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–Está claro, alma candorosa, que Cortés lo calculaba todo.
-Tienes razón, resabiado clérigo. Esas
escaramuzas no eran un jueguecito, aunque quizá arriesgó demasiado. Como buen
sicólogo, aprovechó el tiempo muerto del montaje de los bergantines dándoles
carnaza de guerra a sus aburridos soldados y, especialmente, a los miles de tlaxcaltecas ansiosos por vengarse
de los mexicanos matándolos y apresándolos (posiblemente con el mismo destino
que “el sin ventura Juan Yuste”). Añadamos la valentía de Cortés y su prestigio
y tendremos el cóctel perfecto para
que
consiguiera mantener a tope la moral de victoria de todos.
-Pero se expuso mucho, secre. Su ataque al
poblado de Saltocan pudo acabar en el ridículo. Les habían hecho huir a los
indios, pero, durante la noche, “había enviado Cuauhtémoc por el lago muchos
escuadrones de guerreros para les ayudar, y por la mañana nos atacaron con
mucha vara y flecha y piedra con hondas desde las acequias, adonde no podíamos
pasar a hacerles daño porque habían inundado los pasos con agua; e hirieron a
diez de nuestros soldados y a muchos tlaxcaltecas. Y nuestros soldados
renegaban de esta venida sin provecho, y aun estaban medio corridos de cómo los
indios les gritaban y les llamaban mujeres. Pero en ese instante dos indios de
los nuestros le dijeron a un soldado que los de Saltocan habían dejado seca una
acequia que iba derecha al pueblo. Los nuestros pasaron por ella (Bernal no estaba allí), y los
contrarios daban en ellos e hirieron a muchos, pero entraron en el pueblo, e
tal mano les dieron que les mataron muchos, y pagaron muy bien la burla que
hacían. Y se tuvieron muy buenas indias, y los tlaxcaltecas salieron ricos con
mantas y sal y oro y otros despojos (mejor
que no lo detalle)”. Siguieron correteando por varios pueblos ribereños de
la laguna hasta llegar a Tacuba, “que es donde nos repusimos la ‘noche triste’ (expresión que se ha hecho histórica)
cuando salimos de México desbaratados”. Y faltó poco para que el lugar fuera
esta vez trágico de verdad: “Los mexicanos empezaron a dar en los nuestros, y
nuestro capitán tuvo harto trabajo en romper con ellos, con los caballos y los
soldados a buenas cuchilladas; los indios hicieron como que huían, y Cortés,
creyendo que llevaba victoria, mandó seguirlos hasta un puente”.
-Es llamativo, santo abad, que sea la
segunda vez que el astuto Hernán pique en el mismo anzuelo. Dinos cómo acabó el
despiste.
-Cayeron en la encerrona, “y desque los
mexicanos sintieron que le tenían ya
metido a Cortés en el garlito, pasado el puente, vuelven sobre él tanta
multitud de indios que, en canoas, por tierra y desde las azoteas, le dan tal
mano que le ponen en gran aprieto, que ya se creyó desbaratado; e un alférez
llamado Juan Volante cayó en el agua, a punto de se ahogar, y ya lo tenían
asido los mexicanos para meterlo en sus canoas, pero fue tan esforzado que se
escapó con su bandera. Y el capitán Pedro de Ircio, que allí se encontraba,
por afrontar al alférez –que no estaba
bien con él por amores con una mujer- le dijo que había crucificado al Hijo y
quería ahogar a la Madre, porque la bandera tenía la imagen de la Virgen
María”.
-Perdona, docto clérigo: ¿Por qué dice que
crucificó al Hijo?
-La verdad es, ingenuo mancebo, que
vuestra cultura religiosa está a ras del suelo. En mis tiempos teníamos clara
conciencia de que, si Cristo nos salvó muriendo, todos éramos causantes de su
crucifixión. Prosigamos: Esta anécdota de Ircio fue tan conocida que llegó a
oídos del rey Carlos, buen experto en guerras, y comentó literariamente: “Capitán
que en tal aprieto dice gracias, consigo las tenía todas”. Sin embargo a Bernal
le molestaban las palabras de Ircio, y lo explica: “No tuvo razón en decir
aquello, porque el alférez siempre fue muy esforzado”. Al final del libro, hace
un retrato del pobre concepto en que le tenía al ingenioso, aunque reconociendo
su valor: “Era Pedro de Ircio ardid (valiente)
de corazón y de mediana estatura, y hablaba de lo mucho que había hecho en
Castilla, y lo que veíamos e conocíamos dél no era para nada. Era también muy
plático en demasía, que ansí acontecía que siempre contaba cuentos de Pedro
Girón y del conde de Ureña (fue
criado de los dos). Estuvo cierto tiempo como capitán en la calzada
de Tepeaquilla, en el real de Sandoval. Sin obrar y sin hacer cosas que de
contar sean, murió de su muerte (o sea,
en la cama) en México”.
Foto: Hacía más de un año que Cortés,
herido en el alma por la mayor derrota de su vida, vivió su ‘noche triste’ acongojado
al pie de un árbol en Tacuba, junto a Tenochtitlán. La escena está bien
representada (con una doña Marina demasiado sugestiva). Pues bien: ahora le
hemos visto en el mismo sitio, y casi
igual de apurado por un ingenuo error en una batallita de cuarto orden.
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