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–De sobra sabían, alma soñadora, que la muerte les sonreía.
-Pero ellos, entrañable ectoplasma, le
devolvían la sonrisa. El sufrido Bernal al habla: “Y como somos hombres y
temíamos morir, no dejábamos de pensarlo; caminábamos encomendándonos a Dios y
a su bendita madre Nuestra Señora, y platicando de qué manera podríamos entrar
allá; y pusimos nuestros corazones en que Jesucristo, así como fue servido
guardarnos de los peligros pasados, también nos guardaría del poder de México”.
Moctezuma temblaba igualmente, y mandó otro embajador, pero ya del más alto
nivel: “Envió un sobrino suyo que se decía Cacamatzín, señor de Texcoco, y
llegó con el mayor fausto y grandeza que
en ningún señor de los mexicanos habíamos visto, en andas muy ricamente
trabajadas, con plumas verdes y mucha pedrería engastada en oro muy fino, y, al
bajar, le barrían el suelo por donde había de pasar. Y cuando lo vimos,
platicamos entre nosotros que, si aquel cacique traía tanto triunfo, qué haría
el gran Moctezuma”. Tras las remilgadas cortesías, y de falso a falso, el
cacique dijo que Moctezuma les esperaba con los brazos abiertos, y Cortés le
contestó que siempre estaría en deuda con él. Era un aparente recibimiento azteca
de bienvenida, así que al día siguiente se pusieron en marcha encontrando todos
los caminos llenos de curiosos (cada vez más metidos en la boca del lobo), y
llegaron a Iztapalapa, ciudad de unos 20.000 habitantes, asentada en la ribera
del lago y a solo 8 km de México. Irían angustiados, pero parece que el asombro
era mayor: “Desque vimos tantas ciudades pobladas en el agua nos quedamos
admirados, y decíamos que se parecía a las cosas de encantamientos que se
cuentan en el Amadís, por los grandes cúes que tenían en el agua, y aun algunos
decían que si lo que estaban viendo era un sueño, y yo no sé cómo contar cosas
nunca vistas ni aun soñadas”. Partieron de Iztapalapa y llegaron, ¡por fin!, a
México.
-Deja que continúe yo con la copla,
pequeñuelo, que no quiero perderme ese momento estelar. Cortés se salió con la
suya, pero nadie habría dado un céntimo por la suerte de aquella tropa de
chalados: “Eran tantos los indios que nos venían a ver que hasta las torres
estaban llenas dellos, y la laguna de canoas, porque jamás habían visto
españoles ni caballos. Y nosotros, que no llegábamos a 400, teníamos en la
memoria los avisos que nos habían dado nuestros indios amigos de que nos
matarían dentro de México”. No es extraño que Bernal añadiera después: “Miren
los curiosos lectores si había que ponderar mucho aquello: ¿qué hombres ha
habido en el universo que tal atrevimiento tuviesen? Y entonces (que el curso de la Historia se detenga)
apareció el cortejo del gran Moctezuma con muchos principales barriendo por
donde iba a pasar, con los ojos bajos, porque ni por pensamiento le miraban a
la cara. E Cortés se apeó del caballo, y los dos se hicieron muchos acatos,
hablando por ellos doña Marina. Cortés también le quiso abrazar, y los grandes
señores que le acompañaban le detuvieron el brazo porque se entendería como menosprecio”.
Se trató de un encuentro breve y de circunstancias, pero ni las Indias ni el
Mundo Occidental serían ya lo mismo, y
nos habría hecho falta que el testigo fuera Homero. Seguro que Bernal
estaría de acuerdo: “Agora que lo estoy escribiendo, se me representa todo
delante de mis ojos como si ayer fuera cuando esto pasó. Y es gran merced que
Nuestro Señor nos diera gracia y esfuerzo para osar entrar en tal ciudad e me
haber guardado de muchos peligros de muerte. Doyle muchas gracias también por
haberme permitido escribirlo, aunque no tan cumplidamente como convenía y se
requiere”.
(Foto: El lago de Texcoco con
Tenoctitlán-México en el centro; por una de las calzadas llegaron los
cuatrocientos insensatos españoles a la capital, en medio de un hormiguero de
indios, de momento pacíficos debido a la acogida oficial decretada por
Moctezuma. La imagen es la mejor representación de una ‘boca de lobo’; era una
ciudad superpoblada y sin escapatoria posible por la facilidad de anular sus
salidas; además de ser una isla, al otro lado de las aguas estaba completamente
rodeada de poderosos enclaves mexicanos).
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