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–Pero la vida sigue, my dear son, con el afán de cada día.
-Y aunque de otra manera, caro dottore, el
ritmo de Cortés y de los suyos, incluido Bernal, continuará trepidante. Ya
sabemos que quien apresó a Cuauhtémoc fue el capitán García Holguín. Por ser un
hecho tan excepcional, exigió que se le reconociera entre sus méritos
personales como un supremo honor. Pero eran tiempos muy puntillosos en ese
aspecto, y Sandoval le disputaba la distinción porque Holguín no había sido más
que un “mandado” a sus órdenes. Intervino Cortés recordando culta y
pomposamente una anécdota romana que parecía hecha a la medida: “Cuando
Cornelio Sila trajo preso a Yugurta y entró el ejército triunfante en Roma, lo
llevaba con una cadena de hierro al pescuezo, y Mario dijo que era él quien
debía meterlo, por ser el capitán general, y finalmente nunca se determinó a
quién correspondía la honra. Por lo que Cortés dijo que haría relación dello a Su Majestad para que
diese la merced de se lo dar por armas a quien fuese servido hacerlo”. Muy
instructivo el ejemplo, pero Bernal no pierde ocasión de mostrar la afición que
su gran jefe tenía a las ‘buenas promesas’ para terminar arramblando con todo:
“Y pasados dos años, mandó Su Majestad que Cortés tuviese por armas 7 reyes, Moctezuma, Cacamatzin, los señores
de Iztapalapa, Coyoacán, Tacuba y Mataltzingo, y este Cuauhtémoc, sobre el que
era el pleito”.
-No fue muy bonito, sensible jubileta, lo
que vieron los españoles al ocupar los dominios perdidos por Cuauhtémoc: “Todo Tlatelolco
estaba lleno de indios muertos, y hedía tanto que no se podía sufrir, de manera
que presto nos volvimos a nuestros reales, y aun Cortés estuvo malo del hedor
que se le entró en las narices e dolor de cabeza. Había tanta hedentina en
aquella ciudad que Cuauhtémoc le rogó a Cortés que dejase a sus habitantes ir a
los pueblos comarcanos, y se lo concedió. Durante tres días con sus noches no
dejaron de salir, llenando las tres calzadas, hombres, mujeres y criaturas, tan
flacos, amarillos, sucios y hediondos que era lástima de los ver”. Vacío ya
Tlatelolco, lo inspeccionaron, “y aún estaban
entre los muertos algunos pobres mexicanos que no podían salir, y lo que
purgaban de sus cuerpos era una suciedad como la de los puercos muy flacos que
no comen más que yerba; y toda la ciudad estaba como arada, que no quedaban ni raíces. También diré que no
comían las carnes de sus mexicanos, sino solo de las nuestras y de tlaxcaltecas
que apañaban”. El cerco, pues, hizo estragos. Pero fíjate, discípulo amado, cómo
cambió de repente la situación: “Después de haber ganado esta grande y populosa
ciudad, tan nombrada en el universo, Cortes mandó hacer un banquete en Coyoacán
por las alegrías de haberla obtenido. Y para hacer la fiesta convidó a todos
los capitanes y soldados que le pareció oportuno; e valiera más que no se
hiciera aquel banquete por muchas cosas no muy buenas que en él acaecieron (o sea, que fue un desmadre)”. Cortés no
se olvidó de hacer un reconocimiento de la valiosísima ayuda de los
tlaxcaltecas, ensalzando la valentía con que lucharon a su lado contra los
mexicanos: “Les habló a sus caciques dándoles las gracias con prometimientos de que les daría más
tierras y vasallos. Luego se despidió dellos, y se fueron todos ricos y
cargados de oro, y aun llevaron harta
carne cocinada de mexicanos, que, como cosa de enemigos, la comieron por
fiestas”. La conquista estaba ya hecha, los indios se fueron a sus poblados, y
los españoles se enfrentaron a la
complejísima tarea de reconstruir y organizar lo destruido. Veremos ahora a los
mismos protagonistas interpretando papeles distintos, aunque sin dejar las
armas, y también envueltos en constantes conflictos propios de una sociedad en
tensión. Mañana dedicaremos la tertulia a observar el corazón de Bernal, que justo
ahora, cuando narra el final de la gran guerra, siente la necesidad imperiosa
de confesar todo el terror que padeció.
Foto: Una vez más resulta fiable Bernal:
Cortés obtuvo muy pronto su escudo de armas, y lo que vemos es la versión en
azulejos que se encuentra en el ayuntamiento de México. Aparecen encadenadas
las cabezas de los siete caciques más importantes que logró apresar (todos con
muerte violenta). El principal era Moctezuma, y después Cuauhtémoc; de nada les
sirvió a Sandoval y Holguín disputar sobre la honra de haber apresado a este
último: se quedó con ella Cortés. El lema del escudo debería haber sido “El fin
justifica los medios”, pero dice pomposamente: YUDICIUM DOMINI APPREHENDIT EOS
/ ET FORTITUDO EIUS CORROBORABIT BRACHIUM MEUM (El juicio de Dios los tomó / y
su fortaleza robusteció mi brazo). Seguro que Bernal pensaría: “E nosotros, los
heroicos soldados, ¿qué tecla tocábamos allá?”.
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