(45) - You are
the number one, my dear son. Estás dispuesto a todo, pero tienes que tener un plan B
por si tu estrategia de venta del libro falla.
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Moriré con las botas puestas por la gloria de tu nombre, my dear daddy, pero se
me van agotando las ideas.
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Haz. Haz algo espectacular. Te escondes en un confesonario de la parroquia de
las Altices, y, por la noche, desmontas la lápida que traje de Sevilla grabada
con la torre de la Giralda. La devuelves al cabo de un tiempo, cuando los
meneses recuerden (¡por fin!) que existí, y se angustien por tan sensible
pérdida. No tendrás problemas porque yo, que la pagué a base de buenos ducados,
te doy mi permiso para que lo hagas.
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Tu ectoplásmico espíritu nunca estará bien conectado con esta miserable
realidad: si digo eso, lo más suave que me puede ocurrir es que me encierren en
un frenopático. Sigamos recordando.
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Como quieras, pequeñín. Merece la pena hablar del tremendo caso de Carlos de
Seso. Lo cuenta muy bien el gran Miguel Delibes en su magnífico libro “El
hereje”. Era de origen italiano, pero tuvo importantes cargos políticos en la
España de Felipe II, y lideró un grupo incipiente de protestantes, que no pudo
prosperar porque el santurrón rey cortó de raíz todas esas “malas hierbas”.
Cuando los implicados fueron descubiertos, se puso en marcha el mecanismo
arrollador de la Inquisición. Algunos,
dejando pelos en la gatera, pudieron escapar, otros recibieron castigos
soportables, y, los más señalados, pagaron con la vida. El auto de fe tuvo lugar
en Valladolid el año 1559, en cuya plaza
mayor no cabía un alfiler, con toda la parafernalia pública, en presencia de la
aristocracia de la Corte, que estaba presidida por Felipe II, y sin faltar su
trastornado hijo Carlos, de triste memoria. En un momento de fragilidad,
pensando que podría salvarse, Carlos de Seso se retractó de sus “herejías”,
pero al darse cuenta de que, aunque no lo quemasen vivo, le iban a matar
igualmente, se armó de valor y mandó una carta manifestando su inquebrantable
fe protestante. Un tal Juan Sánchez era su compañero en el tormento, y, cuando
estaba medio chamuscado, se soltó de la argolla y fue dando saltos de madero en
madero, sin cesar de pedir misericordia. Pero, viendo que Carlos de Seso se
dejaba quemar vivo, se arrepintió de su flaqueza y volvió a arrojarse en las
llamas. Tragicómico y heroico, pero no menos admirable que la fe de nuestros
mártires. No estaría mal una imagen de San Lorenzo, a quien tanto quería Felipe
II. Bye, Bye.
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“Nada humano me es ajeno”, que decía el clásico. Hasta mañana, dulce Sancho.
Todo era desmesurado en mi época: había extremados ejemplos de maldad y
de santidad. A veces con gestos teatrales; no es extraño que nos admiraran las
palabras de San Lorenzo a su verdugo cuando se abrasaba en la parrilla: “Parece
que ya está asado; dame la vuelta y come”.
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