(36) - Aquí me tienes, mi querido biógrafo,
con puntualidad cuántica, al sonar la campanada docena de la iglesia de
Rosales, donde se casó mi nieta Catalina. ¿Te das cuenta?: le pusieron el
nombre de mi, también amada, compañera, Catalina de la Puente, a la que le
compliqué miserablemente la vida. Qué peligrosa es la ceguera de los instintos.
-
Bienvenido, entrañable arrepentido. Yo sé que el balance de tu vida fue muy
positivo.
-
Tengo que agradecerte esto que dices y otras cosas. No solo yo, sino también el
Valle de Mena está en deuda contigo por ese magnífico trabajo de investigación
que ha puesto de relieve que fui el personaje más importante de la historia del
lugar. Tú y yo estamos frenando a las autoridades de Quántix para que no envíen
una plaga bíblica que castigue a los meneses que pasan de nuestro libro porque
no se dan cuenta de lo que se pierden. Incluso, para convertirlos, los
cuánticos están dejando caer una
benéfica lluvia de calendarios de bolsillo preciosos promocionando mi
biografía. Descienden suavemente, como la blanca nieve cuando trapea, como el
maná del cielo, y llegarán a inundar todo el valle. ¡Qué espectáculo! Me veo
tan magnífico en una de las caras que ya me duele menos que fuera destruido el
espléndido retablo que mandé instalar en el convento de Santa Ana.
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Cuenta algo de los apuros de tu amigo el canónigo Juan Rodríguez de Baeza.
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Me da vergüenza, porque, una vez más, salta a la vista cuán duros e implacables
éramos en aquellos tiempos. El cabildo se negaba a darle posesión como chantre
de la catedral por ser “hijo o nieto de condenado” (¿no hemos nacido todos de
los “condenados” Adán y Eva?). Más concretamente, se precisó que “es hijo de
padre y madre que fueron herejes y, como tales, reconciliados (o sea,
castigados pero no achicharrados), y nieto de herejes que fueron condenados o
relajados (es decir, achicharrados) en la ciudad de Córdoba (quizá por obra de
“mi amigo” Diego Rodríguez de Lucero, del que habrá que hablar mañana).
Finalmente, el año 1517, se le admitió a Rodríguez de Baeza, aunque todavía
hubo alguien en 1523 que quiso que le echaran porque “era persona que
perjudicaba el cargo que ocupaba”. Pon hoy, discípulo amado, una foto de la
portada de nuestro libro. Unas cuantas ventas más aplacarán a los de la COCUPIC,
siempre intransigentes con las injusticias cósmicas. Ciao, mío caro.
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Arrivederci, divino maestro.
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