miércoles, 21 de octubre de 2015

(37) - Benedico tibi, carus filius meus putativus (con perdón).
     - Gratias ago tibi, dilectus et guasonis pater meus.
     - Llevas bien tu diaversario de hoy. Te han escrito desde Colombia porque quieren un libro, y, además, te ha ilusionado saber que alguien que vive en mi querida plaza, la que está entre el convento y mi palacio, compró un ejemplar hace tiempo, y se lo has dedicado diciendo que le envidias que viva en el sitio más tranquilo, más bonito y con mayor sabor a Matienzo de toda Villasana. Así que luego has ido repartiendo calendarios susurrando aquello de “Canta y no llores, corazón”. ¿Te das cuenta? Gracias a ti me siento reencarnado después de casi quinientos años. En la plaza que yo urbanicé, ¡pegando a los edificios que yo levanté!, vive alguien que ha comprado nuestro libro, mi biografía. Te adoro, pequeñín.
     - Tengo que quererte mucho yo también para hacer el papelón de tocar a los timbres pidiendo que se dignen abrirme el portal y así poder buzonear. Y he tenido mis cortes. Te aseguro que prefiero jugármela con los infinitos perros de las viviendas solitarias. Pero hablemos de tu odioso compañero Diego Rodríguez de Lucero.
     - Era, como yo, canónigo de Sevilla, pero tuvo también el cargo de inquisidor en Córdoba. En general, aunque se crea lo contrario, los tribunales eclesiásticos resultaron bastante más suaves que los civiles, pero hacia finales del siglo XV actuaron con especial dureza, y a Lucero (maldita la hora en que nació) “le iba la marcha”. El año 1500 se quemaron vivas allá a 130 personas. El pueblo no era contrario a la Inquisición, pero fueron tales las barbaridades de esa bestia que llovieron las denuncias, sin que nosotros, los del cabildo, ni el arzobispo Diego de Deza, las tomáramos en cuenta, de lo que nos ha quedado una mancha imborrable. Se atrevió, incluso, a procesar, acusándolo y acosándolo miserablemente cuando se encontraba ya en avanzada  ancianidad,  a aquel santo varón que fue el confesor de la reina Isabel y arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera. Pero esta osadía fue su ruina. Las protestas generales arreciaron, Diego de Deza perdió su puesto de Inquisidor General por hacer “las vista gorda”, y el “delicioso” Diego Rodríguez de Lucero fue, por fin, encarcelado y procesado. Perdió su cargo de inquisidor, pero pasó el resto de su vida plácidamente, paseando en Sevilla a la vera del Guadalquivir. ¡Si ese trajinado río pudiera hablar!... Vale por hoy. Tómate previamente algún antiemético, porque, al servicio de la Historia, no te quedará más remedio que poner dos ilustraciones de los shows del Santo Oficio. Por ejemplo, una del siniestro cuadro que pintó Goya ¡hacia 1819!, quizá creando opinión para suprimirlo definitivamente, y la otra, más espectacular, de mediados del siglo XVII.
     - Y luego me pides que duerma bien… Todo sea por la causa. Vale, reverendissimus canónicus hispalensis.

   Goya reflejó muy bien el poder dictatorial de los eclesiásticos y la tortura sicológica de esos "diferentes" ridiculizados y aplastados por el terror. La ambientación es tétrica.


     La condena pública de los herejes era un acto social de primer orden. Es cierto que la sociedad se defendía, pero, ¡qué vergüenza!, nos encantaba hacer leña del árbol caído, o, mejor dicho, quemarlo. El cuadro lo pintó Francisco Picci en 1683.


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