martes, 29 de diciembre de 2015

(128) - No juzgues, hijo mío, y no serás juzgado (al menos por ti mismo). Es cierto que los poderosos tienen  privilegios, pero poco descanso. A Pedro de Mendoza, la grandeza de su linaje le exigió perseguir la gloria a cualquier precio, incluso el de su fortuna personal: Carlos V le llenó de honores a cambio de partir hacia el río de la Plata al mando de una expedición, arriesgar su vida y correr con todos los gastos.
     - Así es, sabio doctor. Incluso la gran ciudad argentina, Mendoza, no le recuerda a él, sino a un pariente suyo (y de tu arzobispo), García Hurtado de Mendoza, que ordenó fundarla en 1561.
     - ¿Te imaginas, pequeñín, lo que fue la salida de aquella armada en  1534? El penacho de Pedro flameando como otra bandera sobre su orgullosa cabeza, en la proa de la capitana, la vista fija  hacia el  rioplatense suroeste, seguido de 15 naos, donde hormigueaban ¡más de 1.500 hombres!, entre los que estaban tipos tan correosos como Ayolas, Martínez de Irala y Salazar de Espinosa, de quienes pronto hablaremos. ¡Qué derroche de dinero! Como viejo tesorero de la Casa de la Contratación de Sevilla, pensarlo me da sudores.
     - No sufras, daddy: Pedro ya se había hecho rico en las campañas de Italia, donde seguro que conoció a Jiménez de Quesada, el fundador de Bogotá. Esta expedición era vital, no solo para explorar y conquistar, sino también para cortar de raíz las aspiraciones de los portugueses en aquella zona. Durante el viaje, se ejecutó a un hombre al parecer afable, Juan de Osorio, acusado de conspirador por Ayolas y Salazar. Y poco después de llegar al río de la Plata, fue cuando Mendoza efectuó esa primera fundación de Buenos Aires, que no se consolidó por el acoso de los irascibles nativos: mataron a muchos soldados, entre ellos al capitán Cepeda, hermano de Sta. Teresa. Se trasladaron al fuerte de Caboto y allí el ataque fue del hambre: otros 200 muertos.
- La rueda de la fortuna sube y baja, mon petit. También Mendoza soñó con fabulosas minas, y le mandó al burgalés Juan de Ayolas al frente de un grupo de desventurados en pos de la Sierra de la Plata, con el humillante encargo de llegar hasta donde Pizarro y ofrecerle la venta de sus licencias de exploración porque estaba arruinado. Pasó algún tiempo, y una sífilis viajera (en un cuerpo español fue a Europa, y en el de Mendoza volvía a Indias) se le fue agravando al otrora poderoso e ilusionado aristócrata, perdió toda esperanza y decidió regresar a España. Para mayor abatimiento, le remordía la conciencia por la ejecución de Juan de Osorio, preparó una copia del proceso previo que se le hizo al desdichado, para hacer frente a las explicaciones que le iban a pedir en  la Corte, y se embarcó. Seguro que, cuando durante el viaje vino a visitarle la muerte, no puso pegas, sino que, harto de padecimientos, partió con ella sonriendo filosóficamente. Su ilusión había durado 3 años. Brindemos por él.
     - Y por todos aquellos gloriosos perdedores: la mayoría de los temerarios “locos de Las Indias”. Pero solo con una copita, my dear. Bye, bye.



     Ya ves,  my bosom friend. Sabíamos que Pedro de Mendoza fue un ilustre perdedor,  que su aventura indiana solo duró tres años, que su fundación de Buenos Aires no prosperó de inmediato ni la pudo ver consolidada,  y que incluso murió en el viaje de vuelta. Pero, a su manera, fue grande. ¿Qué más decir de él? Afortunadamente, ya lo han hecho los bonaerenses con una sola frase maravillosa. Ese precioso monumento le recuerda en el cuarto centenario de la fundación de la ciudad. Y debajo pone (que Dios los bendiga) el verdadero elogio que se merece: “Buenos Aires es su inmortalidad”.


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