domingo, 25 de octubre de 2015

(45) - You are the number one, my dear son. Estás dispuesto a todo, pero tienes que tener un plan B por si tu estrategia de venta del libro falla.
     - Moriré con las botas puestas por la gloria de tu nombre, my dear daddy, pero se me van agotando las ideas.
     - Haz. Haz algo espectacular. Te escondes en un confesonario de la parroquia de las Altices, y, por la noche, desmontas la lápida que traje de Sevilla grabada con la torre de la Giralda. La devuelves al cabo de un tiempo, cuando los meneses recuerden (¡por fin!) que existí, y se angustien por tan sensible pérdida. No tendrás problemas porque yo, que la pagué a base de buenos ducados, te doy mi permiso para que lo hagas.
     - Tu ectoplásmico espíritu nunca estará bien conectado con esta miserable realidad: si digo eso, lo más suave que me puede ocurrir es que me encierren en un frenopático. Sigamos recordando.
     - Como quieras, pequeñín. Merece la pena hablar del tremendo caso de Carlos de Seso. Lo cuenta muy bien el gran Miguel Delibes en su magnífico libro “El hereje”. Era de origen italiano, pero tuvo importantes cargos políticos en la España de Felipe II, y lideró un grupo incipiente de protestantes, que no pudo prosperar porque el santurrón rey cortó de raíz todas esas “malas hierbas”. Cuando los implicados fueron descubiertos, se puso en marcha el mecanismo arrollador  de la Inquisición. Algunos, dejando pelos en la gatera, pudieron escapar, otros recibieron castigos soportables, y, los más señalados, pagaron con la vida. El auto de fe tuvo lugar en Valladolid el año 1559,  en cuya plaza mayor no cabía un alfiler, con toda la parafernalia pública, en presencia de la aristocracia de la Corte, que estaba presidida por Felipe II, y sin faltar su trastornado hijo Carlos, de triste memoria. En un momento de fragilidad, pensando que podría salvarse, Carlos de Seso se retractó de sus “herejías”, pero al darse cuenta de que, aunque no lo quemasen vivo, le iban a matar igualmente, se armó de valor y mandó una carta manifestando su inquebrantable fe protestante. Un tal Juan Sánchez era su compañero en el tormento, y, cuando estaba medio chamuscado, se soltó de la argolla y fue dando saltos de madero en madero, sin cesar de pedir misericordia. Pero, viendo que Carlos de Seso se dejaba quemar vivo, se arrepintió de su flaqueza y volvió a arrojarse en las llamas. Tragicómico y heroico, pero no menos admirable que la fe de nuestros mártires. No estaría mal una imagen de San Lorenzo, a quien tanto quería Felipe II. Bye, Bye.
     - “Nada humano me es ajeno”, que decía el clásico. Hasta mañana, dulce Sancho.



     Todo era desmesurado en mi época: había extremados ejemplos de maldad y de santidad. A veces con gestos teatrales; no es extraño que nos admiraran las palabras de San Lorenzo a su verdugo cuando se abrasaba en la parrilla: “Parece que ya está asado; dame la vuelta y come”.

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