(78) - ¡Big Bang!, pequeño soñador. Hoy quiero que
empecemos comentando un momentito otro
tema.
- De acuerdo, cósmico ectoplasma: ya sé
que no es una maniobra de distracción: nos vas a echar una pequeña bronca.
- Es que sois lentos de reflejos: ocurren
cosas extraordinarias y solo se dan cuenta unos cuantos “pirados”. Los mejores
cerebros de la Humanidad no descansan, y, de tarde en tarde, sacuden los
pilares del conocimiento. Exijo que se canonice de inmediato al revolucionario
Albert Einstein, el gran Apóstol de la Verdad. Ese pacífico peleón fue capaz de
trepar en solitario la montaña más alta y ver desde allí que el mundo entero
estaba equivocado. Bajó de la cima sagrada y lo puso cabeza abajo. Os parecerá
barro.
- Creo, mi sabio protector, que el fallo
está en la enseñanza: no se divulgan esas cosas. En mi larga vida (soy casi de
tu quinta), uno de los recuerdos más sorprendentes fue el instante en que,
leyendo un folletito al azar, me “enteré” de que la materia y la energía eran
esencialmente lo mismo, casi casi como un solo cuerpo-espíritu.
- Bien dicho, pequeñín. Luego, otro
cabezón, Higgs, sacó sus propias conclusiones, que ya han sido confirmadas. Y
poco después (a eso viene esta filípica)
se captaron ¡ONDAS DEL PRIMER INSTANTE DEL UNIVERSO!, demostrando esta vez que
Einstein, el Cabezón Supremo, se equivocó al rechazar la teoría del Big Bang,
debido precisamente a que, por una sola vez (¡dita sea!), cayó en la trampa del
sentido común. Lo más asombroso es que esos genios únicos montaron sus teorías
sin experimentos, con su pura fuerza mental. Qué contraste: los españoles
cambiando la historia del mundo a fuerza de instinto, de acción casi
enloquecida, de luchas llenas de sangre y lágrimas suyas, y de quienes
encontraron a su paso, mientras que los intelectuales han puesto patas arriba
todos nuestros conceptos y nuestra forma de vivir con algo tan sutil como la
contemplación. Quiero una foto de ese grandioso judío-alemán melenudo. Tras
este pequeño desahogo, sigue con mis peripecias en Sevilla.
- Vale. La reina Isabel confió la
fundación de la Casa de la Contratación a tres personas de gran prestigio:
Francisco Pinelo, genovés muy acaudalado, íntimo de Colón, al que financió, y
con dos hijos que fueron canónigos
compañeros tuyos; Ximeno de Briviesca,
con larga experiencia como contador al servicio de los reyes, y al que,
literalmente, Colón pateó (con gran cabreo por parte del rey) porque pensaba
que retrasaba adrede la partida de uno de sus viajes; y tú, hombre de carácter,
responsable, inteligente y eficaz (amén de ambicioso, querido Sancho). En
alguna ocasión, la reina manifestó expresamente que eras de gran valía, y,
aunque Pinelo ostentaba el cargo principal, el de factor, en la carta la reina
se dirige a ti en primer lugar: “¡Doctor Sancho de Matienzo!”. Además, poco a
poco, tú te encargaste de llegar a ser el mero mero de la ilustre Casa; y así
hasta tu viaje a Quántix en 1521. Big Bang.
- Mi biógrafo, mi defensor, mi hijo putativo....
Big Bang, baby.
San Albert Einstein: él solito, el
"viejo chiflado", cambió el rumbo de la Humanidad.
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