(870) Nuevamente Alonso de Alvarado va a
dar muestras de que estaba desquiciado, y muy susceptible a cualquier muestra
de oposición, quizá ya vencido por el peso de sus 56 años, que en aquel tiempo
eran ya muchos para tantas responsabilidades militares: "El mariscal, no
acordándose de que había perdido otra batalla en aquel mismo río, respondió con
cólera, diciendo que él lo tenía todo bien mirado, y que su oficio y la
reputación le obligaba a él y a todos los soldados a no permitir que aquellos
tiranillos anduviesen tan desvergonzados, haciendo escaramuzas todas las
noches, por lo que estaba determinado a darles batalla aquel mismo día.
Entonces les dijo que no le hablasen más de aquello y que se preparasen
rápidamente para la batalla, y que se lo ordenaba como su capitán general, so
pena de considerarlos traidores".
No hay duda de que el merecido gran
prestigio militar que había ganado Alonso de Alvarado desde los tiempos de
Francisco Pizarro y Diego de Almagro se había ido a pique entre sus soldados:
"Los vecinos salieron de la reunión bien enfadados, y algunos dijeron que,
como no eran sus hijos, parientes o amigos, no le importaba nada que el enemigo
los matase, y que era una desgracia tener
un capitán general tan apasionado y melancólico (quizá tuviera ya
síntomas depresivos, como más tarde se confirmó). Con esta desesperación,
se prepararon para la batalla los vecinos, capitanes y soldados". Hubo
algunos que confiaban en su superioridad numérica, pero el cronista dice que
los de Girón, aunque fueran muchos menos, tenían gran número de excelentes
arcabuceros "capaces de matar un pájaro con una pelota, y entrenados por
un mestizo mexicano, apellidado Granado, que les enseñó a disparar en cualquier
postura". También era una gran dificultad para el ataque de los de
Alvarado las pésimas condiciones del terreno, que dejaban a la caballería con
poca posibilidad de maniobra. Además, se sospechaba que Girón mezclaba veneno
con la pólvora, lo que convertía en mortales las heridas de arcabuz, por
pequeñas que fueran: "Con estas dificultades, salieron a la batalla, que a
muchos de ellos les costó la vida".
El mariscal Alonso de Alvarado preparó el
plan de ataque. Ordenó que, pasado el río,
Martín de Robles, con los arcabuceros, se situara a la izquierda del
enemigo, y los capitanes Martín de Olmos y Juan Remón, a la derecha, debiendo
esperar el sonido de la trompeta para
atacar al mismo tiempo: "Ordenó luego que el resto de la infantería y todos
los de caballería bajasen por una senda muy estrecha, pues no había otro
camino, hasta llegar al río, y que, habiéndolo pasado, formasen escuadrón en un
llano pequeño, cerca de los enemigos, para, desde allí, atacarlos a toda furia.
Francisco Hernández Girón miraba desde su puesto el orden que seguían los
contrarios, y le dijo a sus hombres que se preparasen, porque aquel era el día
de vencer o morir. Un soldado de mucha experiencia, al que los suyos llamaban
Coronel Villalba, pareciéndole que sus compañeros estaban tibios, les dijo que
no tuviesen temor alguno, porque el mariscal no podría conservar el orden, y
que, al pasar el río, iban a ser desbaratados, mientras que ellos estaban
protegidos por un fuerte en el que podían esperar, atacar y defender, aunque
fuesen diez mil hombres".
(Imagen) Insistiendo en que había demasiada gente en Perú, Pedro de la Gasca dice
que se ha enterado de que sobra aún más "porque, según me escriben, son
muchos los que allá han ido desde que yo partí, hace tres años". Y añade:
"A los que pecaron en las rebeliones de Don Sebastián y Francisco
Hernández Girón, el menor castigo que se les debe dar es el de enviarlos a
España. Y lo mismo a aquellos que han vuelto a Perú después de que yo los
desterrara perpetuamente por su servicio a Gonzalo Pizarro; e igualmente a
quienes no ayudaron a luchar contra los rebeldes, que serán muchos. Pienso que
la única manera de dar de comer a quienes, habiendo servido al Rey, viven
pobres, sería enviarlos a poblar nuevas tierras, pero sin perjudicar a los
indios, y procurando atraerlos a nuestra religión cristiana. Yo no pienso que
se debería tener remordimientos por el hecho de que los pobladores ocupasen
tierras que los indios tienen en común, pues sobran tantas, que no se les causa
perjuicio, o muy pequeño, pues también redundará en su beneficio espiritual, y
es justo que den algo de lo temporal, como dice San Pablo". Aconseja asimismo
que al nuevo virrey que vaya a Perú le dé el emperador poderes tan amplios como
los que él llevó, y se pone como ejemplo
de haberlos empleado sensata y honradamente: "Solamente usé los que creí
que convenían al buen gobierno y justicia de aquellas tierras, y todos los
cargos que di, fueron concedidos por el tiempo que Su Majestad dispusiera. A
pesar de que tenía largos poderes para dar gobernaciones, solamente asigné la
de Chile (a Pedro de Valdivia), y con muchas más limitaciones que las
habituales. Con respecto al poder de gastar de la hacienda de Su Majestad para
las cosas de la guerra y logro de la paz, estuve tan recatado, que nunca quise
que un solo maravedí pasase por mis manos, sino por las de los oficiales reales,
con mi asistencia. Y, por todo esto, bendito sea Dios, no resultó ningún
inconveniente de los largos poderes que me dieron. Perdone vuestra señoría
tanta prolijidad, pues sale del largo deseo que tengo de cumplir lo que se me
manda". Es de suponer que adornara sus servicios, pero fue tan meritoria y
difícil la labor que hizo en Perú, que ha pasado a la Historia como PEDRO DE LA
GASCA EL PACIFICADOR.
No hay comentarios:
Publicar un comentario