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–Imposible saber, mon cher ami, a qué jugaba Moctezuma.
-Su maleable comportamiento, mon reverend,
resulta desconcertante, porque se da de bofetadas con su ‘hoja de servicios’:
llevaba 18 años de emperador, y alcanzó el máximo poder tras larga experiencia
como jefe supremo del ejército azteca que sometía a los pueblos de un amplísimo
entorno; logró, además, con energía implacable, tener bajo su control a todos
sus posibles rivales. Solo una vejez prematura podría explicar sus titubeos:
rondaba entonces los 56 años. ¿Okay, daddy?
-Rasón tenedes, amigo escribano. Reaccionó
con doblez: “Y cuando Moctezuma supo la noticia, tuvo gran contento porque,
como Narváez llegó tan poderoso, creyó que nos prendería, y le mandó mucho oro.
E Cortés, que no sabía nada, estando con él vio que andaba muy contento, y le
preguntó la razón, e, para que no le tuviera por sospechoso, le hizo saber de
los 18 navíos que habían llegado, diciendo que se holgaba porque ya no tendrían
que hacer otros para ir a Castilla”. De tramposo a tramposo, Cortés se mostró
entusiasmado, diciéndole: “¡Gracias a Dios!, que siempre provee”. Y si Cortés
fingió, la ilusa tropa se puso eufórica creyendo que les llegaba una
maravillosa ayuda: “Pero Cortés estuvo muy pensativo porque bien entendió que
aquella armada la enviaba Diego Velázquez contra todos nosotros, y, como sabio
que era, nos comunicó todo lo que pensaba, y con grandes dádivas de oro que nos
daba y ofrecimientos de que nos haría ricos a todos, nos atraía para que le
fuéramos fieles a él”. Al final va a resultar que la sed insaciable de oro que
tenía Cortés quizá no fuera pura codicia, sino visión clara y anticipada de que le haría falta para sacar
adelante la empresa. Y pronto el recién llegado Pánfilo de Narváez mostró sus
intenciones. Los tres impresentables desertores de Cortés le informaron al
detalle de la precaria situación de la Villa Rica, donde estaba al mando el
competente Diego de Sandoval con pocos soldados y muchos heridos y ancianos,
por lo que mandó a aquel ‘hospital’ por la vía rápida “al clérigo Guevara, que
tenía mucha expresiva, a un hombre que se decía Amaya, de mucha importancia,
pariente del gobernador Velázquez, y al escribano Vergara con tres testigos (viva el protocolo) para que notificasen
a Diego de Sandoval que se entregase a Narváez, para lo que traían
provisiones”. El casi mancebo capitán ya estaba al tanto de la llegada de la
armada, “y como era muy varón en sus cosas, siempre estaba muy apercibido, y
sus soldados bien armados”.
(No me interrumpas, secre, que voy
lanzado). Ya lo creo que espabiló Sandoval; sabía que vendrían y lo organizó
todo: “Para estar más desembarazados de los soldados viejos e dolientes, los
envió a un pueblo de indios amigos; les habló a sus soldados para que no
entregasen la Villa Rica, y todos se mostraron conformes. Y (por si acaso, y, además, hace impresión)
mandó hacer una horca en un cerro”. Cuando llegó la lustrosa embajada, “el
clérigo saludó: ‘En buena hora estéis’, y el Sandoval le dijo que en tal hora
viniese”. El experto en sermones, con su
buena ‘expresiva’, se embaló con razonamientos medio escolásticos
dejando claro “que Cortés y todos ellos habían sido unos traidores, y que les
venía a notificar que fuesen presto a dar obediencia al señor Pánfilo de
Narváez. E como el Sandoval oyó aquellos descomedimientos, se estaba
carcomiendo de pesar de lo que oía, y le dijo: ‘Señor padre, muy mal habláis en
llamarnos traidores, y porque sois clérigo no os castigo conforme a vuestra
mala crianza. Andad con Dios a México, que allá está Cortés y él os
responderá”. El cura no cedía, apoyado por el escribano, y volvió a llamarlos
traidores. El final de este sainete fue fulminante, pero cómico: “Al oír esa
palabra, Sandoval le dijo que mentía como ruin clérigo, y luego mandó a sus
soldados que los llevasen presos a México. Y no terminó de decirlo cuando en
hamaquillas de redes, como ánimas pecadoras, los llevaron a cuestas los indios
amigos, y en cuatro días, con otros indios de posta de noche y de día, llegaron
cerca de México”.
(Foto: Véase el sepulcro de mi “padrino”,
el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, situado en la iglesia de Santa María la
Mayor de Coca, provincia de Segovia. Astuto, trabajador incansable,
autoritario, maquiavélico, y muy enemigo de sus enemigos. Con su enorme poder
estuvo a punto de echar a pique toda la obra de Cortés para favorecer al
gobernador de Cuba, Diego Velázquez, aunque le faltó tiempo para hacerlo: murió
en 1524. Sepan vuesas mersedes que no todo era corrupción en aquella época.
Hubo un hombre modélico en lo religioso y en lo político, el más grande y más
honrado personaje de estado que han dado estas sufridas tierras: el Cardenal
Cisneros).
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