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- Bonne nuit, escribano incansable.
Quizá llegue a cansar tanto Sarmiento, pero su constancia merece que le
dediquemos la nuestra y se oiga su voz en este pequeño rincón. Adelante.
- Salut, mon patron. Recogeremos lo más
valioso de su larga perorata, que, en realidad, no tiene desperdicio. Hay que
reconocer también que sus eternas quejas fueron las de un desamparado, víctima constante
de los elementos y de las miserables zancadillas de Flores. Tras fundar Nombre
de Jesús, fruto casi exclusivo de su increíble tenacidad, “repartió a los lados
de la plaza calles y casas (parcelas) por cuadras. Mostró la provisión de V.
M., y, tomándola con mucha reverencia,
le recibieron a Pedro Sarmiento por su Gobernador y Capitán General, y ese día
se hizo la primera fiesta. Puso a trabajar a los labradores con plantas que
llevaba nacidas y verdes en barriles, hizo un estanque y los pobladores y sus
mujeres quedaron regocijados”. Esa noche un viento sacó las naos fuera del
estrecho cuatro veces, llevándolas la última a más de 200 kilómetros hacia el
norte, pero consiguieron volver. Y, a pesar de que tenía algunos roces con el
que iba al mando, el capitán Ribera, da
una prueba de que era muy amigo de la verdad: “Hízolo esto Diego de Ribera muy
varonilmente y deseoso de servir a V. M. Es justo dar a cada uno lo suyo, y que
lo bueno se publique y lo malo se repruebe”. Su generosidad en el elogio hizo
efecto; sobre la carta de Sarmiento, algún funcionario del rey anotó: “En favor
de Diego de la Ribera (un mérito para su expediente)”. Y como Pedro no daba
puntada sin hilo, aprovecha la anécdota para desautorizar a su bestia parda.
“En este ejemplo se verá si Diego Flores pudiera volver (para entrar en el
Estrecho) cuando P. Sarmiento se lo requirió mil veces, y, no mirando adelante,
tornó huyendo atrás”. Luego explica que él “animaba en las ocasiones difíciles
(haciéndoles favores) a los flacos que solo ponían su punto en el interés humano, y siempre era
como la tablilla del mesón, que abriga a los que pasan y ella se queda al
sereno (¿sería de su cosecha la original metáfora?)”.
- Déjame rematar la tertulia, sapiens
stella matutina. Luego le abandonaron otros (incluido Ribera), “de suerte que
le fue forzoso a P. Sarmiento concertarse, a su costa, con un marino portugués
para hacerlo piloto, enseñándole a tomar la altura (aún no se conocía la
técnica de medir la longitud)”. Muestra mucho respeto por uno de sus
colaboradores, “Andrés de Biedma, capitán de artillería, hombre anciano y
virtuoso, cursado en las guerras de Flandes y de buena determinación, muy
honrado, diligente y de conciencia”. Seguro que, aunque anónimo, fue otro
personaje de biografía increíble; da angustia ver a semejante “vejete” en esas
andaduras. Au revoir.
Hagamos balance, entrañable compañeiru. Un
hombre de férrea voluntad, Pedro Sarmiento, se enamora de un proyecto
quijotesco: poblar en las gélidas tierras del Estrecho, el lugar más perdido
del mundo, donde solo podría encontrar a unos pocos indígenas belicosos. El rey
le da licencia con la obligación de fundar allá dos poblaciones. Salen de
Sanlúcar y se ahogan 800. Se consigue suplirlos. Llega al Estrecho dos años y
medio después con unos 500, aunque pronto sufre abandonos. Funda, ¡por fin!, la
primera población justo en la entrada del canal: la llama pretenciosamente ‘ciudad’
de Nombre de Jesús. Pero, según la cédula real, había que establecer otra, a
unos 20 días de marcha a pie. Fiel al romántico ideal de que “Una buena muerte
honra toda una vida”, no dudó ni un instante, y se puso en marcha; esta vez,
como veremos, forzó demasiado el aguante de sus hombres.
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