jueves, 31 de diciembre de 2015

(130) - Hello, baby: por allí asoma otra vez el infatigable Álvar Núñez Cabeza de Vaca, recién nombrado gobernador del Río de la Plata.
     - Así es, daddy; caminando pasito a pasito desde la costa brasileña hasta Asunción: pan comido para él tras su peripecia pedestre en Florida. Lo que no sabía es que se iba a meter en un conflictivo avispero en  el que imperaba la ley del más agresivo, Domingo Martínez de Irala, hombre de gran valía pero despiadado, que estaba provisionalmente al mando del territorio. Álvar, con el prestigio de su hazaña por el Far West  y de sus muchos saberes, había obtenido el honroso nombramiento en 1540, con solo 40 años. La cosa comenzó bien: en el “paseíto”, descubrió las impresionantes  cataratas de Iguazú (inolvidable música la que tocaba al oboe Jeremy Irons con esa vista en la película “La misión”), y, con su insuperable conocimiento de los nativos de Indias, pacificó en un pispás  a una belicosa tribu. Pero los españoles de Asunción eran otra cosa. Pisó sus calles en 1542, y tras los recelosos saludos, quedó claro que sus maneras no estaban hechas para el desmadre de aquel perdido lugar, donde, si la violencia era cosa habitual, la moral resultaba risible: debido a la habitual poligamia,  lo conocían como “el paraíso de Mahoma”. Cabeza de Vaca era puritano, amigo de los nativos, honrado… ¡y terco! La mayoría se volvió contra él; hasta unos frailes a los que había reprochado sus pendoneos se le encabritaron, y Martínez de Irala se puso al frente de las protestones, que le venían de cine para recuperar el poder que había ejercido. Fueron muy pocos los que le apoyaron a Álvar, entre ellos Juan Salazar de Espinosa, inevitablemente de forma cautelosa porque peligraban las cabezas. Irala y los suyos lo tuvieron fácil, y “el terco” fue encerrado en la cárcel, con malos tratos y al borde de la muerte. No llegaron a ejecutarle porque todos eran conscientes de que la justicia real, aunque perdida en la lejanía, tenía el brazo muy largo. Así que, pasado un año, lo metieron en un barco junto a su defensor, Salazar, en calidad de presos y con graves acusaciones para que los condenaran en la corte. Iba encargado de su vigilancia un tal Alonso de Cabrera, que se medio trastornó, y no solamente les soltó los grilletes, sino que, al llegar a Sevilla mató a su mujer. Habría mucho que contar también sobre los numerosos casos de demencia  entre aquellos hombres al límite del aguante humano. Termina la faena, caro Sancio, tú que conocías bien aquel percal.
     - Solo Álvar tuvo algún problema. Lo desterraron, pero  pronto le dieron un destino ideal para sus condiciones: juez en Sevilla. Juan de Salazar volvió a Indias con  mujeres casaderas  en un intento de poner fin al “Paraíso de Mahoma” (lo veremos). Arrivederci, caro.


     Los españoles no solo arrasaban, sino que también construían, y tenían ojo clínico para escoger lugares apropiados y estratégicos en los que fundar poblaciones con un diseño futurista. No se olvidaban de nada, ni de la vida ni de la muerte: ayuntamiento, iglesia, parcelaciones y trazado de calles, y, también, cómo no, cárcel, picota y horca. El caso era que naciera el retoño, que luego ya crecería solo, hasta mostrarse robusto como esta Asunción a la orilla del río Paraguay, donde brilla luminosa la residencia presidencial.


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