(64) - ¡Arsa mi niño!: sal al escenario que
te están haciendo la ola.
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Tienes razón, mi dulce defensor: es como si me la hicieran. Tengo una absoluta
confianza en la calidad de nuestro libro, y hoy he recibido, por segunda
vez, la mejor crítica, la de “la
repetición”: una lectora culta e inteligente (y generosa por contármelo) se me
ha acercado para decirme que acaba de leerlo y lo va a hacer otra vez.
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Chapeau, pequeñín. Dale ya la puntilla al tema de Lutero.
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Allá vamos. Consumado el divorcio, vino la Contrarreforma. Por vergonzoso que
resulte, no fueron los papas quienes la iniciaron, sino que habrá que ponerle
una medalla a Carlos V y otra a Felipe II por presionar incansablemente a la
jerarquía eclesiástica para que modificara el desastroso rumbo de la Iglesia Católica poniéndolo en la
dirección renovadora de una vieja corriente de cambio, muchas veces impulsada
por verdaderos santos, como (por nombrar alguno) San Ignacio de Loyola y
Santa Teresa de Jesús, con la dificultad añadida de correr el riesgo de ser
tenidos por herejes. Y llegó el larguísimo Concilio de Trento (1545-1563). El resultado fue una consolidación de la
autoridad y el magisterio del papa y un rechazo absoluto de todas las doctrinas
protestantes; y asimismo, unas normas de conducta para el clero en general, que
no hacen más que revelar la degradación a que se había llegado en todos los
niveles. Para proteger a la Iglesia de la “peste” de Lutero, se introdujo la
Inquisición donde no la había y se hizo oficial el “Índice de libros
prohibidos”. En cuanto a las normas para el comportamiento clerical, se
estableció como necesario lo que ya era supuesto hasta por los niños: Se exigiría,
para ser obispo, capacidad suficiente y ética intachable. Los sacerdotes
deberían recibir formación adecuada en los seminarios. Cumplimiento del
celibato. Se prohibía a los obispos acumular bienes, y estarían obligados a
residir en sus diócesis. Los párrocos tendrían la obligación de predicar y dar
catequesis. Se llevaría un registro oficial de los bautismos, matrimonios y
defunciones. Ni que decir tiene que, finalizado el Concilio, el reforzamiento
de la autoridad de la jerarquía fue cumplido a rajatabla. Uno se teme que la
otra parte, la de la “ética” del clero, quedaría reducida demasiadas veces a un
mayor cuidado de las apariencias, como recomendaría cualquier asesor de
imagen. No deja de ser alarmante el raquítico porcentaje de papas santos en los
años sucesivos, hasta llegar a nuestros días. Fin de la película. Adío, caro
doctore.
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Va bene, mío cuore. Súbito: foto del Concilio di Trento.
Torpe
de maniobras, como los grandes paquebotes, el Concilio de Trento tardó 18 años
en enderezar el rumbo de la Iglesia. Esas cabecitas parecen las nerviosas
crestas de un gallinero, pero consiguieron que una parte importante de la nave
de Pedro siguiera a flote. Más habría valido prevenir que escarmentar.
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