(37) - Benedico tibi, carus filius meus
putativus (con perdón).
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Gratias ago tibi, dilectus et guasonis pater meus.
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Llevas bien tu diaversario de hoy. Te han escrito desde Colombia porque quieren
un libro, y, además, te ha ilusionado saber que alguien que vive en mi querida
plaza, la que está entre el convento y mi palacio, compró un ejemplar hace
tiempo, y se lo has dedicado diciendo que le envidias que viva en el sitio más
tranquilo, más bonito y con mayor sabor a Matienzo de toda Villasana. Así que
luego has ido repartiendo calendarios susurrando aquello de “Canta y no llores,
corazón”. ¿Te das cuenta? Gracias a ti me siento reencarnado después de casi
quinientos años. En la plaza que yo urbanicé, ¡pegando a los edificios que yo
levanté!, vive alguien que ha comprado nuestro libro, mi biografía. Te adoro,
pequeñín.
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Tengo que quererte mucho yo también para hacer el papelón de tocar a los
timbres pidiendo que se dignen abrirme el portal y así poder buzonear. Y he
tenido mis cortes. Te aseguro que prefiero jugármela con los infinitos perros
de las viviendas solitarias. Pero hablemos de tu odioso compañero Diego
Rodríguez de Lucero.
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Era, como yo, canónigo de Sevilla, pero tuvo también el cargo de inquisidor en
Córdoba. En general, aunque se crea lo contrario, los tribunales eclesiásticos
resultaron bastante más suaves que los civiles, pero hacia finales del siglo XV
actuaron con especial dureza, y a Lucero (maldita la hora en que nació) “le iba
la marcha”. El año 1500 se quemaron vivas allá a 130 personas. El pueblo no era
contrario a la Inquisición, pero fueron tales las barbaridades de esa bestia
que llovieron las denuncias, sin que nosotros, los del cabildo, ni el arzobispo
Diego de Deza, las tomáramos en cuenta, de lo que nos ha quedado una mancha
imborrable. Se atrevió, incluso, a procesar, acusándolo y acosándolo
miserablemente cuando se encontraba ya en avanzada ancianidad,
a aquel santo varón que fue el confesor de la reina Isabel y arzobispo
de Granada, fray Hernando de Talavera. Pero esta osadía fue su ruina. Las
protestas generales arreciaron, Diego de Deza perdió su puesto de Inquisidor
General por hacer “las vista gorda”, y el “delicioso” Diego Rodríguez de Lucero
fue, por fin, encarcelado y procesado. Perdió su cargo de inquisidor, pero pasó
el resto de su vida plácidamente, paseando en Sevilla a la vera del
Guadalquivir. ¡Si ese trajinado río pudiera hablar!... Vale por hoy. Tómate
previamente algún antiemético, porque, al servicio de la Historia, no te quedará
más remedio que poner dos ilustraciones de los shows del Santo Oficio. Por
ejemplo, una del siniestro cuadro que pintó Goya ¡hacia 1819!, quizá creando
opinión para suprimirlo definitivamente, y la otra, más espectacular, de
mediados del siglo XVII.
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Y luego me pides que duerma bien… Todo sea por la causa. Vale, reverendissimus
canónicus hispalensis.
Goya reflejó muy bien el poder dictatorial de
los eclesiásticos y la tortura sicológica de esos "diferentes"
ridiculizados y aplastados por el terror. La ambientación es tétrica.
La condena pública de los herejes era un acto
social de primer orden. Es cierto que la sociedad se defendía, pero,
¡qué vergüenza!, nos encantaba hacer leña
del árbol caído, o, mejor dicho, quemarlo. El cuadro lo pintó Francisco Picci en
1683.
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