domani, caro Sancho.


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