domingo, 6 de marzo de 2016

(196) - Bonne nuit,  escribano incansable. Quizá llegue a cansar tanto Sarmiento, pero su constancia merece que le dediquemos la nuestra y se oiga su voz en este pequeño rincón. Adelante.
     - Salut, mon patron. Recogeremos lo más valioso de su larga perorata, que, en realidad, no tiene desperdicio. Hay que reconocer también que sus eternas quejas fueron las de un desamparado, víctima constante de los elementos y de las miserables zancadillas de Flores. Tras fundar Nombre de Jesús, fruto casi exclusivo de su increíble tenacidad, “repartió a los lados de la plaza calles y casas (parcelas) por cuadras. Mostró la provisión de V. M., y, tomándola  con mucha reverencia, le recibieron a Pedro Sarmiento por su Gobernador y Capitán General, y ese día se hizo la primera fiesta. Puso a trabajar a los labradores con plantas que llevaba nacidas y verdes en barriles, hizo un estanque y los pobladores y sus mujeres quedaron regocijados”. Esa noche un viento sacó las naos fuera del estrecho cuatro veces, llevándolas la última a más de 200 kilómetros hacia el norte, pero consiguieron volver. Y, a pesar de que tenía algunos roces con el que iba al mando,  el capitán Ribera, da una prueba de que era muy amigo de la verdad: “Hízolo esto Diego de Ribera muy varonilmente y deseoso de servir a V. M. Es justo dar a cada uno lo suyo, y que lo bueno se publique y lo malo se repruebe”. Su generosidad en el elogio hizo efecto; sobre la carta de Sarmiento, algún funcionario del rey anotó: “En favor de Diego de la Ribera (un mérito para su expediente)”. Y como Pedro no daba puntada sin hilo, aprovecha la anécdota para desautorizar a su bestia parda. “En este ejemplo se verá si Diego Flores pudiera volver (para entrar en el Estrecho) cuando P. Sarmiento se lo requirió mil veces, y, no mirando adelante, tornó huyendo atrás”. Luego explica que él “animaba en las ocasiones difíciles (haciéndoles favores) a los flacos que solo ponían  su punto en el interés humano, y siempre era como la tablilla del mesón, que abriga a los que pasan y ella se queda al sereno (¿sería de su cosecha la original metáfora?)”.
     - Déjame rematar la tertulia, sapiens stella matutina. Luego le abandonaron otros (incluido Ribera), “de suerte que le fue forzoso a P. Sarmiento concertarse, a su costa, con un marino portugués para hacerlo piloto, enseñándole a tomar la altura (aún no se conocía la técnica de medir la longitud)”. Muestra mucho respeto por uno de sus colaboradores, “Andrés de Biedma, capitán de artillería, hombre anciano y virtuoso, cursado en las guerras de Flandes y de buena determinación, muy honrado, diligente y de conciencia”. Seguro que, aunque anónimo, fue otro personaje de biografía increíble; da angustia ver a semejante “vejete” en esas andaduras. Au revoir.



     Hagamos balance, entrañable compañeiru. Un hombre de férrea voluntad, Pedro Sarmiento, se enamora de un proyecto quijotesco: poblar en las gélidas tierras del Estrecho, el lugar más perdido del mundo, donde solo podría encontrar a unos pocos indígenas belicosos. El rey le da licencia con la obligación de fundar allá dos poblaciones. Salen de Sanlúcar y se ahogan 800. Se consigue suplirlos. Llega al Estrecho dos años y medio después con unos 500, aunque pronto sufre abandonos. Funda, ¡por fin!, la primera población justo en la entrada del canal: la llama pretenciosamente ‘ciudad’ de Nombre de Jesús. Pero, según la cédula real, había que establecer otra, a unos 20 días de marcha a pie. Fiel al romántico ideal de que “Una buena muerte honra toda una vida”, no dudó ni un instante, y se puso en marcha; esta vez, como veremos, forzó demasiado el aguante de sus hombres.


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