(113) - Hola, querubín: la caldera de Bogotá
a punto estallar.
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Todo un espectáculo, docto ectoplasma. Federmann frente a Quesada, gente rápida
en desenvainar la espada. El granadino, acostumbrado a tratar con soldados
alemanes en las guerras de Italia, no se asustaba fácilmente ante los gritos
con pedregoso acento teutón. Él era, con
unos meses de ventaja, el primero en
llegar a Bogotá, pero su rival hablaba del derecho jurisdiccional de la
gobernación de Venezuela; argumento de poco peso para un veterano leguleyo como
Gonzalo: el colombiano río Magdalena iba derechito a desembocar en la
gobernación de Santa Marta. Estaban como dos leones en un barranco sin salida.
¿Dramático? Pues la cosa se puso peor, porque entró en el recinto otro león,
Benalcázar, también dispuesto a matar por su presa: ni Venezuela ni Santa
Marta; la jurisdicción le correspondía a Perú, Quito y Popayán. Como para creer
en las conjunciones astrales: la expedición del alemán había durado tres años,
la de Gonzalo once meses, y la de Sebastián algo menos; todo ello para llegar
casi al mismo tiempo. Demasiado sufrimiento para practicar el fair play.
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Era imposible entenderse, como os pasa ahora en esas patéticas tertulias
televisivas. Solo que aquello “iba en serio”: un revoltijo de jefes, oficiales
y soldados vociferando y fuertemente armados. Tenían fresco en la memoria el
desastre en que había acabado la relación entre Pizarro y Almagro (afectando al
Perú entero) precisamente por discusiones sobre competencias territoriales.
Pero esta vez, milagrosamente, la
espantosa nube negra no explotó.
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Y fue porque la sensata intervención de unos de tu oficio, dos capellanes, más
el peso moral y la serenidad de Gonzalo, impusieron la cordura: se le
reconocieron a él provisionalmente los derechos, con fuertes compensaciones a
los otros dos bandos, y vinieron después a España los tres líderes a zanjar el
asunto, donde el rey confirmó básicamente el planteamiento inicial, con felices
consecuencias para el futuro de la bautizada como Nueva Granada.
Verdaderamente, se hizo la debida justicia, aunque las presiones del gobernador
de Santa Marta le dejaron a Gonzalo sin la categoría que merecía, porque solo
consiguió en la Corte los títulos, medio honoríficos, de Adelantado y Mariscal
de Nueva Granada, y aun eso, tras darle
mucho el tostón al rey. ¿Volvemos a
invitarle mañana, daddy?
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Por supuesto: me encanta tener al Quesadita en nuestra tertulia, y sería delito
de lesa majestad no decir algo más de él. Bye, piccolino.
En
Bogotá, en la Plazoleta del Rosario, está plantada esta estatua del gran
Gonzalo Jiménez de Quesada. En la mano derecha alza su espada, que, intencionadamente,
el artista ha convertido en una cruz; quizá haya forzado el simbolismo, pero no
cabe duda de que el ilustre granadino fue un militar idealista y, al mismo tiempo, un
fervoroso cristiano. Si lo que lleva en la mano izquierda es, como parece, un
libro, ya tenemos ahí a Gonzalo entero, porque también brilló como un
extraordinario letrado y escritor, de marcado carácter humanista en ambas
facetas.
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