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–Que ruede el champán, caro figliolo mío, fiel trovador que me has acompañado
TRES, SEIS, CINCO días en la sabrosa tertulia (sepan vuesas mersedes que la
tertulia con Bernal es continuación de otra anterior).
-Ha sido maravilloso, tierno ectoplasma; y
siempre hemos estado sostenidos por nuevos y generosos amigos. Va por ellos.
¡Salud!
-Sería un buen momento para bajar la
persiana, socio: fue bonito mientras duró. Pero nos va a resultar imposible
dejarle a Bernal tirado: es demasiado valioso lo que cuenta, y no menos cómo lo
hace; ya es nuestro cuate y estamos en deuda con él. Así que adelante con la
dulce tarea de resumir su delicioso libro para que alguien más, aunque solo sea
uno más, descubra esa joya ausente de los colegios. Y a su texto volvemos. Le
dejamos a Pánfilo de Narváez cometiendo la insensatez de apresar a Vázquez de
Ayllón, “aquel tan desacatado delito, que, por tratarse de un oidor, era crimen
de lesa majestad y digno de muerte; y como ciertos soldados amigos de Ayllón
vieron que había hecho aquel desacato, temiéronse del Narváez porque ya estaba
a malas con ellos, y se huyeron a la villa donde estaba el capitán Sandoval,
que les hizo mucha honra”. Tenía,
además, comportamientos que sus soldados soportaban de mala manera: “Veían que
el Narváez era la pura miseria, y el oro y ropa que Moctezuma les mandó todo se
lo guardaba, y aún les decía: ‘Mirad que no falte ninguna manta, que todas
están contadas”. Donde ponía el pie, su torpeza arruinaba el trabajo hecho por
Cortés: “Sentó su real en Cempoala, y lo primero que hizo fue tomarle al
cacique gordo por la fuerza todas las mantas y oro que Cortés le dio a guardar
antes de partir para Tlaxcala, y las indias que nos habían dado los caciques,
que las dejamos en sus casas de sus padres porque eran hijas de señores y muy
delicadas para andar en la guerra. Y le dijeron los indios que cuando estaba el
Malinche, no les tomaba ninguna cosa e que era muy justo. Y el veedor
Salvatierra, que era el que más bravezas hablaba, dijo a los de Narváez: ‘¿No
oís qué miedo tienen estos caciques de este nonada de Cortesillo?’. Pues mejor
que no dijera mal de lo bueno, porque cuando dimos sobre el Narváez, uno de los
más cobardes fue el Salvatierra, porque estaba mal engalibado (diseñado), y no de lengua”. Como los
primeros envites se convirtieron en humo, Cortés y los suyos se dejaron de
jueguecitos: “Todos acordamos que brevemente, sin más aguardar otras razones,
fuésemos sobre Narváez, quedando en México Alvarado en guarda de Moctezuma”.
-Esto se pone al rojo vivo; sigue, reve:
lo estás contando de cine.
-Pánfilo de Narváez hizo bueno su nombre
en México: le faltaron reflejos y Cortés se lo zampó. Se confió relajadamente
porque la diferencia en número de soldados era enorme; sin embargo Cortés jugó
precisamente esa baza, la de pillarle medio atontado. Una vez más, apostando
temerariamente (¿y van cuántas?). Se quedaron con Alvarado “todos los soldados
que no estaban en disposición de ir a aquella batalla, y también los que
parecían ser amigos de Diego Velázquez (80
en total)”. Pues bien, los soldados de Narváez eran unos 1.300; los de
Cortés, 276, y esta vez sin ayuda de los
indios de Tlaxcala, porque les dio miedo participar en aquella locura. Y
comenzó la dramática partida hacia el
terrible enfrentamiento: “E nos abrazamos unos soldados a los otros, y sin
llevar servicio, sino a la ligera (eran unos
350 km), fuimos por el camino de Cholula”. En la marcha hacia el campamento
de Narváez, Cortés se detuvo en Panganequita, y le mandó algún mensaje
apaciguador, dándole a entender que se habían acercado para facilitar la
comunicación, pero advirtiéndole “que si sigue alborotando la tierra, iremos
contra él a le prender y enviarle preso a nuestro rey y señor”.
(Foto: El ‘lumbreras’ Diego Velázquez,
gobernador de Cuba, creó una situación de altísimo riesgo. El ejército de su
enviado, Pánfilo de Narváez, estableció el campamento en Cempoala. Desde la
Villa Rica, Gonzalo de Sandoval, llevando unos 60 soldados, fue a unirse con Cortés en Panganequita, a
unos 50 km de Cempoala; en total, 276 héroes que sufrían una doble desesperación:
no solo se iban a enfrentar a las fuerzas de Narváez, casi cinco veces más
numerosas, sino que, además, no podían olvidar que Pedro de Alvarado solo disponía en México de 80 soldados para
hacer frente a un aluvión de mexicanos si, como parecía, lanzaban su ataque
arrollador).
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