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-Qué disgusto, cuate, para Velázquez y
mi socio Fonseca.
-Como el gran poeta Miguel Hernández,
reverendo padre, balbucearían lacrimosos: ‘Tanto penar para después morir’.
Bernal cuenta el fatal disgusto del gobernador: “Se le notificó la sentencia en
Santiago de Cuba a Diego Velázquez, mandándole que no pleitease con Cortés, y del
pesar cayó malo, y a los pocos meses murió, pobre y descontento (otro poderoso descalabrado por enfrentarse
al gran capitán”). Bernal hace un pequeño regate en la historia, y habla de
los éxitos personales de los procuradores que envió Cortés a España: “A
Francisco de Montejo le hizo merced Su Majestad de la gobernación de
Yucatán”. Suponía quitarle a Cortés esa
zona mexicana, de lo que nunca protestó, pero a Montejo le tocó bailar con la
más fea porque los indios de ese territorio maya se volvieron muy belicosos.
Tras mucho tiempo, los pudo someter un hijo natural suyo, del mismo nombre.
Prosiga su merced con otro favorecido.
-Que me place, querido mancebo: me encanta
hablar de mi familia. “Y al Diego de Ordaz, le confirmó Su Majestad los indios que
tenía, y le hizo caballero del Señor Santiago, y le dio por armas el volcán que
está cerca de Guaxocingo (recuerden su
machada de subir a la cima del Popocatépetl). Y después de unos tres años,
Ordaz volvió a Castilla, y le hicieron concesión de la conquista del Marañón,
donde se perdió él y toda su hacienda”. Es raro que Bernal se confunda. Como ya
saben vuesas avispadas mersedes, Ordaz tenía esa licencia, pero se metió en el
territorio controlado legalmente por mi otro sobrino de Indias, el capitán Pedro
Ortiz de Matienzo, que lo apresó; partieron los dos hacia la Corte para zanjar
el conflicto, muriendo Ordaz en el viaje; como el vulgo practica la presunción
de culpabilidad, se llegó a decir que lo envenenó mi sobrino, cosa absurda
porque nunca fue acusado por los herederos. Volvamos ahora a mi sempiterna cruz:
Fonseca. Aunque brevemente, no se priva Bernal de dejar claro que su calvario
fue parecido al de Velázquez: “El obispo Fonseca, si muy triste y pensativo
estaba ya de antes por saber los grandes favores que Su Majestad hacía a Cortés
y a todos los conquistadores, agora, al conocer la sentencia, cayó malo della,
y también a causa de otros enojos que tuvo con un sobrino suyo, que se decía
Alonso de Acevedo, porque le concedieron el arzobispado de Santiago, que él
pretendía”. Así, pues, Velázquez y Fonseca, dos pesos superpesados, fuera de
combate: Cortés, por el contrario, radiante triunfador.
Los primeros que llegaron de España con
las buenas noticias fueron Francisco de las Casas (recuerden que fue el que
ejecutó a Cristóbal de Olid) y Rodrigo de Paz (los dos eran parientes de
Cortés). Bernal se va a quejar sutil (pero claramente) de los favoritismos,
aunque se une a las celebraciones: “Cuando entraron en México con las
provisiones que hacían gobernador a Cortés, ¡qué alegrías y regocijos se
hicieron, y qué mercedes hizo Cortés al de las Casas y al Rodrigo de Paz, y a
otros que venían en su compañía, que eran todos de la tierra de Medellín! Y es
que, al Francisco de las Casas, le hizo capitán, y le dio luego un buen pueblo,
y, al Rodrigo de Paz, le dio muy ricos pueblos y le hizo su mayordomo mayor y
su secretario, y mandaba absolutamente al
mismo Cortés. Y también a todos los que vinieron de su tierra, Medellín,
les dio indios”. Bernal habría sido feliz fundando un sindicato de los
‘verdaderos conquistadores’, pero en el siglo XVI, si no estabas ya bien
situado, solo quedaba el consuelo del pataleo, y con educación. Aun así, él
había escrito su libro para poner de relieve el gran mérito de los simples
soldados, buscando indirectamente conseguir que brillara su propia hoja de
servicios ante el rey, de manera que se le otorgaran las mercedes que merecía,
muy superiores a las que había obtenido. Por eso termina de esta manera el
presente capitulo: “Según pareció, solamente se procuró por las cosas de Cortés
y las de sus favorecidos, y nosotros, los que lo ganamos y lo conquistamos y le
pusimos a Cortés en el estado en que estaba (no duda en decirlo), quedamos siempre con un trabajo tras de otro”.
Y remata la faena con una airosa verónica: “Y porque hay mucho que decir sobre
esta materia, se queda en el tintero, salvo rogar a Dios que lo remedie y ponga
en el corazón de nuestro gran César que mande que su recta justicia se cumpla,
pues en todo es muy católico”. No se lo pudo imaginar, pero, aunque el gran
César no le hiciera caso, sigue sonando su voz 500 años después.
Foto.- Vale, enteradillos: mucho hablar de
las miserias de mi protector el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, pero ahí le veis
bien representado en el cuadro del siglo XIX que pintó Rosales. Tuvo que ser
grande su valía para que fuera testigo en octubre de 1504 del testamento de la
muy enferma Isabel la Católica, poco antes de que muriera. Observémosle serio y
enjuto, con ese gorrito medio papal; dada su autoridad en el reino, fue el
primer testigo que firmó el documento. Un
respeto, please.
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