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–Me gustaría saltarme esto, pero ni modo, cuate.
-Estamos de acuerdo, patroncito: con la
excusa de la rebeldía, se esclavizaba a parte de los derrotados, asquerosa
inhumanidad que luego se prohibió. Bernal lo cuenta como un simple asunto de
rentabilidad; también nos explica por qué solo se mercadeaba con mujeres y con
muchachos jóvenes. Y si habla del tema es porque se va a quejar del reparto que
se llevó a cabo. Como ya todos los poblados estaban sometidos y de momento no
había que guerrear, “acordó Cortés que se herrasen a los esclavos para sacar su
quinto después de sacar primero el de Su Majestad (el rey se beneficiaba de aquella porquería). Y se dieron pregones
para que llevásemos a una casa a herrar a todas las piezas (esclavos) recogidas; fuimos todos con las indias y muchachas y
muchachos que teníamos, que hombres de edad no apresábamos porque eran malos de
guardar, y no habíamos necesidad dellos
teniendo el servicio (voluntario)
de nuestros amigos tlaxcaltecas. Y el día de repartir, ya habían escondido las
mejores indias, que no apareció ninguna buena, y nos daban las viejas y ruines.
Y sobre esto hubo muchas murmuraciones contra Cortés y los que mandaron
esconder las indias buenas. Desque Cortés aquello oyó, con palabras algo
blandas dijo que juraba en su conciencia –que así tenía por costumbre jurar- que
en adelante no se haría de la misma manera”. Y tuvo el santísimo cinismo de
obligarles después a los soldados a tragar otro sapo, gordo y viscoso.
-No era hombre de palabra, querido socio;
estaba por encima del bien y del mal: el mejor discípulo de Maquiavelo. Y
Bernal, que tanto le admira, no se lo calla: “Y digamos otra cosa casi peor que
esto de los esclavos. Cuando la triste noche en que huimos de México, Cortés
dijo ante escribano que, como se había de perder mucho oro que allí quedaba en
la sala, el que quisiera que cogiese lo que pudiere, y que se lo llevase en
buena hora como suyo. Y muchos soldados perdieron con el peso del oro la vida
en el lago, y los que escaparon con el botín estuvieron en gran riesgo de morir
y salieron llenos de heridas. Pues siendo así, Cortés pregonó que presentaran
todo el oro que sacaron, y que les daría la tercia parte dello; y que, si no lo
hacían, que les quitaría todo. Y como la mayoría de los capitanes tenían oro (dispensados de devolverlo), se calló lo
del pregón y no se habló más dello, pero pareció muy mal esto que mandó
Cortés”. Para variar, Cortés va a cumplir su palabra en otro asunto, quizá por
estar harto de quejas: “Como vieron los capitanes de Narváez que ya teníamos
refuerzos (con los soldados incorporados),
le suplicaron a Cortés con grandes ruegos que les diese licencia para se volver
a Cuba, pues se lo había prometido. Y Cortés se la dio, y aun les prometió
darles más oro si volvía a ganar la ciudad de México (conociéndole, nadie dudaría de que estaba dispuesto a reconquistarlo),
y les dio un navío de los mejores con mucho matalotaje (provisiones). Escribió a su mujer, que se decía doña Catalina
Juárez, la Marcaida (su 2º apellido),
que vivía en Cuba, enviándole barras y joyas de oro. Y nosotros le dijimos a
Cortés que por qué les daba licencia, siendo pocos los que quedábamos, y
respondió que para excusar escándalos e importunaciones, pues ya veíamos que
algunos de los que se iban no eran buenos para la guerra, y que valía más estar
solo que mal acompañado. También mandó a Castilla a Diego de Ordaz con ciertos
recados suyos, pero no sé si Cortés nos tuvo en cuenta en los negocios que
enviaba a tratar con Su Majestad; ni alcancé a saber lo que pasó en Castilla,
salvo que a boca llena decía el obispo Juan Rodríguez de Fonseca (qué cáliz más amargo) que así Cortés
como todos sus soldados éramos malos y traidores, aunque el Ordaz respondía muy
bien por nosotros”. Negociando en todos los frentes, Cortés mandó también representantes a la Audiencia de
Santo Domingo con una memoria de todo lo conseguido, llena de convincentes
razones para que los frailes jerónimos, “que tenían entonces la gobernación de
todas las islas, intercediesen ante el
emperador para que fuésemos favorecidos con justicia y contra la mala voluntad
el obispo Fonseca”.
Foto.- Hay un fondo de mala intención en
el cuadro de Diego Rivera: él y los aztecas son unos santos; y, todos los
españoles, frailes incluidos, unos demonios (hasta tienen cara de serlo). Lo
malo es que los hechos que expone son ciertos. Está magníficamente pintada la
escena; el tema central muestra a un comprador, un vendedor y, en medio, un
funcionario anotando la transacción, mientras el pobre esclavo está siendo marcado
en la cara con la G de ‘guerra’; se ve al fondo el destino que le espera.
Aparece también, a caballo, el rubio Pedro de Alvarado, simbólico responsable
de la captura de los indios que van a sufrir la quemadura.
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