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–Libres ya del acoso, santo varón, quedaba una
incógnita.
-Y muy inquietante, reverendo padre,
porque los amores son volubles, y los españoles habían perdido el encanto de
ser los dueños de México: “Aunque todavía nos seguían escuadrones de mexicanos,
ya no osaban acercarse. Desde el poblado en el que dormimos se veían las
colinas de Tlaxcala, y nos alegramos, como si fuera nuestra casa. Pero,
¿estábamos seguros de que nos iban a ser leales? Y Cortés nos dijo que tenía
esperanza en Dios que los hallaríamos buenos y muy leales, y que si otra cosa
fuere, que habíamos de estar con corazones fuertes y brazos vigorosos, y que
para eso estuviésemos muy bien preparados. Pues cuando supieron en Tlaxcala que
llegábamos, luego vinieron a recibirnos Maseescazi, Xicotenca el Viejo,
Chichimeca, Guaxasol, Tepenaca e otros muchos caciques, y después de
abrazarnos, le dijeron a Cortés: ‘¡Oh, Malinche!, y cómo nos pesa vuestro mal y
el de los muchos de los nuestros que con vosotros han muerto, que ya os dijimos
muchas veces que no os fiaseis de la gente mexicana. Pero si antes os teníamos
por muy esforzados, agora os tenemos en mucho más’. ¡Y qué fiesta mostraron
desde que vieron salvadas a doña Luisa y doña Marina, y qué llorar por los
indios que quedaron muertos!, en especial Maeescazi por su hija doña Elvira y
por la muerte de Juan Velázquez de León, a quien se la había dado. Luego fuimos
a aposentarnos, y aún se murieron cuatro soldados de las heridas recibidas”.
Pero Cortés no pensaba en jubilarse precisamente.
-Todo lo contrario, socio. Le bullían las
ideas de revancha en la cabeza, con un objetivo claro: volver a México,
triunfar de nuevo y retenerlo ya para siempre. Hay que ser muy grande para
retar otra vez al monstruoso gigante que casi te come crudo, y más todavía para
domesticarlo. Cortés tenía clara la única táctica viable, y la iba preparando metódicamente, pero sin descanso.
Escribió a los de la Vila Rica diciéndoles “que si tuviesen algunos soldados
sanos, que se los enviasen, que guardasen
muy bien preso al Narváez y que no dejaran que ningún navío se fuese a Cuba (para evitar fugas y que el gobernador
volviera a incordiar)”. Pero tuvo que aplazar sus planes para resolver de
inmediato uno más de los innumerables problemas de su ajetreada biografía. En
Tláxcala el buen recibimiento había sido general y apoteósico. Pero hubo
alguien que contemplaba el panorama con ojos torvos. El cacique Xicotenca el
Mozo, que tanta guerra dio a los españoles cuando pasaron por Tlaxcala camino de
Cholula y Tenochtitlán, había quedado entonces doblegado y en paz, “pero como
supo que salimos huyendo de México, andaba convocando a sus parientes y amigos
para matarnos y hacer luego amistades con el señor de los aztecas, lo cual
alcanzó a saber el viejo Xicotenca, su padre,
se lo riñó y le dijo que si se enteraban los otros principales, le matarían”.
No sirvió de nada. Siguió conspirando
hasta que los caciques le apresaron, “y si no fuera por su padre, le habrían
matado; y como estábamos allí refugiados, no era tiempo de le castigar, y
Cortés no osó hablar más dello. He recordado esto para que se vea cuán leales y
buenos fueron los de Tlaxcala, y cuánto les debemos”. Zanjado el asunto, Cortés
dio el segundo paso estratégico: mostrar su fuerza y su clara intención de
pacificar y someter definitivamente México entero, y lo haría castigando principalmente
a aquellos pueblos en los que los indios habían matado a algunos españoles; de
paso, mantendría a sus hombres en acción. Pero si esto era sacar fuerzas de
flaqueza, todavía fue más difícil por la actitud de los soldados que estuvieron
bajo el mando de Narváez, “porque, no estando tan acostumbrados a las guerras
como nosotros y habiendo pasado por la derrota de México y la batalla de
Otumba, no veían la hora de volver a Cuba, donde tenían sus indios y sus minas
de oro, y renegaban de Cortés y de sus conquistas”.
(Foto: Mientras los españoles pasaban las
de Caín en México, varios compañeros que
salieron en su ayuda desde la costa de la Villa Rica de Veracruz fueron
masacrados por los indios al pasar por Quecholac y Tecamachalco; Cortés alimentó
el espíritu de venganza para hacer ver a todo México, y a sus propios hombres,
que la guerra iba a seguir sin desmayos ni contemplaciones).
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