domingo, 1 de noviembre de 2015

(58) - Qué respiro, pequeñín. Llego tranquilo: hoy tocan alabanzas.
     - Así es, dulce Sancho, aunque la moraleja va a ser triste. Podíamos  haber terminado la re­lación de papas con el “optimista” León X, porque el “estropicio” protestante ya era cosa garantizada, pero sería injusto dejar de lado al papa Adriano VI (1522 – 1523), un hombre inteligente, experimentado, serio, responsa­ble y piadoso (un virtuoso ejemplar tan raro como Gandhi en la apestosa ciénaga política). Esa “excepción a la regla” tampoco sirvió para nada: sólo duró un año. Quizá no se le dieron bien las batallas en aguas turbias, aunque le tocaron varias. Nació en Holanda en 1459, de familia muy humilde. Fue un sacerdote humanista y comprome­tido con las ideas de la necesaria reforma de la Iglesia. Su gran prestigio personal hizo que le encargaran la educación de Carlos V cuando solamente tenía seis años, y quizá a esta formación se deban muchas de las positivas cualidades con que ejerció después el soberano su enorme poder. El rey le correspondió más tarde confiándole altas responsabilidades, entre ellas nada menos que la de la regencia temporal de España, y promocionándole eclesiásticamente hasta llevarle al Pa­pado, en este último caso por interés personal de Carlos, ya que Adriano no lo deseaba (conocía bien el percal vaticano). Incluso tuvo la decencia de ser imparcial como papa en los conflictos europeos de nuestro ilustre emperador. La regencia fue, sin duda, una cruz para el clérigo, porque, ausente Carlos, tuvo que lidiar solo, en 1520, con la rebelión de los Comuneros. Antes de ser papa, le habían nombrado obispo de Tortosa, inquisidor general y cardenal. Adriano llegó a Roma con las ideas claras, y dispuesto a reformar la Curia. Vano intento: sufrió una resistencia implacable por parte de los cardenales. Incluso alguno llegó a decirle que te­nía que estarles agradecido por haber aceptado la propuesta de Carlos a su favor. El buen papa le respondió que lo que le habían proporcionado no era sino un martirio y una cárcel (él no quería el Papado como León X, “para disfrutarlo”). Así que tuvo que contemplar impotente desde el supuesto puente de mando cómo la nave se iba hundiendo. Al menos no llegó a verlo definitivamente consumado, porque murió el año siguiente. Honor y gloria, pues, a este mirlo blanco, que incluso tuvo la decencia de ser casi el único honrado de la cuadrilla de mangantes y chulos flamencos que llegaron a España acompañando al entonces ingenuo Carlos (que luego sería el  mejor rey de nuestra complicada historia). À demain,  mon cher.
     - Por fin me has dado una gran alegría, implacable justiciero. Que ruede el champán francés sin medida: necesito agarrar una castaña cósmica y proclamar ipso facto a este dulce papa SAN Adriano VI. Amén. (Foto mausoleo de Adriano y Comuneros).



     Impresionante mausoleo del papa Adriano VI en la iglesia romana de Santa María del Ánima. Demasiado poco para lo que se mereció. Yo lo canonizaría por la vía rápida.



     Carlos V se largó a Flandes para convertirse en emperador, y le dejó este "paquete" a Adriano. No le quedó más remedio al espiritual clérigo que cortar por lo sano la sublevación de los Comuneros. El joven Carlos quedó escarmentado de sus iniciales errores con los castellanos, y rectificó el rumbo, demostrando que no era un clásico político cabezón.



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