(60) - Heme aquí, ansioso por llegar. Le
“encajaste” un libro a tu dentista y quiero
que veas la dedicatoria que le he puesto por vía cuántica.
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Tu llegada siempre es un placer. Seguro que le habrá gustado mucho, pero
deberías haberme pedido opinión, por si las moscas.
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Con mucho amor, le puse: “Os dedico esta mi apasionante biographía a vos, Dom
A. A., doctor del ilustre e temido gremio de los sacamuelas, a quienes la
Humanidad les debe un total agradessimiento por haber puesto santo remedio a
nuestras adoloridas e despobladas bocas. Fecho en Villasana, a veinte e sinco
días del mes de agosto del año 2015 del nassimiento de Nuestro Señor
Jhesuxristo”. Y lo firmé de mi puño y letra. ¿Qué tal?
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Precioso, Sancho, pero lo de “sacamuelas” es mejorable.
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Vale: la próxima vez te consultaré, porque estuve a punto de poner
“barberos-sacamuelas”. Sigamos ahora sufriendo: Martín Lutero.
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Tú, querido Sancho, como casi todos, vivías en una feliz ceguera. Pero otros se
asfixiaban en aquel mundo de contradicciones. El colérico Lutero, siendo muy
joven, ingresó en la orden de los Agustinos, donde llegó a tener varios
monasterios a su cargo. Angustiado crónicamente por escrúpulos de conciencia (en
esto se parecía a San Ignacio de Loyola), encontró alivio en un amigo que le
hizo confiar en la redención de Cristo. Leyendo la Biblia, fue llegando a la
conclusión de que las antiguas enseñanzas estaban pervertidas, de forma que la
jerarquía habría eliminado la libertad de conciencia y de opinión por motivos
interesados. No cabe duda de que creó una teología a la medida de su necesidad
de curarse del sentimiento de culpa, la de un Cristo que salva a través de la
fe. Y lo fundamentó con una argumentación muy lógica, que, además, se apoyaba
en la generosidad y el poder del Salvador: si hemos heredado sin culpa el
pecado original, Cristo vino a enderezar este entuerto y a salvarnos
gratuitamente con su propio sacrificio omnipotente, siendo, por otra parte,
nuestras obras indignas de merecernos la gracia. Así que vio que tendría que
enfrentarse a un estamento religioso que llegó a convertir Roma en una cloaca
infecta. Había visitado la ciudad “santa” en 1510, y él, que se sentía un
indigno pecador, se quedó perplejo. A la vuelta, comentó: “Sin haberlo visto,
no se podría creer que en Roma se cometan tantos pecados y acciones infames, y,
por lo mismo, allí acostumbran decir: ‘Si hay un infierno, no puede estar sino
debajo de Roma, y de ese abismo salen todos los pecados”.
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¡Qué desastre, jovencito! Esto fue una jugarreta del azar: el sensato Erasmo
hacía esa misma crítica sin pretensiones de ruptura, pero fue el drástico
Lutero quien ganó la partida.
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Mañana hablaremos del mejor intelectual de la época. Ciao, caro.
Lutero
a los 46 años, pintado sin complacencias por Lucas Cranach. Tenía muchas
razones válidas Martín, pero vaya berengenal religioso que montó. Necesitó un
esquema religioso de libertad y de esperanza para su turbulento carácter. Me
temo que, de conocerlo, me habría arrastrado a su consolador refugio para almas
pecadoras. ¡Ay, jovencito!: somos padres de nuestras creencias. A pesar de ese
careto, bastante brutal, tuvo una inteligencia extraordinaria.
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