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Ya empezamos a ver, jovenzuelo, otras batallitas de Cortés.
-Pero de guante blanco, vetusto
ectoplasma, aunque igualmente peligrosas: las políticas. Había mandado el rey a
dos funcionarios para tomar el control administrativo de la recién conquistada
Nueva España, y, sin duda, también para frenar la voracidad de poder del gran
líder. Pero era gente muy retorcida y corrupta, que disfrutaba enriqueciéndose
y vapuleando a Cortés. ¿No dices nada, my lord?
-Vale, guasón. No me importa recordar que
llegaría después otro elemento cortado por el mismo patrón: mi pobre sobrino el
oidor Juan Ortiz de Matienzo; aunque no olvides que yo le quería, y hasta le
puse en lista como posible heredero de mi mayorazgo. Pero, a lo que vamos: nos
muestra ahora Bernal el primer nubarrón de la angustiosa tormenta que le iba a
zarandear a Cortés durante largos años. Uno de esos dos funcionarios, con cargo
de contador, se llamaba Rodrigo de Albornoz, y fue el primero que se le
enfrentó abiertamente. Cortés entonces no sabía que el obispo Fonseca ya había
perdido influencia en los asuntos de Indias, pero lo que sí intuía certeramente
era que su cargo como gobernador de México se sostenía en un equilibrio
inestable: “Cortés siempre temía que en Castilla el obispo Fonseca y los
procuradores de Velázquez, el gobernador de Cuba, dirían mal de él delante del
emperador”. Y repitió la estrategia de siempre, que era casi un tic: enviarle
oro al rey y dar con algún poderoso que pudiera defender su causa. Enamorado o
no, el ya no tan jovenzuelo (casi 40 años) se iba a casar con una linajuda,
y buscó al más poderoso de su familia:
un tío de la novia, don Álvaro de Zúñiga, nada menos que duque de Béjar. Además
de enviarle al rey una ‘insignificancia’, 30.000 pesos de oro (más de 120 kg),
le mandaba también una carta contándole los últimos hechos más relevantes,
incluso justificando algunas ejecuciones, como la de Cristóbal Olid. En otro
escrito, les contaba a su padre y a sus procuradores “que el contador Rodrigo
de Albornoz andaba murmurando en México
contra él porque no le dio tantos indios
como él quisiera, y también porque le pidió una cacica, hija del señor de
Texcoco, e no se la quiso dar porque la casó con una persona de calidad; y les
dio aviso de que sabía que Albornoz había sido secretario de Estado en Flandes
y que era muy servidor del obispo Fonseca”. Pero no solo él envió cartas en el navío. También el contador Rodrigo de Albornoz le escribió
al rey con sospechas sibilinas sobre Cortés, diciendo que “todos los caciques
le tenían en tanta estima como si fuese rey e como rey se llevaba el quinto, y
que no estaba seguro de si estaba alzado o era leal a Su Majestad”. Todo el
texto iba encaminado a dejar sin efecto la sentencia de exculpación que ya tuvo
Cortés y su nombramiento de gobernador, y, como sus antiguos acusadores
recibieron una copia de la carta de Albornoz, volvieron a la carga ante el rey
encabezados por Pánfilo de Narváez, diciéndole que “los jueces que puso Su
Majestad se mostraron a favor de Cortés
por las dádivas que les dio”. El resultado fue que el montón de oro que Cortés
le envió al rey habría estado mejor gastado en champán y odaliscas: ‘tó pa ná’. Cuesta creerlo, pero el poderosísimo
Carlos V, quizá bastante manipulable por su juventud, se enredó en más dudas
que Hamlet, y dio una desquiciada orden que le ponía a Cortés nuevamente al
borde del precipicio al que tantas veces estuvo asomado. “Pues viendo Su
Majestad las cartas de Albornoz y las quejas de Narváez, creyó que sus razones
eran verdaderas. Y mandó proveer que el almirante de Santo Domingo viniese con 200 soldados (estaba casualmente en Castilla), y, si hallase culpable a Cortés,
le cortase la cabeza, y castigase a todos los que desbaratamos a Narváez”.
Foto.- Nadie como Cortés para untar con
oro y buscarse padrinos. En este caso echó mano del muy poderoso tío de su
prometida, don Álvaro de Zúñiga, que le apoyó primorosamente, y con excelentes
resultados por su familiar trato con el rey. Veamos un breve resumen de sus
dignidades: Duque de Béjar, con Grandeza de España, Duque de Plasencia, con Grandeza
de España, Conde de Bañares, Marqués de Gibraleón, Primer caballero del reino,
caballero de la Orden del Toisón de Oro, Justicia Mayor y Alguacil Mayor de
Castilla. Fue consejero de estado del emperador Carlos V. Participó con sus
tropas en la guerra de Granada desde el año 1482 hasta su rendición en 1492, y
en la derrota de los Comuneros de Castilla en 1520. La antigua ciudad de Béjar
domina su entorno salmantino desde las alturas, y, por encima de ella, señorea lo
que vemos en la foto: el palacio ducal de los Zúñiga.
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