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- Como siempre, querido filósofo de salón: una de cal y otra de arena.
-No fallaba, altísimo funcionario real. En
la última refriega “nos mataron diez soldados a los que les cortaron las
cabezas e las manos, pero les íbamos ganando gran parte de la ciudad. Se nos
había acabado ya la pólvora, y entonces llegó a la Villa Rica un navío que era
de la armada desbaratada de Lucas Vázquez de Ayllón”. Fue un regalo del cielo,
porque el teniente del puerto le mandó a Cortés la pólvora, las armas y los
soldados del barco.
-Y déjame recordar brevemente, secre, “a
los curiosos lectores” (como diría Bernal) quién era Lucas y lo que le pasó.
Era el oidor, colega de mi sobrino Juan Ortiz de Matienzo, que medió
inútilmente a favor de Cortés y fue encarcelado por Pánfilo de Narváez
(tremenda osadía). Poco después, saltándose los derechos de mi sobrino,
consiguió una licencia real para explorar por la zona de Florida: fracasó la
expedición, murió Lucas, y acabamos de ver que una de sus naves le vino de
perlas al amado de los dioses, Cortés. Y ahora, dicho lo cual, ¿qué más? Lo
siento, hijos míos, pero de nuevo Bernal nos mete en el museo de los horrores:
siguieron las batallas y “acordamos llegar hasta Tlatelolco (allí se refugiaba Cuauhtémoc con sus
principales), y entramos primero en una plazuela donde tenían unos
adoratorios; en una de aquellas casas había unas vigas, y en ellas muchas
cabezas de nuestros españoles que habían matado, y tenían las barbas y cabellos
muy crecidos, mucho más que cuando estaban vivos. Yo conocí a tres soldados
compañeros míos, y desque los vimos de aquella manera se nos entristecieron los
corazones. En aquella sazón, quedaron las cabezas donde estaban, mas a los doce
días las quitamos y las enterramos en una iglesia que hicimos, que se llama
agora de los Mártires”. Estaban con el alma triste, pero también esperanzada,
porque los mexicanos se iban debilitando. Bernal llegó a la plaza mayor de Tlatelolco dentro del grupo mandado por
Alvarado, que marcó un objetivo muy simbólico: “Ordenó al capitán Gutierre de
Badajoz que fuese a lo alto del cu de Huichilobos -que son 114 gradas- y pelearon
muy bien, pero, como los contrarios les hacían retroceder gradas abajo, fuimos
en su ayuda y lo subimos del todo, poniendo fuego a los ídolos, y levantamos
nuestras banderas, siguiendo después peleando con los mexicanos en lo llano
hasta la noche”.
-Gran victoria, reverendo.
-Bien dices, hijo mío. Ese triunfo fue,
probablemente, el principio del fin de Cuauhtémoc. Alvararado se hizo con el
templo mayor de Tlatelolco: “Desde donde batallaba, Cortés vio a lo lejos cómo
ardía el cu mayor y nuestras banderas puestas encima, y se holgó mucho dello.
Cuatro días después se juntó con nosotros, y el Cuauhtémoc ya se iba retrayendo
dentro de la ciudad más hacia la laguna, porque los palacios en que vivía
estaban por el suelo”. Los combates seguían siendo feroces, aunque los
mexicanos se llevaban, con mucho, la peor parte. El cronista Gómara cuenta algo
que Bernal pasa por alto: “En esta celada murieron 500 mexicanos. Tuvieron bien
de qué cenar aquella noche nuestros indios amigos, porque no se les podía
quitar el comer carnes de hombres”. Cada vez era más favorable la situación
para negociar las paces, y Cortés, tan partidario de la vía diplomática, lo
intentó dos veces. Cuauhtémoc se mostró receptivo, pero fue una simple
estratagema para atacar a los españoles con la guardia baja. Era tan desesperada
la vida de los sitiados que “cada noche muchos pobres indios se venían a
nuestro real porque no tenían qué comer y estaban hartos de pasar hambre”. Cuauhtémoc se encontraba atrapado: enfrente,
los españoles; a sus espaldas, la laguna, con los bergantines vigilantes.
¿Jaque mate?
Foto.- Un céntrico lugar en la capital de
México: la Plaza de las Tres Culturas –la precolombina, la colonial española, y
la del mestizaje-, donde el 2 de octubre de 1968 –poco después del famoso Mayo
del 68-, el ejército mexicano disolvió una gran manifestación de protesta
matando a más de 300 estudiantes. Ahí estaba la población de Tlatelolco: se ven
los cimientos y las gradas del templo al que se subieron Bernal y sus
compañeros, quemando los ídolos y colocando sus banderas. Poco tiempo después
construyeron encima la iglesia actual, dedicada al apóstol Santiago.
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